Barcelona, septiembre de 1052
La mansión del consejero del conde, Bernat Montcusí, estaba situada en los aledaños del Castellvell. Uno de sus costados se apoyaba en la muralla de la ciudad, de manera que al camino de ronda de la misma se accedía desde su residencia. Su construcción, solidez y altura contrastaba con las de los edificios vecinos, que a su lado parecían casas de labriegos. Constaba de planta y dos pisos, más una galería cubierta por un tejadillo soportado por arcos simétricos. A la entrada se abría un arco que daba a un pequeño patio de armas, provisto de dependencias para la guardia. En la parte posterior, y rodeado por una tapia de piedra ornada por una espesísima enredadera, lucía un jardín poblado de arbustos, parterres frutales y caminos que conducían a un estanque artificial en el que unas carpas saltarinas hacían las delicias de los visitantes. En el ángulo más alejado de la casa, una pérgola cubierta de enramada hacía las veces de comedor de verano cuando la canícula atormentaba la ciudad. Hacia esta mansión encaminó los pasos de su caballo un Martí Barbany que todavía no acababa de creerse la buena estrella que presidía su suerte desde que había pisado Barcelona. Al llegar al portal descabalgó y entregó las riendas de su cabalgadura a un palafrenero que acudió desde el interior a hacerse cargo de ella y que, avisado de que alguien venía a almorzar con su amo, demandó su nombre y condición.
—Soy Martí Barbany y estoy citado con el consejero del conde.
—El muy ilustre Bernat Montcusí os aguarda en la glorieta del jardín. Si sois tan amable y tenéis la gentileza de seguirme…
El criado se adelantó y entró en el patio de carruajes llevando de la brida la montura de Martí y éste, sacudiéndose el polvo de las perneras, siguió tras él. Llegando al arco que delimitaba la entrada de las caballerizas, el hombre entregó el animal a uno de los mozos de cuadra que salió a su encuentro y con un leve gesto indicó al joven que le acompañara. Traspasaron ambos el fresco umbral de la vivienda y entraron en un pasadizo de ladrillo cocido que rodeaba la mansión y desembocaba directamente en el jardín. Allí, su acompañante cedió su cuidado a la atención de un mayordomo sin duda de mayor rango que, tras hacerse cargo de su ligera capa y de su sombrero de felpa, le condujo hacia la glorieta. A medida que avanzaba, Martí observaba con ojos curiosos de hombre de campo aquella maravilla de simétrico vergel. Los sombreados caminos, los regates de agua, los ordenados parterres… Todo requería unos cuidados que únicamente podían prodigar las manos de gentes traídas de otras latitudes y expertas, al igual que su Omar, en el uso del agua.
Sus ojos divisaron al consejero que, sentado bajo el emparrado de la glorieta, soportaba el rigor de la canícula sorbiendo una bebida que le servía de una frasca de cristal veneciano un muchachito que por su tez quizá fuera andalusí, mientras otro de aspecto parecido venteaba suavemente el aire con un inmenso abanico de plumas de marabú.
De nuevo un hormigueo creciente le atenazó las corvas, que cedió sin embargo al ver la ancha sonrisa que asomó a los labios de Bernat Montcusí. El criado desapareció con una inclinación de cabeza y dejó a un atribulado Martí frente al hombre tal vez más influyente en la corte de Ramón Berenguer I, conde de Barcelona, tras el senescal Gualbert Amat, el veguer Olderich de Pellicer y el notario mayor, Guillem de Valderribes.
—Estimado joven, habéis tomado posesión de vuestra casa.
A Martí no dejó de extrañarle la favorable predisposición que intuyó en un hombre tan importante.
—Me hacéis un inmenso honor al permitir que invada vuestra intimidad cual si de un recién llegado y lejano pariente se tratara.
—Sabéis que los amigos del padre Eudald lo son míos, más aún tratándose de alguien que tan favorable opinión merece. Pero tomad asiento, que las normas de la buena crianza no me permiten hacerlo a mí antes que vos y estas viejas piernas se quejan de continuo, maltratadas por la maldita humedad de esta ciudad.
Sin apenas darse cuenta, Martí se encontró situado de igual a igual frente a su poderoso anfitrión.
Tras un prólogo convencional fruto de las elementales normas de cortesía, el consejero entró en materia.
—Bien, querido Martí, he hablado con las personas a las que atañe de alguna manera vuestro proyecto y si salvamos unos inconvenientes que sin duda entenderéis, el consejo es proclive a otorgaros un permiso condicional para comerciar durante un año y que pondrá a prueba vuestras capacidades.
El corazón de Martí comenzó a latir aceleradamente.
—Pero mejor que pasemos al refrigerio. El vino tomado con mesura no hace daño y ayuda a unir voluntades.
Martí creyó entrever una segunda intención en estas últimas palabras.
El consejero se alzó de su sitial y se dirigió a una mesa preparada para dos comensales y dispuesta en el centro de la glorieta. Martí lo siguió al punto sin saber el papel que debía desempeñar durante el ágape, y decidió seguir las pautas que marcara su anfitrión y no adelantar opinión alguna hasta que éste descubriera sus ocultas intenciones. Dos fámulos aparecieron al instante y se colocaron a la espalda de ambos, disponiéndose a acercar los asientos a los comensales. Martí esperó a que su anfitrión lo hiciera y se sentó a continuación. El día era caluroso y el emparrado brindaba un delicioso y perfumado oasis de sombra. La mesa presentaba un aspecto magnífico: los platos eran de fina porcelana y las copas, de vidrio veneciano trabajado en color verde.
