Barcelona, mayo de 1052
Desde tiempo inmemorial los judíos de los diversos condados catalanes vivían apartados de los cristianos por múltiples razones. De una parte, los consejos de la Iglesia en este sentido eran tajantes: todo lo que pudiera contaminar la verdadera fe debía ser visto con recelo. A ello se añadía el hecho incuestionable de que de esta manera se podían prevenir los desmanes del populacho; cuando no se tenía a un chivo expiatorio para endilgarle cualquier desgracia (ya fuere una epidemia de peste, una plaga de langosta o un desastre de la naturaleza, como una sequía), siempre podía culparse a los judíos. Por otro lado, teniendo en cuenta que los mismos rendían grandes servicios al conde como cambistas, recaudadores de impuestos o físicos, su protección estaba más que justificada, y resultaba una tarea mucho más fácil si se los concentraba en un barrio que pudiera vigilarse.
Estas circunstancias se sumaban a otras atribuibles a la misma idiosincrasia del pueblo hebreo: ellos preferían vivir apartados, su religión era otra, sus costumbres distintas, y sabían que los cristianos los acusaban de haber crucificado a su Dios, lo que había marcado su relación con ellos, amén de que tampoco querían en modo alguno contaminar sus propias tradiciones tratando a los que ellos consideraban infieles, de no ser para negociar. Sus hábitos eran completamente endogámicos: se casaban entre ellos según su ritual, tenían sus sinagogas, sus casas de préstamos, sus micvá y sus alimentos, elaborados según los ritos kosher. Todo ello contribuía a que tuvieran fuertes lazos de hermandad y que fuera tarea imposible, para cualquiera ajeno a ellos, entrar como asociado en alguno de sus negocios o actividades. Los barrios donde estaban confinados en todos los territorios catalanes recibían el nombre de calls. Se accedía al de Barcelona a través del portal de Castellnou que, por lo mismo, también se llamaba del Call.
El viernes siguiente a la mañana del primer encuentro, Martí Barbany, acompañado del padre Llobet, se dirigía desde su alojamiento hacia la entrada del Call, el cual a aquella hora hervía de actividad. La vivienda, que se encontraba en la calle más cuidada, era una sólida casa edificada al modo de las residencias señoriales de los cristianos.
Constaba de dos cuerpos de diferentes alturas; la puerta del principal era un arco de medio punto ornado con piezas irregulares de mampostería, y a la altura del primer piso se podían ver dos grupos de cuatro ventanales germinados cerrados con vidrieras emplomadas que se repetían en el segundo en un solo conjunto sobre el que se asentaba la buhardilla, abierta al exterior sólo por tres amplios tragaluces. La cubierta era a una sola agua y estaba terminada con teja árabe. El cuerpo de la derecha, destinado sin duda al servicio de la casa, constaba de una puerta que daba a un patio interior al final del cual estaban las cuadras; en la parte superior se veía otro grupo de ventanas de menor rango y sobre ellas una galería de siete aberturas cuyas ocho columnas soportaban un tejadillo, también de teja árabe. Todos los accesos que daban paso a carros o galeras estaban protegidos por cantoneras de piedra para impedir que las ruedas de los carruajes dañaran el basamento.
Martí y el inmenso clérigo se acercaron al quicio de la puerta principal, y después de tirar de la cadena de la campanilla se dispusieron a esperar.
—¿Qué es eso? —inquirió el joven, señalando una disimulada portezuela situada en la parte superior derecha del dintel y que parecía ocultar un escondrijo.
—Es la trampilla que oculta la mezuzá.[5]
Algo iba a indagar Martí cuando la mirilla de la puerta se abrió y, tras la protectora rejilla de hierro, aparecieron los ojos inquisidores de un criado que los observaba con desconfianza.
—¿Quiénes sois y qué queréis?
—¿Está en la casa Baruj Benvenist? —le preguntó el padre Llobet.
—Depende.
—¿De qué?
—De quién lo busque y para qué.
