7
La cena

Tolosa, diciembre de 1051

Ramón Berenguer aguardaba ansioso la llegada de la condesa en tanto era agasajado por el confesor de ésta, el abad Sant Genís, y por el chambelán del alcázar Robert de Surignan. Había vestido para la ocasión sus mejores galas: túnica corta de damasco dorado por cuyas aberturas laterales asomaban las ajustadas mangas de una fina camisa carmesí, ceñida por un adornado cinturón, del que pendía una daga, en cuya empuñadura de ónice negro destacaba la figura perfilada de un oso pirenaico; ceñidas medias azul cobalto y en los pies, finos escarpines de piel de gamo. De su cuello colgaba una gruesa cadena de oro rematada con un esmalte en el que se veía cincelado el escudo de Barcelona. Había recogido su melena al modo de los pajes. Ramón sabía que su aspecto era sobrio, a la par que elegante. Oía más que escuchaba la conversación con la que el abad Sant Genís y el chambelán de Ponce de Tolosa intentaban entretener la espera, pero su mirada no se apartaba del marco de la puerta por donde debía aparecer Almodis de la Marca. La estancia era discreta y soberbia a la vez. Sus anfitriones le explicaron que era el comedor de invierno preferido de la condesa, siempre que se tratara de una reunión íntima. Presidía la estancia una inmensa chimenea en la que chisporroteaban los leños. Sobre ella brillaba el escudo de armas de la casa de Tolosa, flanqueado por sendos tapices de lujosa factura en los que se veían representadas imágenes de cacerías: un jabalí destripando con sus afilados colmillos uno de los lebreles que había osado ponerse a su altura en tanto la jauría lo cercaba en un claro del bosque; una tropa de escuderos que, golpeando sus escudos con adargas, intentaban hacer salir de la espesura a un grupo de venados con el fin de acercarlos a las ballestas de sus señores, que aguardaban agazapados entre la espesura.

En medio del salón se había dispuesto una mesa para cuatro comensales cubierta por un hermoso lienzo y equipada con platos de porcelana y fina cristalería, porque así le agradaba a la condesa cuando eran pocos los invitados, pues opinaba que la conversación se tornaba menos solemne y más directa que la que se podía sostener en el inmenso comedor del castillo, donde cabían más de treinta personas. A un costado había un aparador cubierto ya de olorosos manjares, en cuyo centro destacaba una composición de mármol que representaba a una mujer vestida con finas telas mirando su imagen en un riachuelo. Sobre el aparador lucía una sopera de plata en la que bullía un condimentado caldo con ostras y albóndigas de pescado; más allá, una enorme fuente de verduras, y junto a ella otra con pequeñas piezas de aves, codornices, perdices y tordos, además de salseras de plata con diferentes jugos para sazonar a gusto cualquiera de las viandas. A un lado, ensartado en un espetón sobre un lecho de brasas, se asaba lentamente un lechón. De pie junto a la pared, como sombras, se hallaban varios pajes atentos a las órdenes de su superior, en tanto que otros dos preparaban jarras de vino y frascas de agua de tallado vidrio, dispuestas para ser escanciadas en cuanto el copero mayor lo ordenara.

La conversación versaba sobre temas variados, que iban desde la política hasta el problema que representaban los piratas en el Mediterráneo, una práctica que no era exclusiva del infiel sino también de los marinos de diversas zonas, a los que era más rentable atacar bajeles que ejercer de honrados navegantes expuestos por pocos dineros a los peligros de las travesías y a las inclemencias del mar. En aquel instante Ramón se interesaba por la salud del anciano conde de Tolosa.

—Y decidme, chambelán, ¿cuáles son los males que aquejan a vuestro señor y que nos privan, en velada tan grata, de su compañía?

Robert de Surignan respondió:

—Veréis, señor: la edad no perdona y los achaques se agudizan, las heridas habidas en el campo de batalla pasan factura. El conde de Tolosa sufre además ataques intermitentes de gota y los dolores que ésta le ocasiona son terribles. Los físicos del alcázar ya no saben qué hacer.

