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Los trabajos y los días

Barcelona, verano de 1052

Martí Barbany había conseguido lo que tanto anhelaba. Estaba citado, por razón de la influencia de Eudald Llobet, en las dependencias donde el regidor de los mercados y consejero de finanzas de Ramón Berenguer I, Bernat Montcusí, despachaba los asuntos pertenecientes a su jurisdicción. Aquellos días el personaje estaba harto ocupado. El prohom recibía en una edificación de tres alturas y Martí tuvo conciencia de su importancia al observar la cantidad y el porte de los ciudadanos que pugnaban por obtener una audiencia. Desde el patio de carruajes ascendía una escalera de mármol con balaustres de hierro forjado y pasamanos de madera noble que desembocaba en una galería de soportales a la que se asomaban varias puertas, custodiadas cada una de ellas por un sirviente que tomaba los nombres de las personas que pretendían visitar a los diversos consejeros que allí acudían para tratar asuntos pertinentes a sus negociados. Martí ascendió los peldaños que conducían al primer piso y se dirigió a la penúltima puerta por indicación de Eudald Llobet que, con antelación, había concertado la entrevista. Martí se halló en un salón regiamente ornado, donde diversos grupos de ciudadanos charlaban en tono amistoso mientras esperaban a ser llamados. Su innato instinto curioso le hizo reparar en la circunstancia de que, si bien todos ellos tenían un común denominador, tendían a agruparse por oficios: los comerciantes no se mezclaban con los terratenientes ni éstos con los caballeros. De vez en cuando asomaba por la puerta del fondo un servidor y, a viva voz, convocaba de dos en dos a los presentes; en un principio no dio con el motivo, mas cuando le tocó la vez se hizo cargo al instante de que el tiempo del personaje era demasiado valioso para soportar la menor espera: de esta manera los visitantes aguardaban en su antesala y apenas había salido el primero ya entraba el siguiente. Su compañero de viaje no fue afortunado, ya que al llegar su turno le tocó soportar una reprimenda del subalterno secretario que cribaba las visitas del prohom, pues al parecer no llevaba conformado un documento que por lo visto ya se le había exigido anteriormente. A veces, pensó, se debía tener más miramientos con los sirvientes de los poderosos que con los mismos personajes, pues la condición humana hacía que cuanto más humilde fuera un hombre, más necesitado de consideración se manifestara. El ciudadano se retiró sin conseguir su propósito y Martí se esforzó por caer en gracia a tan quisquilloso individuo, y a su algo desabrida pregunta sobre quién era y qué pretendía, respondió:

—Veo que estáis muy ocupado y no quisiera entorpecer vuestros numerosos e importantes cometidos.

El secretario cambió de tono ante el halago.

—Sin duda vuestra pretensión estará bien documentada, pero pierdo lamentablemente mi tiempo en empeños vanos que no son de mi incumbencia. En la primera antesala debieran hacer una criba de los aspirantes a ser recibidos que no reúnan las condiciones requeridas, pero debo hacerla yo, lo que me hace perder un tiempo que necesito para otros menesteres. Las gentes son muy obtusas y mi labor no consiste en repetir una y mil veces cómo se debe presentar una solicitud. Si algún pliego llega a la mesa de mi señor sin estar debidamente conformado y sellado ni que deciros tengo quién sería el amonestado.

—Lo entiendo perfectamente y no voy a abusar ni de vuestro tiempo ni de vuestra probada competencia —prosiguió Martí, viendo que las zalamerías surtían su efecto.

—Estoy seguro de ello, vuestro aspecto lo pregona. Y decidme, ¿cuál es vuestra pretensión?

—Tengo una cita con el prohom, consejero de abastos y mercados, Bernat Montcusí. El padre Eudald Llobet ha concertado la entrevista.

El tono y el talante del personajillo se hicieron comedidos y respetuosos.

—¿Me hacéis la merced de vuestro nombre?

—Mi nombre es Martí Barbany.

—Perdonad un instante que consulte en el libro de audiencias.

El bedel manejó un montón de vitelas sujetas por un cordoncillo que se hallaba a su diestra, y con eficiencia y prontitud respondió:

—No teníais por qué esperar turno. Si me hubierais dicho quién sois y de parte de quién venís, no hubierais tenido que aguardar en la antesala. La persona que ha concertado vuestra entrevista es muy querida y respetada en esta casa.