El clérigo era consciente de las precauciones que tomaban los judíos del Call antes de abrir sus puertas a extraños. Sin embargo, Martí se sorprendió del trato desabrido del sirviente, ya que en los pueblos no sucedía lo mismo.
El arcediano, al percibir su extrañeza, consideró:
—No es manera de tratar a unos visitantes y no está en consonancia con la tradicional hospitalidad hebrea.
—Me limito a cumplir órdenes: los tiempos son difíciles. Ayer mismo hubo un muerto en una reyerta al lado mismo de esta casa. Yo sólo soy un fiel mandado.
—Está bien, decid a vuestro amo que, tal como quedamos, don Eudald Llobet viene acompañando al hijo de un buen cliente suyo.
—Tened la bondad de aguardar aquí.
El fámulo, antes de cerrar la mirilla y desaparecer, decidió mostrarse algo más respetuoso, pensando que si su patrono se había citado con aquellas gentes seguro que su rango, sobre todo el del clérigo, correspondía a personas de importancia, con lo que su desconfiado proceder podía causarle en breve embarazosas complicaciones. La espera fue corta, y tras un ruido de trajinar cerrojos y cadenas, una hoja del portal se abrió y apareció el sirviente exhibiendo un talante mucho más cordial que el que había mostrado momentos antes.
—Me dice el amo que os conduzca a su gabinete.
Pasaron los visitantes y, tras cerrar la puerta, el criado los guió a través de un largo pasillo hasta las dependencias del cambista, que ocupaban la parte posterior de la casa, mientras aprovechaba la circunstancia para excusar su anterior comportamiento.
—Entendedme, en los tiempos que corremos toda precaución es poca.
—No es necesario que os justifiquéis. Comprendemos perfectamente vuestra actitud y nos congratulamos de que mi dilecto amigo goce del afán de tan escrupuloso servidor.
El padre Llobet era partidario de granjearse las simpatías de los sirvientes, y había llegado a la conclusión de que en muchas ocasiones el mejor vehículo para abrir puertas eran los subalternos.
La estancia en la que fueron introducidos era amplia y estaba amueblada con un gusto exquisito. Delante de las estanterías atiborradas de pergaminos y textos talmúdicos se veía un atril de roble trabajado que soportaba una Torá ricamente taraceada en cuero y plata, y opuesta a él, simétricamente colocada al otro lado de la gran mesa de despacho, una menorá. Al fondo, tras el sitial del cambista finamente tapizado y repujado en buen cuero cordobés, sin duda traído de tierras de al-Andalus, se abría una ventana de tres cuerpos, desde la que se divisaba una extensión de terreno que parecía ser una plantación de frutales donde asomaba el brocal de un pozo artesano elevado sobre un alto sillar de piedra. El sirviente se retiró, dejándolos a la espera de que el atareado personaje viniera a su encuentro.
Los dos forasteros se miraron extrañados al oír desde el exterior una voz autoritaria, aunque amortiguada por los ricos cortinajes de la habitación y la cantidad de libros que guarnecían las paredes, que parecía reprender a otra persona. Luego llegó hasta ellos el rumor de unos pasos que se aproximaban y el roce de una tela gruesa y de calidad, y sin solución de continuidad, se abrió la puerta y apareció en su marco la figura de Baruj Benvenist. Era un hombre menudo y enteco, de piel muy blanca, ojillos sagaces, finas facciones, nariz que denotaba su origen hebreo y nívea barba. Traía fruncido el entrecejo y los observó detenidamente, con mal disimulada curiosidad, hasta que enfocó la imagen de Eudald Llobet, al que reconoció al instante. Entonces su expresión se relajó, tendió hacia el clérigo unas cuidadas y pequeñas manos que asomaron repentinamente de las anchas bocamangas de su hopalanda morada y se precipitó sobre el eclesiástico.
—¡Mi buen amigo! ¿Por qué me habéis castigado tanto tiempo sin vuestra impagable compañía? ¿Es que también vos huís acaso de los viejos amigos por sus creencias?