Súbitamente, por el pasillo, rodeada por el círculo de luz que varios hombres portaban, surgió la comitiva de la condesa Almodis de la Marca, enaltecida su impresionante figura por un brial verde y dorado que realzaba su talle y resaltaba el contraste de su roja melena, tocada con una diadema de verdes esmeraldas. A Ramón le volvió a suceder lo mismo que la primera vez. Su alma quedó en suspenso y todo a su alrededor se borró: las conversaciones se tornaron en murmullo y ya no tuvo ojos ni oídos para nada que no fuera aquella impresionante criatura.

Lo que en aquellos momentos no podía ni intuir era que a Almodis, condesa consorte de Tolosa, le sucedía lo mismo. Desposada cuando era una niña, por cuestiones de alta política; repudiada la segunda vez, y finalmente entregada a un hombre mucho mayor que ella y que en la actualidad ya era un viejo. La presencia del garrido caballero catalán, su hidalga figura y el brillo de su mirada, hizo que naciera en ella algo hasta aquel instante totalmente desconocido. El niño ciego asaeteó con dardo certero su corazón y la condesa sintió que en su alma nacía una pasión que, cual lava de volcán, inundaba sus entrañas y se desbordaba hasta penetrar en el tuétano de sus huesos.

Tras las convencionales frases que ordenaba el protocolo de la buena crianza, se dispusieron a cenar. Almodis colocó al conde de Barcelona a su diestra, al abad a su izquierda y a Robert de Surignan frente a ella. Los criados comenzaron a comportarse como espíritus transparentes, yendo y viniendo atentos a la menor indicación de sus superiores. La sopa se sirvió en unos pequeños cuencos, las albóndigas que en ella flotaban se tomaban entre el pulgar y el índice, al igual que las ostras. Sin embargo, al terminar, Ramón observó cómo al lado de cada comensal aparecía un pequeño tazón lleno de agua olorosa en el que se veía una rodaja de limón, y cada uno enjuagaba sus pringosos dedos introduciéndolos en la jofaina y exprimiendo el cítrico. Luego, cuatro atentos pajes ofrecían un paño de lino a cada uno de los comensales, para que pudieran secarse las manos.

Cuando llegó el turno de las aves y del lechoncillo, observó cómo la condesa manejaba diestramente una pequeña horquilla de oro de tres puntas, que utilizaba para llevarse a la boca sin mancharse pequeñas porciones de vianda, que anteriormente había troceado un trinchador. Él, sin embargo, viendo cómo el abad y el chambelán utilizaban pequeños cuchillos que les habían proporcionado los sirvientes, se sirvió de su daga cortando y pinchando los manjares que pusieron frente a él como era su costumbre.

La cena transcurría amena y distendida, pero una corriente misteriosa se estaba estableciendo entre Ramón y la condesa. Un criado fue apagando los pabilos de los hachones que iluminaban la estancia hasta dejarla en penumbra. Al fondo aparecieron dos sirvientes portando unas parihuelas en las que se veía una magnífica tarta con una vela en el medio que iluminaba el escudo de Barcelona hecho con frambuesas silvestres y crema de repostero que cubría la masa de un esponjoso bizcocho. Ya se iba a levantar el conde para agradecer el delicado homenaje cuando sintió un roce suave como el aleteo de una mariposa que le acariciaba la pantorrilla. Se volvió hacia la condesa y la vio sonreír: estaba claro que aquella caricia no era otra cosa que su pie desnudo oculto por el faldón del mantel. Entonces, en el fondo de sus verdes ojos vio el resplandor de un mensaje inconfundible que sólo pueden leer los elegidos a los que la misma flecha de Cupido ha atravesado. «Os deseo», decían, a la vez que la condesa extraía de su estrecha bocamanga una vitela doblada y se la tendía, con disimulo, aprovechando la oscuridad del momento. Ramón alargó la mano y tomó la pequeña misiva, que ocultó enseguida en uno de los bolsillos de su casaca. El abad y el chambelán parecían distraídos, con la atención puesta en el pastel y en las maniobras de los criados que se aprestaban a encender de nuevo las candelas.

Después, cuando ella se hubo retirado y estuvieron acomodados los tres hombres junto al confortable fuego de la chimenea, su mente fue incapaz de seguir la conversación que le brindaban el abad Sant Genís y Robert de Surignan. Sólo deseaba retirarse a sus habitaciones para poder leer con calma la nota.