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El plan

Tolosa, mayo de 1052

Un joven monje que frisaría la treintena, jinete en una mula y con un distintivo blanco anudado en el brazo derecho, estaba detenido junto al estribo de la fortaleza del conde de Tolosa, aguardando que el puente levadizo se abatiera y le dieran alojamiento aquella noche. Todo transcurrió según lo previsto: tras desmontar la mula, entregar el ronzal a un mozo y darse a conocer al sargento de guardia, fue acompañado por un subalterno hasta el cubículo donde debería pernoctar. Al aviso de la campana acudió sin demora al refectorio, donde frailes y soldados exentos de servicio compartían las viandas de la cena. Se acomodó en un rincón del recinto destinado a los transeúntes, y aguardó tranquilamente a la persona que debía acudir a su encuentro.

Había ya dado cuenta de la modesta escudilla que le habían servido cuando su aguda vista distinguió a la entrada del amplio comedor la figura desmedrada y enteca del personaje que sin duda le aguardaba; éste a su vez lo divisó y sorteando mesas y obstáculos que, dado su diminuto tamaño, eran verdaderas montañas, se acercó a su lado y se encaramó más que se sentó en el banco que quedaba a su derecha, apartado de la ruidosa compañía.

—¿Qué tal viaje habéis tenido, señor?

—Bueno hasta los Pirineos. El paso del puerto, vestido de esta guisa y con la montura que me han asignado, ha sido un tanto dificultoso, pero lo importante es que ya estoy aquí.

—Sed bien llegado; creed que la condesa no ha dejado de martirizarme ni un solo día de estos cinco meses: me ha hecho subir hasta lo alto de la fortaleza una y otra vez y hasta que he distinguido la cinta anudada a vuestro brazo y he descendido a comunicarle la noticia, no me ha dejado vivir. Los días se me han hecho eternos y más de una vez he pagado su mal humor. Si alguien se alegra en verdad de vuestra llegada es el que os habla.

—No creas que es fácil coordinar tantos cabos sueltos. Mi señor es un hombre muy ocupado, pero lo importante es que estoy aquí con órdenes precisas para poner en marcha el proyecto.

—El plan ha de ser seguro. Por parte de la condesa no existe posible retorno; vuestra paternidad y los hombres que intervengan, caso de fracasar, deberían arrostrar la ira del conde en cuanto llegaran a Barcelona, pero mi señora caería en el mayor de los desprestigios y a mí me cortarían sin duda la cabeza. Y a fe que con el paso del tiempo le he cogido afecto —dijo el enano, medio en broma, medio en serio.

—Si tú y tu ama cumplís vuestra parte, contad que ya estáis en el palacio de mi señor; si algo falla, vive Dios que no será por nuestra culpa.

—Bien, aunque la confianza que tiene en mí es infinita, en ocasión tan excepcional quiere oír de vuestros labios el conjunto de ardides que se han preparado.

—Por supuesto. Dime cuándo y dónde.

—Ahora es el momento. Mi ama se ha retirado a su gabinete y tiene costumbre, cuando así le place, de recibir a gentes de otras tierras que le traen noticias y novedades del mundo exterior.

—Pues entonces no perdamos más tiempo.

El enano saltó ágilmente de su asiento y, tomando la delantera, indicó el camino.

—Seguidme.

Discretamente salieron del concurrido comedor sin despertar curiosidad alguna, dado que los presentes estaban ocupados en yantar, en jugar a las tabas o en juntarse en corros más o menos grandes y comentar las novedades del día o escuchar las nuevas traídas por algún viajero recién llegado.

El hombrecillo, que conocía los recovecos del alcázar como el forro de sus diminutos bolsillos, condujo al monje hasta las habitaciones de la condesa.

Al oír el sonido de los cascabeles del gorrillo del jorobado, la guardia no se inmutó: conocían la libertad con la que se movía Delfín y habían aprendido a evitar cualquier roce con el influyente enano; dejaron, pues, paso franco al menudo personaje en tanto el monje aguardaba en el pasillo junto a la estancia. El enano desapareció tras los espesos cortinajes, que tras la puerta impedían las corrientes de aire y amortiguaban el sonido de las conversaciones, para reaparecer al instante.

—La señora os aguarda, acompañadme.

Con paso firme que denotaba su marcial apostura, Gilbert d'Estruc, el hombre de confianza de Ramón Berenguer, pues no otro era el monje, se adentró en el gabinete privado de Almodis de la Marca, señora de Tolosa.

La condesa, cosa totalmente inusual, aguardaba en pie en medio de la estancia estrujando en sus manos un diminuto pañuelo que denunciaba la desazón con la que había esperado aquel encuentro.

