Barcelona, verano de 1052
La actividad de Martí durante aquel período fue incesante. Jamás hubiera imaginado que el hecho de ser rico le ocasionara tal cantidad de problemas. Por supuesto que su riqueza era limitada y relativa, era consciente de que de su esfuerzo y tesón dependería que sus dineros aumentaran o menguaran, pero en comparación a su anterior condición le parecía poseer la fortuna del rey Midas. Continuaba morando en la vivienda del convento que la amabilidad del canónigo Llobet le había proporcionado, pero en su cabeza germinaba la idea de comprar una casa.
De cualquier manera, tras adivinar más que ver el rostro de la muchacha del mercado de esclavos, le costaba infinitamente concentrarse en sus cosas, ya que a cada instante su pensamiento volaba una y otra vez hacia el recuerdo de aquella vaga y apenas intuida presencia. De momento ya conocía su nombre, Laia, y quién era su padre, Bernat Montcusí, uno de los prohomes de la ciudad, cuya inmensa fortuna la hacía todavía más inaccesible. Pero eso no era impedimento para que su mente cavilara la manera de poder cruzar unas palabras con ella, y dentro de su cabeza crecía una idea que poco a poco iba tomando cuerpo y que, de ser posible y contando con tener el valor para llevarla a cabo, le acercaría, sin duda, al objeto de sus desvelos. Todo ello le acuciaba a conseguir lo antes posible una casa digna de un hombre que acariciara grandes proyectos y que aspirara a convertirse, mediado el tiempo, en ciudadano de Barcelona.
La urbe progresaba y la laboriosidad de sus habitantes hacía que reventara por las costuras, de manera que el recinto amurallado, al no poder alojar el flujo de gentes que, atraídas por las posibilidades de medro que brindaba el futuro, pretendían instalarse dentro de su perímetro, servía de apoyo a casuchas, barracas y corrales que se apuntalaban en las murallas, de modo que nuevos arrabales se iban arracimando a su vera.
Un vinatero que había enviudado y que no tenía descendencia pretendía vender su casa situada extramuros, en el camino a Sant Pau del Camp. El problema era que el hombre pretendía vender su prensa y asimismo unas viñas de buena tierra que poseía en el término de Magòria, y que más o menos le proveían de la uva indispensable para su negocio. Martí sopesó la circunstancia y dos hechos avalaron y precipitaron su decisión. El primero fue que, atendiendo a una charla de la que fue testigo en La Espiga de Oro, bodegón al que acudía con cierta frecuencia, supo que uno de los molinos situado en los aledaños de las viñas objeto de sus dudas y vacilaciones se vendía a buen precio; y el segundo, el casual descubrimiento de que Omar, el esclavo que había comprado en la Boquería junto a su familia, era un experto en todo lo referente a la traída de aguas y al tema de la canalización y el regadío. Otra sorpresa fue saber que el hombre hablaba varios dialectos del Magreb, así como el latín y una especie de jerga propia de los beduinos del desierto y que asimismo sabía de números y de escritura. Al indagar el motivo de que tales cualidades no se hubieran citado en la subasta, Omar alegó que pensó que mejor convendría así, a fin de lograr que su familia permaneciera unida. El hombre no sabía cómo agradecer el hecho y se esforzaba en el servicio de aquel joven que le atendía como si se tratara de un hombre libre y no un esclavo. Su mujer Naima había parido una hija, de modo que Mohamed, el muchachito que completaba el lote, tenía una hermanita.
La cosa aconteció una mañana en el pórtico de la Pia Almoina, en constantes obras, mientras comentaba con Eudald Llobet sus dudas en tanto que Omar, siempre silencioso, sujetaba a una prudente distancia las bridas de su caballería.
—La cuestión es que la casa me conviene tanto en ubicación como en precio, pero el hombre la quiere vender junto con las viñas, y el motivo no es otro que la tierra. He indagado, y no tiene la suficiente agua para otros cultivos.