—No tiene importancia, Dios me guarde interrumpir vuestro trabajo.

—Tened la bondad de sentaros. No tardo ni un instante.

El hombre, ufano y engolado, abandonó su sitio tras la mesa y después de una breve reverencia desapareció por la puerta que había a sus espaldas con el aire y la donosura de un senescal. La espera fue muy breve; al poco reapareció el personaje y con voz altisonante anunció:

—Don Bernat Montcusí, ilustrísimo señor consejero de abastos y mercados, os aguarda.

Martí se levantó y sintió al punto un ligero temblor de piernas.

—¿Cuál es vuestra gracia?

—Conrad Brufau.

—No dudéis que no olvidaré vuestro nombre, ni vuestra eficiencia.

El subalterno le invitó a seguirle. Fueron ambos pasillo adelante, y ante una artesonada puerta, el hombre se detuvo; en ella un centinela uniformado apartó su pica y permitió que el ujier se adelantara. El hombre, tras demandar la venia, introdujo a un asustado Martí en la estancia y se retiró.

Cuando la puerta se cerró y en ausencia del consejero, Martí contuvo los acelerados latidos de su corazón y se dispuso a observar.

Era ésta una pieza de contenida pero sobria riqueza. Todo lo que en ella había era de una calidad excelente y, sin embargo, nada pretendía ser ostentoso. Se notaba que la persona que en ella trabajaba estaba acostumbrada a manejarse entre piezas de la mejor factura importadas de lejanos reinos.

Bernat Montcusí era uno de los consejeros íntimos de la casa condal, aupado al cargo por la antigua regente Ermesenda de Carcasona, y se decía que ésta, en tiempos, visitaba su casa. Tenía fama de hombre duro, que sin embargo se rendía fácilmente al halago y era muy amante del brillo del oro. Una gran chimenea apagada que tenía la altura de un hombre presidía la pieza; en la repisa que la ornaba se podían ver objetos de distinta factura de un exquisito gusto. Llamó su atención un inmenso reloj de arena con doce marcas en cada uno de sus husos de vidrio soplado que indicaban las horas del día y de la noche, sujeto en su estrangulamiento por una abrazadera metálica y ésta a su vez fijada al muro, de modo que la persona que cuidara de tal menester pudiera dar, todos los días, el oportuno giro a fin de que la fina arenilla pasara de uno a otro sector. Frente a él había tres bancos de madera tallada revestidos con cómodos almohadones. Las paredes estaban guarnecidas con costosos tapices; a un lado de la estancia y frente a una ancha y redonda balconada, se alzaba una gran mesa de trabajo equipada con todo lo necesario: iluminada por un candelabro de ocho brazos y provista de plumas, tinteros, carpetas y polvos secantes.

Martí se aproximó y su pulso, ya de por sí apresurado, comenzó a galopar. Frente al sitial que presidía la mesa y montada en un pequeño caballete de pintor, se veía un menudo boceto y Martí reconoció al instante la mirada triste de la muchacha de los ojos grises que había presidido sus sueños muchas noches y de nuevo su memoria reprodujo le escena. Eran los mismos que le habían observado intrigados desde el palanquín el día que compró a Omar y a su familia, y por los que había osado pujar por la esclava.

Una voz resonó a sus espaldas.

—Imagino que no habéis venido a examinar dónde trabajo. Si sois tan amable, sentaos y explicadme el motivo de vuestra visita. Mi tiempo es limitado y si os he recibido sin espera se debe a las recomendaciones de mi confesor, Eudald Llobet, que vertió sobre vuestra persona encomiables opiniones.

Martí giró rápidamente sobre sus talones y se encontró en la presencia de una figura notable. El consejero era un hombre orondo, blanco de carnes, prácticamente sin cuello, ya que su doble papada se apoyaba en el pecho; una orla de pelo circunvalaba su calva y sus ademanes, lentos y solemnes, le indicaban que tomara asiento mientras le observaba atentamente con ojillos taimados y astutos. Martí no daba con las palabras justas para el momento que con tanta desazón había aguardado. Tomó asiento frente al personaje después de que éste hiciera lo propio.

