Barcelona, mayo de 1052
Martí estaba sumido en un profundo desconcierto. La convicción de que su padre le había abandonado a su suerte para vivir la vida que le era grata se había resquebrajado y desmoronado como un castillo de arena. A través de los últimos testimonios había llegado a varias conclusiones: la primera, que lo que hizo su progenitor no fue otra cosa que cumplir con un deber que le vino impuesto por pactos y acuerdos llevados a cabo por sus antepasados y que su honra le impelió a obedecer; además, y al contrario de todos los hombres de armas de su tiempo, fue, dentro de la concepción que de la guerra se tenía, un hombre de honor que procuró ejercer su duro oficio sin caer en bárbaras costumbres. La segunda, que ni tan siquiera quiso enriquecerse a su beneficio y que todos sus logros los había acumulado pensando en aquel hijo al que apenas conocía.
Una única recomendación había indicado en su testamento, y fue que honrara su memoria haciendo, con el legado, obras dignas para resarcir el daño que por su oficio hubiera podido inferir a otras personas. Podía decirse que, gracias al esfuerzo de su progenitor, podría comenzar con ventaja una aventura en aquella apasionante ciudad, algo que jamás hubiera podido imaginar ni en sus sueños más felices.
Cinco días hacía que había llegado a Barcelona cargado de ilusiones, con pocos dineros, un anillo y una carta de presentación, y a día de hoy podía decirse que era un hombre afortunado. En tanto ordenaba sus ideas tomó dos decisiones. En primer lugar, se dispuso a enviar un mensajero para comunicar a su madre tan buena nueva, a fin de que la mujer paliara sus rencores; luego encargó al arcediano Llobet cien misas por el descanso eterno del alma de su padre. Cumplidas ambas tareas y antes de pensar a qué finalidades destinaría su recién adquirida fortuna, se planteó cuál era la mejor manera de guardarla, pues aquel patrimonio no podía ir dando tumbos en sus alforjas mucho tiempo más. Para ello pidió ayuda al anciano Benvenist, sabedor de que su honradez estaba avalada por la confianza que en él había depositado su padre.
—Veo que os gusta madrugar y que tenéis ligero el sueño —le saludó el cambista, tras recibirle a la puerta de su casa.
—Decid mejor que no lo he conciliado. Es difícil asimilar tanta revelación como la que me prodigasteis antes de ayer: esta mañana llegué a creer que todo había sido un sueño.
El anciano tomó del brazo a Martí y le condujo hacia su gabinete, donde ambos se acomodaron.
—Pues no, querido amigo, no ha sido un sueño. Veréis, cuando vayáis poniendo años, cómo esas cosas singulares que cambian el rumbo de una vida no suceden a menudo, pero suceden y aprenderéis a no asombraros. La compasión de Yahvé alcanza a todos los hombres.
—Esta nueva situación me desborda, aunque pienso que me acostumbraré: es mucho más fácil amoldarse a ser rico que, siéndolo, habituarse a ser pobre.
—No lo creáis: ser rico de repente conlleva ciertos peligros, si no se tiene la cabeza bien asentada en los hombros.
—No temáis por ello, he sido siempre fiel cumplidor de mis compromisos y los deseos de mi padre pesarán sobre mí como una losa.
Benvenist lo observó con atención.
—Bien, vayamos a lo que nos ocupa. En primer lugar, ¿qué queréis hacer con vuestro dinero en cuanto a su salvaguardia se refiere? Hasta que lo tengáis decidido no podéis andar por el mundo con él encima.
—Por eso estoy aquí. Mi deseo sería que vos lo custodiarais en tanto tomo las decisiones pertinentes. También desearía vuestro consejo; creo que en la herencia de mi padre éste iba incluido.
—Me honráis, pero es mi obligación recordaros que soy judío.
—Eso para mí no sólo no es óbice, sino más bien cualidad. ¿No aconsejáis acaso a la casa condal? Soy un hombre de pueblo, pero aprendo rápidamente. Me limito a observar lo que hacen aquellos a los que debo imitar: si los más poderosos requieren los servicios de los judíos y les otorgan su confianza en cosas tan delicadas como la salud y la hacienda, ¿por qué no debo hacerlo yo?
El judío se acarició la barba con parsimonia.
—Está bien. Antes de preocuparnos de qué es lo que debéis hacer con él y las inversiones en las que os conviene diversificar vuestro capital, veamos primero dónde y cómo lo guardamos para que quede a buen recaudo y podáis disponer de él siempre, aunque yo no estuviere en la ciudad o en el caso peor de que algo me ocurriera.
—Y ¿qué es lo que aconsejáis?
—Si os parece bien, podríamos guardarlo en el sótano de mi casa, donde también guardo mis bienes. Es un lugar seguro y muy discreto, que casi nadie conoce, una tahona del tiempo de los romanos horadada en la piedra que yo amplié. Tanto que incluso nuestro conde, sea porque también lo cree, sea porque le interesa guardar algo lejos de la curiosidad, me confía asimismo sus caudales.