Los dos hombres se habían encontrado en el centro de la estancia y se tomaban las manos, según pudo observar Martí, con auténtico afecto. El contraste de la pareja era notable.
—De ninguna manera; lo que ocurre es que los días se suceden sin sentir y los trabajos nos agobian al punto de que carecemos de tiempo para dedicarlo a nuestros afectos. Sabéis que nada me puede complacer más que entablar una controversia con vuestra merced cualquier noche de verano tomando uno de vuestros excelentes caldos en vuestra incomparable terraza.
—En eso aventajamos a los mahometanos, cuyo Corán prohíbe las bebidas fermentadas. Y os digo lo mismo: es difícil encontrar un adversario de vuestra talla para debatir temas de altura y lograrlo, aunque las espadas queden en alto, es néctar divino para el intelecto. Sin embargo, envidio vuestro celibato: mi tiempo está limitado por una esposa y tres hijas que son la reencarnación de Lilith y que parecen conchabadas contra mi persona. Creed que cuando me han anunciado vuestra visita tenía un auténtico problema doméstico. La pequeña es un torbellino y su madre se pone indefectiblemente de su parte en contra de mi autoridad. ¡Hasta Job debía de tener sus limitaciones! A veces me siento acorralado en mi propia casa… Pero perdonadme la digresión, presentadme por favor a vuestro joven amigo y sentaos. Malparada está quedando hoy mi hospitalidad ante sus ojos.
—Bien, aproximaos, Martí.
Al punto, el joven se acercó a la pareja que se hallaba en medio de la estancia. El sacerdote, tomándolo afectuosamente por el hombro derecho, anunció:
—Martí Barbany, hijo de Guillem Barbany de Gorb. Por lo que yo sé, vos tenéis su testamento.
El anciano judío tomó la mano derecha del joven entre las suyas y examinó despacio su rostro, entornando sus astutos ojillos como para ajustar la perspectiva.
—¡Por los benditos nombres de Adonai! Muchos testamentos me han sido confiados y mi memoria no da para almacenarlos todos, pero el de vuestro padre fue tan singular que quedó grabado en mi recuerdo con letras de fuego. Pero acomodaos; intuyo que nuestra charla de hoy puede alargarse sobremanera.
Baruj ocupó el sitial tras la mesa y los visitantes se instalaron frente a él, en dos sillas de igual calidad.
El viejo cambista se acomodó, cruzó los brazos y, escondiendo sus pequeñas manos en las bocamangas, entornó los párpados como aquel que hace un esfuerzo por recordar.
Martí no podía contener los nervios, sabedor de que con toda seguridad su futuro dependía de las palabras de aquel hombre.
—Veréis, amigo mío, recuerdo vivamente aquella tarde. Llovía a mares, los caños de agua que vomitaban las gárgolas producían auténticos boquetes en el suelo formando gigantescas pozas, las gentes se resguardaban en sus casas y a mí me extrañó que alguien, en medio de aquel diluvio, anunciara su visita, y así se lo hice saber. Luego pregunté a vuestro padre por qué yo era el escogido. Él era un goim,[6] y me pareció extraño que recurriera a un humilde dayan[7] del Call de Barcelona, sobre todo con aquellas prisas, en vez de requerir para lo que hubiere menester a un escribano de la ciudad. Otra cosa hubiera sido de haber venido en busca de consejo médico, pues la fama de los físicos hebreos es notable y hasta el conde usa nuestros servicios. Mis oídos recuerdan, como si hubiera sido ayer mismo, su respuesta.