La conversación se hizo fácil y al cabo de un poco, a Martí le pareció que el consejero le era mucho más cercano. Sin embargo, su instinto le advertía que aquella muestra de confianza era una argucia del astuto viejo para crear el clima que le conviniera.
El tiempo transcurrió sin sentir y la charla anduvo por mil vericuetos distintos.
A llegar al postre Martí supo que el momento clave de la entrevista había llegado: el consejero e inspector de mercados y de ferias se disponía a aclarar las cosas. Tras despachar a los sirvientes, habló en tono claro y conciso.
—Joven, el otro día en mi despacho me di cuenta de que podéis ser la persona que andaba buscando.
Martí asimilaba y escuchaba, intentando captar todo cuanto dijera para poder ordenarlo después.
—El servicio del conde es muy honroso pero poco productivo, pues me ata las manos de forma tal que numerosas ocasiones que, bien aprovechadas, podrían rendir pingües beneficios, pasan por mi lado y nada me aportan. Sin embargo, si encontrara a la persona indicada y ésta me sirviera lealmente, podría hacerla rica sin menoscabo de mi honra ni mi influencia.
Martí guardaba silencio, pues no quería precipitarse ni en asentir ni en negar.
El otro prosiguió:
—No creáis que es fácil: cualquier miembro de una de las destacadas familias de la corte no me sirve. Esta gente ignora que el fruto del trabajo ennoblece al hombre y toman como desdoro el dedicarse al comercio. Además, mi cargo es codiciado por muchos y, caso de que pudieran, me tenderían una celada para que mi persona cayera en desgracia delante del conde.
Martí optó por aparentar cierta inocencia y preguntó:
—Y ¿qué puedo hacer yo, pobre recién llegado a la corte, para ayudaros en tan estimulante empeño?
—Eso precisamente es lo que más me interesa. Veréis, sois un joven al que aún no conoce nadie; tenéis ambición y la opinión del padre Llobet os avala. No sois ciudadano de Barcelona y cualquier cosa que hagáis que pueda despertar envidia quedará compensada por mi influencia. Creo, por tanto, que el trato os conviene más a vos que a mí.
—Pero, con todo respeto, señor, ¿en qué consistirá dicho trato?
—Es muy fácil: he entendido, tras la charla del primer día, que sois un joven emprendedor y con inquietudes, y que a lo largo del tiempo intentaréis desarrollar cuantas iniciativas creáis oportunas. Pues bien, todas aquellas que requieran de un permiso especial que de mí dependa, ya sea el permiso en sí o la posibilidad de lograrlo de instancias más altas, estarán gravadas por una gabela que irá variando en función de la rentabilidad del negocio.
El pensamiento de Martí trabajaba como un torrente: si se negaba, se indispondría con uno de los más influyentes personajes de la corte; en cambio, si transigía tendría una vía mucho más abierta en cuantos negocios quisiera emprender. Nada le impedía ser socio de nadie, no le quedaba otra salida y se decidió rápidamente.
—No sólo acepto vuestra generosa oferta, sino que os agradezco infinitamente la oportunidad que me brindáis.
—No necesito deciros que nuestro pacto es reservado y que únicamente vos y yo conoceremos el alcance del mismo.
—Lo entiendo perfectamente. No os preocupéis, sé guardar un secreto.
Por vez primera la cara del viejo adquirió un rictus amenazador.
—Si os equivocarais, no soy yo precisamente el que debería preocuparse.
Pero su expresión se distendió enseguida. Se puso en pie y, alzando su copa, invitó a Martí a brindar.
—Por nuestros grandes proyectos y mejores negocios.
Martí imitó a su anfitrión, y las copas se rozaron levemente en un suave brindis.
Tras indicarle que al día siguiente acudiera a su despacho, la charla transcurrió sin más altibajos. Un rato después, el consejero Montcusí se dispuso a acompañarlo a la salida. Habían ya atravesado la zona de los parterres y cuando iban a entrar en el pasadizo de ladrillos a Martí se le paró el pulso: acompañada de una adusta ama y airosa como un cedro del Líbano, avanzaba hacia ellos la muchacha de los ojos grises que apenas había entrevisto en la subasta. Al llegar a su altura el viejo irremediablemente tuvo que presentar a la doncella.
—Mirad, Martí, os presento a mi hija, Laia. Hija, éste es mi nuevo amigo Martí Barbany.
El joven hizo una torpe reverencia y musitó:
—Quedo rendido a vuestros pies, señora.
Las mujeres continuaron su camino y Martí las siguió con la mirada, condición que le impidió observar la que el consejero le dirigió a él con ojos aviesos y taimados.
Bernat Montcusí pasó la tarde encerrado en su despacho. La noche había caído, los criados habían iluminado la estancia con cirios y velones. Su mayordomo le sirvió a petición suya un ligero refrigerio y la servidumbre se retiró a sus aposentos. Ni un solo ruido se oía en el palacete. Bernat Montcusí tomó un candelabro que iluminaba su escritorio y se dirigió a una pieza del segundo piso que permanecía siempre cerrada a cal y canto. Extrajo del bolsillo de su bata una pequeña llave y tras abrir la puerta se introdujo en la estancia. Dejó sobre una mesilla el candelabro y se echó sobre el entarimado. Sus manos tentaron una falsa pieza, que se deslizó sobre una guía bajo la presión de sus dedos. El pequeño agujero que cubría la tablilla quedó al descubierto y el hombre clavó su ojo derecho en él. En aquel momento, Laia se desprendía de sus sayas; luego hizo lo mismo con sus calzas de algodón. La muchacha se quedó un momento ante él en su púber desnudez.
Bernat Montcusí, consejero del conde, llevó la mano izquierda a su entrepierna y comenzó a masturbarse.