—¿Y el molino del que me habéis hablado?
—Dista media legua.
—Perdón, sayid —intervino Omar en tono respetuoso—. El agua se puede traer.
Los dos hombres se volvieron hacia el esclavo.
—¿Qué dices? Dista más de media legua y el terreno que separa el molino es de otro propietario.
—Si es por eso, se puede comprar —apuntó Eudald.
—¿Y si el propietario no quiere vender?
—Si el agua se puede traer, se arrienda el uso de paso.
—¿Eso se puede hacer?
—Es completamente legal.
—¿Qué dices tú, Omar? —preguntó Martí.
—Digo, sayid, que se puede traer.
Ambos dirigieron la mirada al esclavo.
—Está demasiado lejos. Aun en el supuesto de que comprara el latifundio intermedio, la pérdida por la porosidad del terreno sería excesiva.
—No, si se canaliza debidamente, mi señor. —Omar parecía muy seguro de lo que afirmaba.
—Dejad que se explique, Martí.
El caso fue que Martí Barbany se encontró al mes y medio propietario de una casa junto a la muralla, unas viñas ampliadas por un terreno intermedio de regadío, un molino y una canalización, desde el ingenio a las mismas, hecho con teja árabe curva e invertida y unida con mampostería, a modo de canalillo, y un juego de compuertas manejadas con cadenas, que hacía que a voluntad de Omar, el agua arribara hasta el último rincón del predio.
La casa del vinatero se apoyaba en la muralla; el tejado era a una sola agua, tenía dos alturas en el cuerpo principal y en el primer piso dispuso Martí su vivienda; en los bajos estaba la entrada del establecimiento y el espacio reservado a las botas de roble para almacenar los caldos. La arcada de la puerta central estaba ornada por un remate de piedras desiguales, el suelo era de losas grandes. Al costado derecho de la casa se añadía un patio de tierra limitado por un muro con su correspondiente entrada. A un costado, el brocal de un pozo artesano que suministraba el agua al conjunto, y al otro lado la pequeña estancia donde se alojaban Omar y su familia. A su vera, una cuadra con tres caballerías, un mulo y dos caballos y dos corraleras con animales domésticos, gallinas, conejos; de todo ello se ocupaban el pequeño Mohamed y Naima. Por eso desistió de su primitiva idea de poner una pocilga, conocedor del rechazo y la repugnancia que producen los cerdos a los musulmanes.
Martí bendecía a diario el momento en que decidió hacerse con la propiedad de su esclavo. Era éste diligente, previsor y muy entendido en la labor de las nuevas viñas, así que la cosecha se presentaba espléndida. Por otra parte, a la compra del primer molino sucedió la de tres más, por los que pagó la exorbitante cantidad de setecientos mancusos, y la conducción de agua que Omar había diseñado hasta tal punto fue beneficiosa que mediante un sistema de compuertas pudo vender el codiciado riego a varios convecinos, que le pagaban en metálico circulante o mediante la cesión de parte de sus cosechas.
Martí estaba siempre ocupado. Atendía cualquier pleito que surgiera a propósito del uso del agua; se movía por los corrillos de comerciantes para olfatear nuevas oportunidades de negocio; visitaba a su consejero, el judío Baruj, o se iba a ver al canónigo Llobet, al que acribillaba a preguntas respecto a lo que le convenía hacer para medrar en su obsesiva idea de llegar algún día a ser ciudadano de pleno derecho de aquella ciudad cuyo pulso alteraba el suyo y que desde el primer día había conquistado su corazón.
Habían bajado ambos dando un paseo hasta la vera del mar, la tarde era espléndida y el movimiento de barcas entre las galeras y la playa descargando mercancías que llegaban de los más alejados puertos era incesante. El canónigo, siempre metido entre pergaminos, resmas de papiros y tinta, adoraba aquel inocente esparcimiento de los sábados y, acompañado por el hijo de su difunto amigo, se acercaba a la orilla del Mediterráneo y saturaba su olfato de los variados olores: salitre, brea, cáñamo, y de las más heterogéneas especies, sobre todo en la primavera, charlando, en el ínterin, de las más diversas cuestiones.