A lo primero respondió: "Soy un soldado, estoy de paso, carezco de tiempo y no desearía que el fruto de mis años de servicio en la frontera, que he ganado con mi sangre, fuera a parar a las manos de un deshonesto escribiente; no únicamente son mejores los físicos judíos, pues a pesar de que sé lo dura que puede llegar a ser una transacción con gente de vuestra raza, me consta lo serios que son en los negocios y el respeto que muestran en lo tocante a cumplir las disposiciones de los difuntos. Por eso he decidido haceros depositario de mis bienes, pues no me fío de escribientes venales, que son los que más abundan, y no me sobra tiempo para dedicarlo a encontrar a alguien que me inspire la confianza que vos me inspiráis y cuya fama sea tan notoria como la vuestra al punto que ha trascendido las fronteras". ¿Quién no se habría sentido abrumado ante tal cúmulo de parabienes? "Me halagáis", respondí, "y no creo merecer tanto elogio, pero os agradezco la opinión que tenéis de los de mi raza. Si fuera compartida por todos los cristianos, nuestra vida sería mucho más placentera y asimismo, menos peligrosa". Éstas fueron más o menos sus palabras y las mías, de esta manera comenzó nuestra larga conversación de aquella tarde. Vuestro progenitor me confió un extraño testamento, que se haría efectivo cuando su heredero compareciera llevando el anillo que lo identificaría y una llave. Por eso recuerdo vivamente aquella circunstancia, pero en cuanto a la exactitud de las condiciones, dejadme que busque el rollo correspondiente y os lo lea al pie de la letra. Mi memoria me juega a veces malas pasadas y no quisiera caer en inexactitudes: son muchos los legajos que veo a lo largo de los días y su cantidad rebosa en mucho mis capacidades.
—Pero ¿por qué decís que fue un testamento raro?
—Cuando os haya leído sus disposiciones entenderéis el porqué de mis palabras.
Benvenist se levantó de su asiento y se dirigió a uno de los armarios del despacho, extrajo un arillo lleno de llaves del fondo del bolsillo de su ropón, escogió una, la introdujo en la cerradura del mueble y dio medio giro. El sordo ruido de la falleba al desplazarse tronó en los oídos de Martí, tal era el ansia que le invadía en aquellos momentos; después, el hombre abrió la hoja derecha del mueble y mostró una hilera de estantes en los que se acumulaban en aparente desorden pergaminos de distintos tamaños. Benvenist rebuscó entre ellos hasta que extrajo uno, cerrado con un sello de lacre.
—Este documento trae a mi memoria un sinfín de recuerdos. Si sois tan amable, permitidme vuestro anillo.
Martí, extrañado ante la demanda del anciano y sin dejar de observar su rostro, se sacó del anular de su zurda el sello y, a través de la mesa, se lo entregó. Benvenist se excusó:
—Como comprenderéis es un mero formulismo pero la confianza otorgada a mi persona por vuestro padre exige que mi comportamiento se ajuste exactamente a lo que marca la ley y sea particularmente meticuloso.
Tras este preámbulo, abrió una escribanía y de ella tomó una barra de lacre que calentó en el pabilo encendido de una candela; una vez reblandecido lo hizo gotear sobre una superficie de vitela blanca, y tomando la sortija por el arillo la presionó sobre el derretido material, haciendo una copia exacta de su huecograbado. A continuación comparó la huella de los dos sellos. Entonces, como si buscara el consentimiento del canónigo, le mostró el resultado.
—Ved que ambos precintos son exactos. Ahora podemos abrir el documento. Sed vos mismo el que rompa el sello. Al fin y a la postre, a vos está destinado el contenido del pergamino.
Tras pronunciar estas palabras entregó a Martí una pequeña daga, en cuyo mango de marfil tenía grabada una estrella de David, y con una inclinación de cabeza le indicó que procediera. Martí, sin dejar de pensar en lo mucho que estaba cambiando su vida, tomó la daga, rasgó el sello y abrió lo que podría ser su caja de Pandora, devolviendo al judío el pergamino abierto.
El anfitrión de la casa lo cogió con la mano derecha y asió con la zurda el mango de una lente hecha con un topacio amarillo; se la acercó al ojo derecho y se dispuso a leer con voz lenta y grave, de persona acostumbrada a hacerlo en público. Procuraba marcar las inflexiones para que los oyentes captaran la importancia y el significado del documento.
