Barcelona, mayo de 1052
El obispo Guillem de Balsareny llegó a Barcelona con el ánimo alterado. La doble misión que el Santo Padre le había encomendado era en verdad espinosa. Buen conocedor de las flaquezas humanas era consciente de que si el intentar contradecir a un hombre cuando se encelaba era ardua tarea, se convertía en algo imposible si éste además era un príncipe todopoderoso acostumbrado a hacer su real gana, habituado al halago fácil de los cortesanos y a disponer de honras y haciendas. Su séquito se detuvo a las puertas del Palacio Condal y después de encomendarse a María Santísima se dispuso a afrontar su complicada misión.
Al distinguir la enseña de su carruaje y el inconfundible tiro de las cuatro mulas blancas, el oficial formó la guardia, ante la evidente incomodidad del abad. Al punto apareció en la puerta el camarlengo de cámara que aquel día estaba de servicio. El obispo Guillem descendió al punto del carruaje ayudado por el postillón, que se había precipitado a colocar a sus pies una peana para facilitarle el descenso. Ascendió lentamente la escalinata del palacio viejo apoyado en la cruz abacial y, conducido por un paje, fue introducido en la sala de espera del salón del trono en tanto el camarlengo anunciaba su visita. Salió el hombre al punto excusando la espera.
—Señor obispo, de haber sabido que veníais os hubiéramos recibido de inmediato.
—No importa. Si mi hábito no me inspirara la virtud de la paciencia no sería digno de llevarlo.
—El conde ha ordenado que entréis en cuanto haya despachado con el Comes Consili. La sesión está a punto de terminar.
El prelado se acomodó en el tapizado banco de los visitantes distinguidos. Al poco el ujier le vino a buscar. Las puertas se abrieron; una voz anunció su entrada y, con paso lento y solemne, siempre apoyado en su báculo, el obispo Guillem de Balsareny atravesó la estancia y se encontró ante Ramón Berenguer I, conde de Barcelona. Llegado a su altura se inclinó respetuosamente sin asomo de servilismo y aguardó, como dictaba el protocolo, a que el conde le dirigiera la palabra.
Ramón Berenguer se dirigió a él en tono eufórico.
—Bienvenido, Guillem. Tomad asiento y decidme, ¿qué oportuna circunstancia ha motivado que abandonéis vuestro retiro de Vic y os adentréis en esta atareada Barcelona que tan incómoda os resulta? Además, parecéis haber adivinado mis deseos, pues era mi intención convocaros en breve.
El obispo, recogiendo el vuelo de su hábito, tomó asiento en el sitial que un paje había acercado y, aprovechando el pie que le daba el conde, respondió:
—No sabéis cuánto me alegro, conde. Espero que esta coincidencia sea augurio de buen entendimiento.
Un imperceptible alzamiento de cejas avisó al prelado de que Berenguer intuía algo y se colocaba a la defensiva.
—Explicaos, Guillem.
El obispo intentó sondear las intenciones del conde con prudencia.
—Algo me dice que no es casualidad la necesidad de mi presencia y vuestra intención de convocarme.
—Ignoro vuestra finalidad; hablad y os diré después si coinciden los intereses de ambos, o más bien difieren, aunque del mismo asunto se trate.
El obispo Guillem se dispuso a iniciar el diálogo sobre el espinoso asunto que le había traído hasta la corte.
—Como gustéis, conde. Ha llegado a oídos de la Santa Madre Iglesia que estáis a punto de cometer uno de los más grandes dislates que pueda cometer príncipe alguno, cristiano y siervo del Papa.
—¿Cuál es este desafuero al que aludís? —preguntó, displicente, Ramón Berenguer.
—Desde el momento en que no os alarmáis algo me dice que sabéis a qué me refiero.
—Obispo, no nos andemos con subterfugios. Ambos sabemos la historia y mejor será que afrontemos los hechos como hombres de mundo.
—Está bien —dijo el abad, dejando escapar un suspiro—. Era mi intención obrar con prudencia y diplomacia, mas si preferís que vaya directo al grano así lo haré. Se me ha ordenado directamente desde Roma que, como representante del Santo Padre, acuda ante vos y os ruegue que apartéis de vuestra mente la descabellada idea de repudiar a doña Blanca para amancebaros con la esposa actual del conde Ponce de Tolosa.
Pese a que ya esperaba algo semejante, la claridad del prelado sorprendió al conde, que se revolvió colérico.
—¿Qué es lo que induce a Roma a inmiscuirse en asuntos que únicamente a mí me atañen, y más aún hacerlo cuando todavía nada ha sucedido?
La voz del obispo sonó paciente.