El supuesto monje hincó su rodilla ante la dama.

—Alzaos, señor, he aguardado vuestra llegada con la desazón del náufrago que ve en la lejanía la silueta de la costa. No perdamos el tiempo en vanos protocolos. Seguidme; en mi gabinete estaremos mejor y más seguros.

El monje siguió a la señora admirando su apostura y la osadía con la que había entrado en materia. El hombrecillo estaba a punto de retirarse.

—Delfín, alcanza un escabel y siéntate junto a nosotros. Quiero que estés al tanto de todo lo que yo sepa y espero de tu percepción que captes cualquier matiz que me pase inadvertido.

El enano arrastró con esfuerzo un asiento y se acomodó junto a su señora. Gilbert d'Estruc lo hizo frente a ella.

—He esperado este día desde que vuestro señor partió y estoy dispuesta a todo; decid lo que debo hacer.

—Veréis, señora, voy a relataros punto por punto lo que debéis conocer. Cosas habrá que por vuestra seguridad no os podré explicar y que iréis sabiendo a medida que la trama del plan urdido se vaya cubriendo.

—Si así lo ha determinado vuestro señor, que así sea —cedió Almodis—. Hablad.

—Tenéis el verano para cumplir la parte que os corresponde. En caso de que no podáis prepararos, deberéis decírmelo para que a mi vez pueda retrasar otros asuntos: todo deberá desarrollarse como una cadena en cuya secuencia no puede fallar eslabón alguno. Si no estáis de acuerdo con algún detalle del plan o lo veis como algo imposible, os ruego que no dudéis en comunicármelo.

—Os escucho —dijo Almodis, que apenas conseguía disimular su impaciencia.

—En la fecha que me indiquéis, pasado el verano, deberéis partir, con el séquito más reducido que podáis, a visitar a alguna dama o pariente de un castillo que se halle a más de cincuenta leguas y cuyo camino transcurra por el extenso bosque de Cerignac, que se extiende entre Tolosa y Narbona a la altura de Raveil. Llevaréis poca escolta y os acompañarán las damas que escojáis, que habrán de ser de vuestra absoluta confianza. En el pescante, un cochero; y el postillón irá montado en el caballo guía. En cuanto a la escolta, insisto en este punto, procurad que sea lo menos numerosa posible.

—Y si mi esposo me asigna más soldados de los convenientes, ¿qué debo hacer?

—Todo está previsto, señora. Si tal ocurre, tendréis que lucir vuestras dotes de comediante.

—Si no os explicáis mejor, me cuesta entenderos.

—Veréis, señora. En un punto exacto en medio de la floresta os aguardarán los caballeros de mi señor, emboscados y vestidos como vulgares bandoleros. Dos lazos anularán al cochero y al postillón, y en tanto dos caballeros sujetan las riendas del tronco de caballos, tres más se acercarán a la portezuela de vuestro carruaje y otros varios cortarán la retirada.

Almodis negó con la cabeza.

—Mi escolta peleará hasta la muerte.

—Ahí es donde luciréis vuestras dotes de comediante. Se os sacará violentamente del coche y se os pondrá un cuchillo en el pecho. Si vuestra escolta es inteligente no se moverá creyendo que su señora está en peligro de muerte. Después se desenganchará el tiro de caballos y se les ahuyentará con un par de antorchas. Entonces el grupo partirá con vos, Delfín y las damas que designéis, cuyo número deberéis decirme antes de mi partida. A vuestra escolta se le hará creer que se trata de una partida de bandoleros de los muchos que frecuentan aquellos parajes en busca de un buen rescate. Y en cuanto vuestro esposo reciba la nueva no moverá pieza alguna, aguardando que se le haga llegar el precio de dicho rescate. Intentar enviar hombres tras nuestras huellas será tarea imposible: el suelo es rocoso y la zona está llena de cuevas y escondrijos. Todo ello nos dará el tiempo suficiente para llevar a cabo la segunda parte del plan.

—¿Cuál es esa segunda parte, mi señor?

—No estoy autorizado para revelárosla, pero tened confianza, pues lo más dificultoso ya estará hecho.

—¿Y si la escolta lucha?

—Los caballeros que envía mi señor son lo más granado del condado. Vuestros soldados, entregados desde hace tiempo a la inactividad, entre la guardia de vuestro castillo y las cacerías, no serán enemigo de consideración para el aguerrido grupo que envía mi señor, acostumbrado a pelear en las fronteras del condado, ya contra el moro de Lérida ya contra el de Tortosa. Tened confianza, señora: todo está previsto.