Gerona, junio de 1052
El obispo Guillem de Balsareny, sin siquiera desprenderse del polvo del camino, esperaba audiencia en la antesala de la poderosa condesa, regente in pectore de Barcelona y Osona, que pese a poder morar en cualquiera de los condados que habían sido de su esposo Ramón Borrell, en la actualidad, de no tener cometido concreto que hacer en algún lugar de sus dominios, prefería vivir en su condado de Gerona.
Había acudido pues a la residencia habitual de la señora, a galope tendido y reventando a las monturas, a fin de ponerla al corriente del delicado asunto que la misiva del papa Víctor II le había encomendado. Los hombres de su escolta, tan agotados como sus cabalgaduras, habían sido recibidos en el puesto de guardia en tanto que sus sirvientes en aquellos momentos recibían las pertinentes atenciones de los criados del castellano.
La condesa Ermesenda tenía por costumbre obligar a hacer antesala durante un tiempo, fuera quien fuese el visitante, dependiendo de la categoría o rango del mismo, a fin de marcar bien las distancias y dejar entrever al recién llegado que iba a ser recibido por la más importante señora de los condados catalanes, y también, caso de ser un embajador que no conociera personalmente, hacerle avanzar lentamente acompañado por un chambelán a lo largo de la roja alfombra para tener tiempo de observarlo durante el trayecto que mediaba desde la puerta de la entrada hasta llegar a su trono.
El salón denominado por ello de «embajadores», donde acostumbraba a recibir a los notables, era una pieza lujosa. Un pequeño trono convenientemente almohadillado presidía la estancia; a la diestra del mismo, una silla curul de tijera donde se sentaría el visitante caso de ser invitado a hacerlo, tapices y panoplias eran las piezas más destacadas del recinto, tres ventanas lobuladas al fondo y a ambos lados sendas chimeneas que en aquel instante estaban apagadas.
Los años y su natural orgulloso la hacían ser consciente de su prosapia, y la altura de su linaje la obligaba a recordar siempre y en cualquier ocasión lo preclaro de su abolengo, del que era extremadamente celosa. Su estirpe se remontaba a los visigodos, pues la Septimania no arrancaba del mismo tronco del que provenían las advenedizas casas de los condados francos. Ella era de aquel país y siempre, aun antes de su boda con Ramón Borrell, su más íntimo yo se inclinaba mucho más hacia los condados catalanes de allende los Pirineos que hacia los vastos y bárbaros condados del norte: su lengua era la de oc. Sus padres, Roger I el Viejo y Adelaida de Gavaldà le habían inculcado el orgullo de pertenecer a la casa de Carcasona al igual que a sus hermanos Benito y Pedro.
Tras una espera no muy prolongada, aunque al eclesiástico se le hizo eterna, la contera de la pica del ujier resonó en el entarimado anunciando la presencia del obispo ante la egregia señora. Se abrieron las dos hojas de la puerta de entrada y el prelado avanzó hacia el trono donde aguardaba la dama cuya fama conseguía que ante su sola presencia se cohibieran propios y se atemorizaran embajadores. Vestía ésta un brial morado ribeteado con dorada pasamanería, de ajustadas mangas, y adornaba sus recogidos cabellos con dos prendedores de oro. El obispo, descubierto tal como indicaba el protocolo y tras una reverencia, se acercó y esperó a que Ermesenda le dirigiera la palabra.
—Y bien, mi buen obispo, ¿qué empresa tan importante os trae por estas tierras y os obliga a abandonar vuestra querida y tranquila diócesis de Vic para llegaros hasta mi persona?
—Señora, es la obligación del cuidado de vuestros asuntos lo que me trae hasta aquí desafiando las incomodidades del camino. Antes he estado en Barcelona llevado por el mismo afán y a fe que cada día me incomoda más esa ciudad: son ya más de quinientos sus fuegos, que no cesan de acudir al reclamo de su fama y de la oportunidad que creen de hacer negocio, feriar y cultivar lo más cerca posible del mercado y en las cercanías del poder. A fe mía que no comprendo a aquellos que pudiendo vivir una vida de sosiego y de paz en el campo se empeñan en gozar de las incomodidades de la gran urbe, cuyo solo olor ofende mi olfato y cuyo vocerío perturba el descanso del alma más templada.
La señora lo observó con cuidado, y viendo el desaliño de su atuendo, comentó:
—En verdad que vuestro asunto debe de ser de suma importancia, ya que creo que no es vuestro natural presentaros ante mí de esta guisa.
Los ojos de Guillem de Balsareny parpadearon levemente, circunstancia que no pasó inadvertida a la condesa.
—Perdonadme, señora, pero es tal mi preocupación que no he atinado a ponerme en camino con suficiente equipaje.
—Entiendo. ¿Y bien? Os escucho.
Sabiendo que los poderosos tienen la mala costumbre de arremeter contra el mensajero que trae malas noticias, el obispo obró con cuidado.
—¡Señora, la misión que me trae hasta vos es penosa y no me atrevo…!
—¡Guillem! Nada se arregla con circunloquios. Explicadme qué es lo que turba hasta tal punto vuestro ánimo que os lleva a adoptar postura tan floja, impropia de vuestro natural digno y prudente.
El prelado recuperó el pulso y a una indicación de la condesa ocupó el sitial que había al lado del trono.
—Veréis, señora, el caso es que hasta mí han llegado tristes noticias que afectan a la seguridad de vuestros dominios y que debéis conocer de primera mano, no por mi capricho sino por indicación del Santo Padre, que es quien me ha encomendado esta misión.