Hoy día del Señor de 3 de mayo de 1037
Yo, Guillem Barbany de Gorb, en pleno uso de mis facultades y mi libre albedrío, sin presión alguna y por mi único deseo, confío en esta acta mis últimas voluntades al "dayan" del "Call" de la ciudad de Barcelona, Baruj Benvenist. Para que llegado el tiempo las haga llegar a mi único hijo Martí Barbany de Montgrí, en su mayoría de edad y después de comprobar que es él en persona quien ha recabado la apertura de éste mi testamento.
En este punto el cambista se extendió en aclarar los términos en que quedaba la posesión de las tierras de Empúries, aportando el justificante de las mismas otorgado por el antiguo conde a cambio del vasallaje prestado por la familia Barbany a lo largo de tres generaciones. Asimismo quedaba aclarada la situación de uso y disfrute de dichas tierras para que su mujer gozase en vida de los frutos de las cosechas de los campos, aunque la potestad de poder venderlas quedaba condicionada a la aprobación de Martí.
Hasta aquí no había nada extraño en el documento. Martí ya conocía estas disposiciones a través de la carta que le había entregado el padre Llobet, y por lo tanto no alcanzaba a comprender lo que tuviere de peregrino para haber quedado marcado de tal modo en la memoria del judío. La pausa del hombre y el hecho de que alzara la vista del pergamino para llamar su atención le hizo suponer que el nudo del asunto estaba a punto de llegar. Y así fue.
Dado que lo hasta ahora testado no difiere en nada de lo que pudiera determinar cualquier buen padre de familia, paso a explicar los motivos que me han impulsado a obrar de esta manera, así como los bienes que me han correspondido a lo largo de mi agitada existencia y que me han obligado a confiar lo que otorgo a continuación en las manos del "dayan" del "Call" de Barcelona, Baruj Benvenist.
En mis largos años de servicio en la hueste del conde de Barcelona, ya sea a sus órdenes o a las de Ermesenda de Carcasona, regente en dos ocasiones (tutelando en primer lugar la minoría de edad de su hijo, Berenguer Ramón I, y luego la de su nieto, Ramón Berenguer I), alcancé el cargo de guía de milicia de a pie por méritos en combate, lo que me concedió acceso al reparto de los botines y capturas correspondientes. Dichos bienes me pertenecen por derecho, y los ahorré y conservé para cumplir con mi hijo para que, por si acaso alguien se los reclamase, cosa harto improbable, pueda demostrar que lo que posee es suyo por herencia y que el compromiso de "convenientia" que alcanzaba a la tercera generación ha caducado conmigo. Deseo que este patrimonio le sirva para rescatar su vida de la servidumbre en que ha quedado la mía, y habida cuenta de que la existencia de un soldado le impide cautelar y ocuparse de bienes inmuebles y que lo único que puede controlar es aquello que puede tener cerca, tuve la oportunidad de hacerme, hace muchos años, con la valija apropiada para guardar cuantas cosas me correspondieran en los repartos de botines de guerra. Esto es, hijo mío, lo que he podido conservar a lo largo de todos estos años y lo que puedo entregarte como legado. Dadas las penurias que he pasado, me enorgullezco de mi esfuerzo sabiendo que todo ello habrá servido para convertirte, si lo administras con tiento, en un hombre libre y respetado, que tal vez, con el tiempo, llegue a ser uno de los "prohoms" de Barcelona.[8] Todo ello ha quedado en poder de Baruj Benvenist y a él corresponde entregártelo. Espero que mi decisión sea la apropiada y que hagas buen uso de mi esfuerzo para de esta manera compensar los años que como padre te he escatimado.
Adiós, hijo mío. Cuando leas este documento, ya no estaré en este mundo. Reza mucho por el descanso eterno de mi alma.
Guillem Barbany de Gorb
A continuación y al margen en vertical, se veía la complicada rúbrica de Baruj Benvenist.