—Me decís que estáis satisfecho del cuerpo de casa que habéis adquirido.
—En efecto, Eudald. Ahora lo que me convendría sería hallar un ama de llaves que me aliviara de dirigir las pequeñas tareas domésticas que me restan tiempo para otras cosas y que supiera gobernar a la gente. ¿No conoceríais por un casual a alguien apropiado?
—Dejadme pensar, tal vez tenga a la persona.
—Os escucho.
—Tengo entre mis penitentes a una viuda de grandes prendas pero en precaria situación. Hace tres años su marido, que era cantero, murió aplastado por una gran piedra y su único hijo partió hace un año en una caravana que iba a Berbería y no ha regresado ni se ha sabido más de él.
—¿De qué vive en la actualidad?
—Podríamos decir que malvive de hacer un servicio aquí o allá haciendo faenas sueltas el día que hay suerte y si no la hay, acudiendo para ayudarme a repartir a los menesterosos la sopa de los pobres en la Pia Almoina todos los días y auxiliándome para organizar todo aquello. Es una mujer muy capaz, de una honradez acrisolada, y además tiene dotes de mando.
—¿Cuál es su nombre?
—Caterina. Llegó de una aldea del norte con su padre; aquí conoció a su marido y luego de contraer matrimonio se establecieron en la ciudad. La vida no ha sido fácil para ella y creo que os vendría como anillo al dedo.
—Hablad con ella, y si la adornan la mitad de las virtudes que me habéis anunciado, decidle que ya tiene casa.
De un tema pasaban a otro y las tardes volaban para ambos. Aquel día a Martín le bullía en la cabeza otro tema que quería consultar con su amigo.
—Se me ha ocurrido una idea que de ser factible creo me rendiría grandes beneficios.
—Decidme, ¿cuál es esa idea?
—Veréis, Eudald. Me han dicho que hay muchos bienes de los que adornan las moradas de nuestros ciudadanos más prósperos que éstos sólo pueden adquirir cuando alguna nave genovesa o pisana las trae a nuestras costas, y que a veces lo hacen, no porque son las que ellos buscan, sino porque son las únicas que hay. Pienso que si estos ciudadanos supieran que estas piezas podrían encontrarse en algún lugar de nuestra ciudad no dudarían en hacerse con ellas aquí. Yo, sabiendo qué es lo que más reclaman nuestros clientes, podría comprarlas en su lugar de origen a buen precio y venderlas a uno muy superior, con una excelente ganancia. Ya he hablado de esto con Baruj y él lo aprueba.
—¡Por mis barbas que me asombráis! Vuestro padre fue un guerrero osado, pero vos me estáis resultando un hombre de paz intrépido. No me atrevo a adivinar hasta dónde os conducirá vuestro buen olfato.
—Únicamente me asalta una duda.
—¿Cuál?
—Imagino que habrá alguien en la corte que deberá autorizar un proyecto de tal envergadura, me será difícil llegar hasta él.
El arcediano se acarició la poblada barba.
—Quien debe autorizaros a poner en marcha vuestro propósito es Bernat Montcusí, prohom de Barcelona. Creo que ya os he hablado de él en alguna ocasión. Además de ocuparse de todo lo relativo al abastecimiento de la ciudad, es uno de los privados del conde: no es amigo mío, su talante me desagrada, pero tengo con él alguna influencia, acostumbra a acudir a mi confesionario a arreglar sus cuentas con Dios. Descuidad que yo sabré mover los hilos para que lo conozcáis, aunque debo reconocer que es hombre adusto y muy ocupado.
Martí contuvo un instante la respiración e intuyó que el viento del destino soplaba de nuevo hinchando sus velas.