Barcelona, mayo de 1052
Martí tomó en sus manos el sellado pergamino que le tendía el sacerdote. Era tal su emoción que apenas sintió los pasos que se alejaban. Había sido una mañana de revelaciones y sospechaba que el conocimiento del papiro que estaba a punto de examinar, sin duda iba a cambiar su vida. Con un cortaplumas rasgó el sello de lacre. La vitela estaba cuarteada y en algún punto se leía con dificultad, pues el tiempo había medio borrado ciertas partes. Bendijo a su madre y al empeño de don Sever de enseñarle las letras y recordó sus palabras: «Un abad o un obispo son tanto más importantes que un marqués o un conde». Martí se retrepó en el sitial y comenzó la lectura.
Hoy día del Señor de 3 de mayo de 1037
Querido hijo:
Ignoro cuánto tiempo habrá de transcurrir hasta el día que tus ojos se posen en esta carta, que por otra parte es mi testamento. Por tanto, es mi voluntad y deseo que se cumpla en todos y cada uno de sus términos. Ello querrá decir que mis días en el mundo habrán recorrido el camino que todos tenemos marcado, pues algo me dice que los latidos de mi corazón están a punto de terminar su ciclo.
Pocos recuerdos tendrás de mi persona, ya que las circunstancias hicieron que tu madre y tú gozarais en contadas ocasiones de mi compañía, pero un hombre tiene su tiempo limitado y mal puede hacer dos tareas cuando ambas se solapan y hasta a veces se contraponen. Tuve que escoger entre gozar de los míos al calor del hogar y de una vida tranquila, y mi honor de vasallo que me obligaba a cumplir lo establecido por mis antepasados, y en la disyuntiva escogí esto último. Creerás tal vez que me equivoqué, es posible, pero una fuerza interior me obligó a actuar como lo hice. Te dirán asimismo que fui un soldado de fortuna y que me gustaban las correrías en la frontera. Nadie en su sano juicio que haya vivido la guerra te dirá tal cosa: la guerra es terrible y los gritos y lamentos que se escuchan en un campo de batalla roban el sueño y el descanso de los desgraciados que los oyen y les siguen y atormentan de por vida. Tu bisabuelo adquirió un compromiso de "convenientia" con el conde Ramón Borrell, y lo estableció en su nombre y en el de sus descendientes, de manera que a mí me tocó este servicio que mi padre y el suyo desempeñaron en el pasado, hasta que el tiempo o alguna herida de guerra lo impidiera, y siempre que el mayor de sus hijos, al alcanzar la edad madura, ocupara su lugar. A cambio de ello, nuestra familia obtuvo licencia para desbrozar unas tierras que les fueron entregadas por permuta en el término de Empúries y que al cabo de los años fueron haciendo suyas; como supondrás, éstos son los predios en los que has crecido, junto a tu abuelo, hasta su muerte, y al cuidado de tu madre. A mí me tocó la parte más ingrata de la historia. Me perdí tu infancia y di la razón a la familia de tu madre, que siempre tuvo de mí la idea de que su hija se había casado con un irresponsable que prefería las cabalgadas por la frontera a cumplir con sus deberes conyugales: ésta ha sido mi vida, aunque no por mi gusto y complacencia, ¡vive Dios!, sino por mi honor y el bien de los míos.
Bien, Martí, hijo mío, ahora entenderás por qué yo no he sido lo que dicen de mí y lo que acostumbran a ser los hombres de frontera. Si bien, como te digo, la guerra es terrible, tiene un punto, al igual que la piratería o el corso, que atrapa a los incautos que creen que los muertos que quedan en el campo de batalla son y serán siempre los otros y que ellos sobrevivirán siempre. Craso error: el herrero, tarde o temprano, forja la flecha o la azagaya que lleva en su asta el nombre de cada uno, y entonces, en el embroque de ambos, sus destinos quedan ligados para siempre. En el ínterin, la borrachera de la sangre, la embriaguez de la victoria, la humillación del vencido, el saqueo de sus despojos y la violación de sus mujeres e hijas y los dineros que tocan a cada uno en el reparto del botín son el trofeo del vencedor, que se diluye al poco tiempo en francachelas propias de soldados: en vino, juegos y mujeres… Y entonces la rueda vuelve a girar. Nada te diré de los castigos que se imparten después de una batalla cuando algún avispado pretende engañar a los contadores del conde hurtando alguna cosa: éstos buscan bajo las cotas de malla, ocultas en las celadas y bajo los yelmos o los morriones, cualquier rapiña que algún incauto llegara a pensar que iba a pasar inadvertida; y cuando sorprenden a los que han intentado quedarse algo antes del reparto, pueden hasta colgarlo para escarmiento y ejemplo de futuros manilargos amigos de lo ajeno.