—Bien, joven, si atesoráis la mitad solamente de las virtudes que el arcediano os supone, cosa que dudo, haréis en Barcelona una muy singular carrera.

Martí atinó a hablar.

—Eudald Llobet fue un gran amigo de mi padre y sin duda me trata con benevolencia.

—Conozco bien a vuestro valedor y no es hombre que prodigue lisonjas graciosamente por el recuerdo de una antigua amistad. Pero dejémonos de divagaciones, que el tiempo apremia y solamente podré dedicaros un rato. Ampliadme ese proyecto del que me ha hablado Eudald.

Martí inició sus palabras con voz vacilante, que fueron ganando en contundencia a medida que proseguía en su explicación. Al final, su tono ya no era el de un joven timorato sino el de un adulto que sabía de lo que hablaba. Bernat Montcusí atendió a su disertación con los sagaces ojos semicerrados, con la testa apoyada en el respaldo de su sitial.

—… Así conseguiríamos que el lujo de las viviendas de nuestros ciudadanos más ilustres produzca la admiración a los que nos visitan y dé prestigio a la ciudad.

Y con esta frase dio por cerrada Martí su intervención.

Tras una pausa que le pareció eterna, el consejero habló.

—Exposición brillante la vuestra, a fe mía, debo deciros que me habéis sorprendido: vuestra claridad y concisión son notables. Nuestro común amigo el padre Llobet no ha exagerado en sus apreciaciones al respecto de vuestra persona.

—Me abrumáis, señor.

—Y decidme, ¿cómo creéis que me podré justificar, en el supuesto que os dé los oportunos permisos para abrir vuestro negocio, ante la lluvia de reclamaciones que sin duda me lloverán por parte de los que se sientan perjudicados en los mercados y en las ferias por vuestra competencia?

Martí sonrió, ya que había previsto esta pregunta.

—A los que perjudicaría sobre todo es a los extranjeros. Pienso que no debería negarse el derecho de un vecino a comerciar con lo que mejor le convenga, emplear el beneficio de sus horas como mejor le parezca, amén de que los impuestos que habré de pagar por pasar los fielatos y tener un negocio dentro de las murallas redundarán en beneficio del tesoro.

—Notable, joven, notable. Dejadme que lo piense, y dentro de pocos días tendréis una cabal respuesta a vuestra solicitud. Decid a mi secretario dónde vivís y os prometo que nos volveremos a ver. Creo que mejor sería reunirnos en mi casa y aclarar algunos términos: hay situaciones y circunstancias que preferiría tratar fuera de este despacho. Como comprenderéis, todo tiene un precio, y el intentar llevar a buen fin vuestra iniciativa me costará el trabajo de convencer a algún reacio que otro, enemigo de cualquier novedad, y al que sólo el brillo del oro compensará su disposición natural de oponerse frontalmente a vuestra brillante iniciativa. Este gasto tendrá que salir de vuestra bolsa, pero pensad que es mejor un buen asunto entre varios que la miseria para uno solo: la caridad consiste en compartir con los demás, sobre todo si de ellos depende nuestra buena estrella, los frutos de un negocio.

Martí creyó que su oído le jugaba una mala pasada.

—Me honráis sobremanera, señor, no merezco la distinción de vuestra hospitalidad.

—No os preocupéis, tengo la certeza que en tiempo no muy lejano, no únicamente seréis digno de ella sino que superaréis con creces tal honor.

El ilustre personaje se puso en pie dando por finalizada la entrevista. Martí se despidió, inclinando la cabeza con un medido gesto que indicaba respeto aunque no sumisión. Al retirarse pudo lanzar de refilón una mirada al reloj de arena de la chimenea y se dio cuenta de que uno de los hombres más influyentes de la ciudad le había dedicado más de una hora de su valiosísimo tiempo. A la salida saludó amablemente a Conrad Brufau, que lo miró asombrado al constatar que el ilustre consejero había destinado a aquel visitante más del triple del tiempo que acostumbraba a emplear en despachar a cualquiera que entrara en sus dependencias en demanda de algo. Cuando ya llegaba al pie de la escalera que daba al patio de carruajes Martí Barbany se detuvo un instante; no sabía bien si su entrevista había sido franca y positiva o tenía alguna faceta que por el momento se le escapaba y que le iba a introducir en un juego harto peligroso.