Martí sonrió.
—Me parece excelente lo que me proponéis, pero antes de llevar a cabo vuestra propuesta me interesaría concretar un poco qué creéis que debo hacer para llegar a ser un día ciudadano de hecho de Barcelona.
—Querido joven, vais muy deprisa. Ser ciudadano reconocido de esta urbe requiere en primer lugar tiempo, y en segundo, y durante el mismo, sentar las bases de honradez y laboriosidad necesarias para el reconocimiento de los demás moradores. Creedme que una cosa es ser vecino o habitante y otra ciudadano.
—Aclarádmelo, si no os importa —pidió Martí en tono obstinado.
—Veréis, en estos territorios es notoria la herencia visigoda y por ende romana. Puedo deciros que en los dominios que conformaron la Marca Hispánica van muy por delante, en cuanto a leyes, de los demás reinos peninsulares, tanto cristianos como moros. En el resto de reinos puede decirse que hay tres estamentos a considerar: el rey, la nobleza o si lo preferís los feudales, y el clero. Pues bien, en esta bendita tierra existe un cuarto poder, los ciudadanos, y a fe mía que cada día alcanzan cotas de mayor influencia. Es por ello por lo que conseguir la ciudadanía de pleno derecho, si no se ha nacido dentro de sus murallas, es un logro no precisamente fácil de alcanzar. ¿Me vais comprendiendo? Me atrevo a auspiciaros que llegará un tiempo en que ese título tendrá el mismo valor que tuvo en la antigüedad ser ciudadano de Roma.
Martí, que no había perdido detalle de la explicación del judío, se quedó un instante pensativo.
—Pero habrá un camino para los nacidos fuera de la ciudad.
—Lo hay, pero es largo y tortuoso y depende de muchos factores, entre ellos la suerte y desde luego el matrimonio con alguna mujer que tenga la categoría de ciudadana.
—Si otros lo han conseguido yo lo he de conseguir también, y en cuanto a suerte, vos me habéis demostrado que la fortuna, los astros o lo que sea me son propicios —repuso Martí, con una mezcla de ingenuidad y confianza en sí mismo.
El judío observó al joven con ojos escrutadores, luego las miríadas de finas arrugas de sus astutos ojos se distendieron y su boca ensayó una sonrisa.
—Me gusta la gente de vuestro talante: no sé si lo conseguiréis, pero lo que sí os auguro es que en el empeño seréis feliz.
—Jamás me han asustado los retos. Bien al contrario, me estimulan. Llevo trabajando toda la vida y no sé hacer otra cosa. La honradez, dadla por supuesta, y el tomar matrimonio es algo que tarde o temprano deberé considerar.
—El tiempo será el mejor valedor de vuestras palabras.
—Pasemos pues si os place a trazar el camino comenzando por el principio —dijo Martí en tono firme.
—Bien, vamos allá: en primer lugar debéis estableceros cuidando de aparentar la honorabilidad que requiere la consideración de vuestros vecinos, ello os ayudará a encontrar esposa. ¿Lo comprendéis?
Martí asintió con un leve movimiento de cabeza.
—Entonces hoy mismo, si os parece, os acompañaré al mercado de esclavos que se instala en el llano de la Boquería, extramuros, y escogeremos lo que más convenga para el servicio de vuestra casa, y de momento los dejaremos allí en custodia en tanto nos preocupamos de vuestro alojamiento.
—¿Esclavos decís? —Martí hizo un gesto de desagrado.
—Dará mucho más lustre a vuestro apellido tener esclavos además de siervos. Vuestros vecinos no entenderían que un hombre de rango careciera de esclavos. Además, tened por seguro que no os engañarán: uno de los principales mercaderes es pariente mío y os aconsejará un buen género. A la hora de comprar es importante tener en cuenta, amén de su utilidad, su salud y carácter y diferenciar claramente el trabajo al que deberán ser destinados.
—Bien —accedió Martí, algo a su pesar—, seguiré vuestra recomendación. En cuanto a la vivienda, ¿qué es lo que me aconsejáis?
—Hasta que encontremos lo que os conviene viviréis alquilando una mansión que cuadre a vuestras necesidades, en cuestión tan importante no conviene precipitarse. Pero no pongamos el carro delante de los bueyes y empecemos por el principio.
El judío se levantó de su asiento e indicó a Martí que lo siguiera. Martí inspeccionó el santuario de sus caudales y quedó satisfecho.
—Os doy las gracias y espero poder devolveros tanto favor algún día.
—Pues yo espero que ese día no llegue nunca.
—¿Por qué decís tal cosa? —replicó Martí, algo ofendido.
—Mala cosa es para los de mi raza tener que pedir favores a los cristianos de estos pagos.