Debo decirte, y en ello va mi palabra, que si bien hice la guerra jamás abusé de mujer alguna, siempre respeté al vencido y únicamente tomé, a lo largo de tantos años, lo que en justicia era mío y me correspondió en la partición según mi grado. Éste ha sido mi terrible oficio, y lógicamente, lo que he obtenido desempeñándolo, ha sido mi justa retribución y lo único que he podido dejarte en herencia. Tómalo sin rubor, pues a tu madre le he cedido los latifundios cuyo usufructo gozará hasta su muerte y luego pasarán a ti. Te asombrará lo que un padre cabal y previsor puede ahorrar a lo largo y ancho de su vida si no malgasta el fruto de sus esfuerzos en cosas baladíes a las que tan dadas son las gentes de la guerra. Asume mi herencia sin reparos pues, cumpliendo el más terrible de los oficios, la he obtenido en buena ley, y si algo lastima los escrúpulos de tu conciencia, empléala en obras buenas como mejor te plazca, para compensar las malas que haya podido hacer yo. Celebra para el descanso de mi alma el número de misas que creas me son debidas y lleva una vida en paz y provecho; sé prudente, no mates a nadie si no es en tu defensa o la circunstancia atente a tu honor o al de los tuyos; no seas pendenciero y cede en las cuestiones que no conciernan a tu buen nombre, pero si has de empuñar la daga hazlo hasta el final, a los enemigos hay que dejarlos, si quieres vivir en paz, en el campo santo, ahí es donde no podrán perjudicarte; hazte respetar y que los que se enfrenten a ti entiendan que delante tienen a un hombre.
Mi mensaje te llegará a través de alguien que fue para mí más que un hermano, en la duda recaba su consejo. Sabe finalmente dónde encontrarás el fruto de tanto sacrificio y tantos años. Busca al judío Baruj Benvenist, a la entrada del "Call" de Barcelona. Él fue mi cambista y tiene mi testamento, que nadie podrá abrir si no se adjunta esta carta y la llave que te entregará mi compañero Eudald Llobet. Éste es el nombre del que fue mi amigo y el que habrá puesto los medios para que lleguen a tu conocimiento mis instrucciones, junto con la sortija que me perteneció y que te hice llegar a través del mismo a fin de que siempre pudieras identificarte como mi heredero.
Me despido de ti hijo mío; lleva mi apellido con honor, cuida de tu madre, que ha debido suplir mi ausencia con grandes sacrificios, y jamás hagas nada que repugne a tu conciencia; a mi pobre entender, el único pecado es aquel que perjudica a un prójimo. En resumen, sé un hombre cabal, de bien y de paz, si es posible. Sirve fielmente a un solo señor, porque a dos no se puede, y sabe que el gran tesoro de un hombre es su palabra.
Ahora que has conocido la verdad de mi existencia, si mi explicación te satisface, te ha hecho mella y ha conseguido que algo cambie en tu consideración hacia mí, sabe perdonarme y conoce que el último pensamiento que de seguro me ha asistido en mi postrer trance ha sido tu imagen y la de mi esposa, tu madre, a la que a través de ti suplico perdón.
Hasta la otra vida si es que llego a ella por la misericordia del altísimo,
Guillem Barbany de Gorb
Martí dejó el pergamino sobre sus rodillas, se enjugó una lágrima que pretendía escapar de sus ojos y permaneció un tiempo cavilando ensimismado. Tan absorto estaba en sus pensamientos que de nuevo sintió a su lado una presencia sin antes haber oído sus pasos. Alzó la vista y la figura se materializó; desde su altura, los ojos indulgentes del padre Llobet observaban su desconcierto interior. El clérigo ocupó de nuevo su sitial y reflexionó en voz alta.
—Es duro ver que en lo más profundo de nuestro corazón se derrumban edificios que creíamos firmemente asentados al descubrir nuevas aportaciones a nuestros conocimientos que alumbran cosas que creíamos inamovibles, con una nueva luz.
—¿Qué queréis decir?
—A través de la carta de vuestro padre estoy seguro de que habrá variado vuestra opinión al respecto de él y de su vida.
—Hoy he aprendido una lección que jamás olvidaré.
—¿Cuál es?
—No volveré a formular un juicio de valor sin tener todos los datos reunidos, y si es un litigio, sin escuchar a ambas partes.
—Sabia decisión. ¿Qué es lo que vais a hacer ahora?
Martí respondió con una pregunta.
—¿Conocéis al cambista Baruj Benvenist?
—¿Quién no lo conoce? Creo que la mayoría de los habitantes de Barcelona han oído hablar de él.
—He de hallarlo: él tiene el testamento de mi padre; de ser posible os agradecería infinitamente que me acompañarais.
—Lo haré de mil amores, pues es buen amigo mío, dentro de las limitaciones que tiene ser amigo de un judío importante y mi principal proveedor de esquejes para mis tiestos —dijo esto señalando las flores de su ventana—, pero no hagamos un viaje en vano. Es un hombre muy ocupado; dejadme concertar una cita y cuando la consiga os lo haré saber. ¿Dónde os alojáis?
—Todavía en ningún lugar, he venido a veros en cuanto he llegado a la ciudad.
—Está bien, os entregaré una carta de presentación para el propietario de unas viviendas. Está en el arrabal, cerca de la puerta del Bisbe, allí podréis alojaros en tanto buscáis acomodo. Os localizaré en cuanto haya acordado la cita con Baruj Benvenist.
—No quisiera causaros enojo, ya me arreglaré.
—No es ninguna molestia y estaréis mejor allí que en ningún albergue o posada. Así, además, me será más fácil encontraros.
—Sois extremadamente amable conmigo.
—Solo me limito a honrar el recuerdo de vuestro padre que estará presente siempre en mi memoria. Ahora me siento redimido de la promesa que le hice, pues ha sido para mí, durante estos años, como llevar al cuello una pesada losa.
Tras decir esto se dispuso a escribir.