—Vos sabéis que sí ha sucedido y que se ha urdido un plan que incluye varias perversiones. Para empezar, el inmerecido repudio de una esposa a la que desposasteis apenas hace un año. Luego, intentar arrebatar la mujer a un conde que tuvo la gentileza de recibiros como huésped en su castillo para terminar amancebándoos con ella, ya que ésta y no otra es la última intención que preside este malhadado asunto.
La voz de Ramón, aunque contenida, tenía un matiz amenazador.
—En primer lugar, debo deciros que creo me corresponde por derecho gobernar por vez primera mi vida en cuanto a mis afectos se refiere. Roma sabe que he sido un súbdito fiel que ha sacrificado gran parte de su juventud en beneficio de la conveniencia política del condado y que ha tenido muy en cuenta los intereses de la Iglesia. He tomado esposa en dos ocasiones a gusto y complacencia de mi abuela, que tan buenos tratos mantiene con Roma. En segundo lugar, Roma no puede conocer mis intenciones por bien informada que esté. Como cualquier príncipe de la cristiandad pretendo que mi matrimonio actual sea anulado, al igual que el de la condesa Almodis, algo que, por cierto, Roma ya ha hecho en su caso en dos ocasiones y que es plato común entre las casas nobles de toda la cristiandad. No creo merecer por parte del Papa un trato menos favorable y discriminatorio.
—Conde, entiendo vuestras razones, pero creo que estáis colocando el carro delante de los bueyes. Respeto que, pese a lo anómalo de la situación, deseéis divorciaros tras tan corto tiempo; nadie sabe lo que acontece tras las paredes de la alcoba nupcial, pero debéis observar las reglas canónicas y aportar al tribunal correspondiente las pruebas o al menos los argumentos para ello. Una vez conseguida la anulación, entendemos que dada vuestra juventud queráis tomar de nuevo esposa; pero entended que el hecho no debe ocasionar menoscabo a la cristiandad dando un ejemplo deleznable e intentando robarle la mujer a otro conde, que por otra parte es fiel súbdito de Roma.
—Mi buen obispo, como buen hombre de Iglesia poco entendéis de pasiones humanas. Podréis tener la teoría de las cosas pero qué poco sabéis del infierno que representa estar enamorado de una mujer y tener que compartir el tálamo con otra.
—Comprendo vuestro problema, pero hace un año no erais precisamente un niño y ante toda la cristiandad aceptasteis un compromiso que implicaba a varias partes. Como hombre y como príncipe no podéis ahora desdeciros del mismo por un capricho que tal vez sea pasajero. Los príncipes gozan de muchos privilegios, pero asimismo adquieren, por serlo, otras responsabilidades de las que carece un hombre del pueblo.
Ramón se engalló.
—¡Roma no se ocupó de mí cuando autorizó mi primer matrimonio siendo yo aún menor de edad! Y, además, ¿qué sabréis vos, Guillem, de caprichos y de pasiones? Me casaron con Elisabet de Barcelona siendo casi púber, hasta el extremo que hasta años después no pude consumar el matrimonio; enviudé, y mi abuela Ermesenda, a la que como sabéis es difícil llevar la contraria, escogió para mí una condesa: Blanca de Ampurias, que jamás me despertó sentimiento alguno. Acepté, más por sus conveniencias políticas que por las mías; a mi abuela le interesaba, como titular regente de Gerona, estar a bien con Ampurias. Yo nada ganaba en el envite y cedí porque nada me importaba, ya que nunca había conocido el verdadero amor. Ahora, y gracias a un bendito viaje del que jamás podré arrepentirme, el dardo de Cupido se me ha clavado en el pecho. Si únicamente hubiera sido yo el herido, tal vez desistiría, pero el caso es que a la condesa de Tolosa y a mí nos asaltó el mismo sentimiento. Os juro que en esta ocasión no voy a renunciar al amor, pese a quien pese.
El obispo mansamente argumentó:
—¿Sois consciente de que os estáis jugando el reino?
—Todos los condados del mundo me jugaría de ser necesario.
—No me refiero a reinos de este mundo, me refiero al reino de los cielos.
—Os voy a decir algo, mi buen Guillem. El señor dijo a Lázaro: «Levántate y anda», ¿no es así? Pues debería haberle dicho: «Levántate y habla». Así nos habríamos podido enterar de dónde está y en qué consiste el reino de los cielos. Los islamitas al menos lo tienen muy claro; a los cristianos no nos han hablado de huríes, ni de prados verdes, y la verdad no me veo sobre una nube entonando salmos. Por el momento he encontrado la gloria junto a la condesa Almodis, y he sabido lo que es el goce supremo en este mundo. Y pese a quien pese, y por inconvenientes y obstáculos que tenga que vencer, decid a quien corresponda que no pienso renunciar a ella —remachó Ramón, consciente de que, mientras mantenían esta entrevista, su fiel caballero Gilbert d'Estruc detallaba a la condesa de Tolosa los planes de su huida.