—Me alarmáis, señor obispo. Id al grano, os lo ruego. Cuanto antes me deis cuenta de vuestra encomienda, más tiempo tendré para paliar la desgracia.
Las manos del obispo estrujaban sin piedad su capelo de viaje.
—El caso es, señora, que vuestro nieto, el conde de Barcelona, está a punto de cometer un desafuero de incalculables consecuencias.
Ermesenda le escuchaba sin pestañear.
—Proseguid, padre. Os confieso que me tenéis en vilo, aunque nada ya me puede extrañar de ese insensato.
—Señora, el año pasado vuestro nieto partió hacia tierra de infieles con dos misiones. La primera atañía a los intereses de Barcelona en cuanto a proteger su comercio con las tierras dominadas por turcos e islamitas, y la segunda consistía en dar cumplida información a Su Santidad de cuantas noticias pudieran atañer a la Iglesia, considerando que dada su vecindad, su experiencia en las costumbres e intenciones de estas gentes es indiscutible. Podemos decir que el Papa piensa que sobre este tema vuestro nieto es una autoridad por sus conocimientos y frecuentes tratos con el islam.
Ermesenda se quedó unos instantes pensativa. Luego preguntó:
—Y bien, ¿qué es aquello que tan graves consecuencias puede tener para el porvenir de mis dominios?
—Vuestro nieto se casó como sabéis el pasado invierno con Blanca de Ampurias, enlace que supuso una serie de ventajas para los condados de Barcelona y de Ampurias, y de resultas para el de Gerona, al favorecer una paz ventajosa para todos, dado el intemperante carácter del padre de la desposada, el conde Hugo de Ampurias, y su perniciosa inclinación a provocar conflictos.
El rostro de Ermesenda se tornó impenetrable.
—Imagino que no habréis hecho tan largo camino para comentarme obviedad tan notoria. Bien sabéis que quien promovió este enlace fui yo misma y que, además de mis trabajos, me costó buenos dineros, pues tuve que ceder al conde los terrenos de Ullastret que me pertenecían por herencia de mi esposo y por los que mantuve pleitos con el conde Hugo durante años.
El obispo palideció.
—Por ello, señora, es por lo que lo acontecido tiene gravísimas connotaciones.
—Me estáis importunando, señor obispo, id al fondo de la cuestión y acabemos de una vez.
—Como sabéis no vengo de mi diócesis de Vic, sino de Barcelona, pues por indicación del Santo Padre he intentado arreglar el asunto con vuestro nieto sin tener que recurrir a vos, pero mi intento ha sido baldío.
La voz de la condesa resonó en la estancia.
—¡Basta ya, señor! Estáis acabando con mi sosiego: decidme de una vez qué es lo que ocurre.
El obispo Guillem tragó saliva y se dispuso a afrontar las consecuencias de su misión.
—Señora, vuestro nieto está a punto de repudiar a su esposa, Blanca de Ampurias, para amancebarse con la consorte del conde Ponce de Tolosa a la que, según he sabido de sus labios, está dispuesto a recibir en Barcelona para tomarla, si es necesario, como barragana, caso de que el Papa no anulara su anterior matrimonio.
Las cejas de la condesa Ermesenda se alzaron amenazadoras y una abultada vena, augurio de grandes males como bien sabía el buen obispo, cruzó su frente.
La voz sonó en esta ocasión queda y destemplada como el silbo de un áspid.
—Explicádmelo todo con pelos y señales.
Guillem de Balsareny expuso la situación durante un largo rato y finalmente mostró a Ermesenda de Carcasona la carta del Santo Padre.
La condesa, tras leerla detenidamente, dejó en su regazo la alarmante misiva y se dirigió al desolado prelado, que aguardaba inquieto la decisión de la señora, consciente de su determinación de proteger los condados por ella heredados y que tan ímprobos sacrificios le habían ocasionado a lo largo y ancho de su vida; se había esforzado mucho para mantenerlos unidos frente a la levantisca nobleza y los había preservado intactos, primero para su hijo y después para su nieto.
—¿Qué se habrá creído ese insensato? He sacrificado mi vida para cumplir los deseos de mi esposo y ahora, ¿qué pretende? ¿Por mor de una pasión inmoral e indecente sacrificar el condado de Barcelona que sin duda se rebelará contra la impudicia que está a punto de cometer? ¿O ceder a las pretensiones del miserable Mir Geribert, que osó proclamarse príncipe de Olèrdola intentando eludir la potestas que me era debida por herencia y que sin duda aprovechará la coyuntura para llevar el agua a su molino? ¡Ni en sueños! No os preocupéis, obispo, que yo lidiaré las dificultades con mi vecino de Ampurias y obraré en consecuencia para que el cabeza loca de mi nieto vuelva al redil. Al primero le enviaré recado por mi yerno, Roger de Toëny, que no es santo de mi devoción pero que me es muy útil en estos menesteres, para que sus huestes, que por lo visto se sienten incómodas cuando gozan de un desmesurado descanso, gocen de un peculiar entretenimiento arrasando sus campos y quemando sus cosechas, caso de que no quiera avenirse a una paz honrosa. En cuanto a mi nieto, tendrá noticias mías en cuanto haya hablado con el Papa de este miserable suceso.
—El Santo Padre está en Roma y por cierto me consta que muy ocupado. No creo yo que Su Santidad tenga en proyecto visitaros, condesa.
—No soy tan vieja. Me gustará acudir a Sant'Angelo, y espero que el Papa me reciba con el mismo respeto con el que yo le recibiría. Que yo sepa hay las mismas leguas de Roma a aquí que de aquí a Roma; mis mulas son buenas corredoras y mis naves cruzan veloz y frecuentemente el Mediterráneo.