Tras escuchar las palabras del judío, Martí reclamó el testamento a fin de releerlo personalmente. Se quedó unos instantes pensativo, entregó la vitela al padre Llobet para que él a su vez hiciera lo propio y dirigió su mirada expectante al dayan. Éste, entendiendo tácitamente el mensaje, se levantó de la mesa y salió de la estancia. Al cabo de un breve tiempo regresó acompañado de un sirviente portador de un raro cofre que depositó sobre la mesa y luego se retiró. Nada más verlo, el padre Llobet, que había levantado la vista del pergamino, exclamó:
—¡Por las reliquias de santa Eulalia! Yo conozco bien este cofre. Le correspondió a vuestro padre en el reparto del botín que hubo tras la campaña de Lérida en 1022, de la que el conde regresó triunfador.
La arquilla era un baúl de roble reforzado por cuatro cinchas de hierro de forja de la mejor calidad y presentaba una anomalía que la hacía diferente a cualquier otra.
—En mi larga vida de persona dedicada a guardar cosas extraordinarias jamás me había hecho nadie depositario de un objeto así.
El que así habló fue Baruj Benvenist, que acompañó sus palabras con un gesto hacia los cierres de la arquilla. Evidentemente, el cofre presentaba algo insólito: carecía de bisagras, estaba cruzado por cuatro flejes de hierro colado de un extraordinario grosor y en cada lado presentaba una cerradura que los sellaba, de modo que debía abrirse a la vez por los cuatro costados si se quería retirar la tapa. El judío, extrayendo una llave de extraña sierra del bolsillo de su hopalanda, aclaró:
—Vos habéis de tener la otra llave. Cuando abra yo dos fallebas y deje la llave colocada, vos deberéis abrir las otras dos.
—Recuerdo como si hubiera sido ayer el día en que vuestro padre me explicó el mecanismo del invento. Al parecer, se trataba del arca de seguridad del rey moro de Tortosa cuando éste partía de viaje. Si no están las dos llaves asentadas en las correspondientes cerraduras opuestas, de dos en dos, el mecanismo no se puede abrir. Fue un fino trabajo de los cerrajeros reales —añadió el padre Llobet.
A indicación de Benvenist, Martí se puso en pie y se acercó al cofre con manos temblorosas. Baruj Benvenist colocó su llave en una de las cerraduras e indicó a Martí que hiciera lo propio en la opuesta. Giró la llave, pero el mecanismo permaneció fijo; entonces Martí hizo girar su llave, y los cerrojos de ambas fallebas sonaron a la vez al descorrerse al unísono. A continuación retiraron las llaves e hicieron la misma operación con las otras dos cerraduras, con idéntico resultado. La reforzada tapa quedó libre y Martí, consciente de la solemnidad del momento, se dispuso a apartar la cubierta que soportaba los flejes. Ante la mirada expectante de los tres, apareció el fruto del esfuerzo de un hombre que guerreó en las fronteras durante toda su vida. Sobre un fondo de monedas cuya suma a simple vista se podía apreciar claramente que excedería los mil o mil quinientos mancusos de oro sargentianos,[9] destacaba una colección de joyas de un valor notable, aderezos y pendientes de oro, una pulsera rematada por un zafiro azul y sobre todas ellas una diadema que debió de pertenecer a una reina. Era de oro y piedras preciosas, y en su centro alojaba un rubí en forma de lágrima que refulgía a la llama de las velas como una inmensa gota de sangre.
—A fe que vuestro padre os ha hecho un hombre rico —dijo el judío.
—Empleadlo con cordura y no dilapidéis los años de esfuerzo y penuria de vuestro progenitor —apostilló el padre Llobet.
Martí, a quien resultaba difícil creer lo que veían sus ojos, se concedió un momento para pensar antes de tomar la palabra.
—Pongo a Dios por testigo que emplearé este legado en cumplir los deseos de mi padre, para lo cual pido vuestra ayuda y consejo; destinaré este inesperado beneficio de un trabajo honrado y perseverante e intentaré que todo ello haga el bien de mucha gente a fin de compensar a la que él, por la triste realidad de su oficio, sin duda perjudicó. Si lo cumplo, que el Señor del cielo me lo premie, y si no que me castigue por ello.