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El padre Llobet

Barcelona, mayo de 1052

El eclesiástico acompañó a Martí Barbany a través de las estancias de la Pia Almoina, que a éste, comparadas con las que había visto hasta aquel entonces, le parecieron de una majestuosidad imponente. Lo que más le asombró fueron los altos techos artesonados, pues acostumbrado como estaba a las techumbres de las masías de su tierra, le parecieron soberbios y se preguntó cómo se podían llevar a cabo semejantes prodigios arquitectónicos. Al llegar a una antesala, el religioso le pidió que aguardara, no sin antes indicarle otra vez que, si se obstinaba en no entregarle la carta para que él a su vez la entregara a su destinatario, era muy probable que allí terminara su gestión. Martí dudó un instante, pero ante la proximidad de su destino final decidió ceder y entregó la misiva al eclesiástico. El hombrecillo atravesó una puerta que se abría a su derecha bajo un arco de piedra y desapareció de su vista. Apenas había tenido tiempo de echar una ojeada a su entorno cuando la puerta se abrió de nuevo y apareció en su marco un personaje que no cuadraba con la idea que él tenía de un religioso y que despertó en su memoria el fogonazo de una imagen que no le era del todo desconocida. Enfundado en una túnica y ceñido por un cíngulo, se adivinaba un corpachón inmenso, más propio de un guerrero que de un hombre de Iglesia; la colosal cabeza tonsurada, el cabello rasurado al cepillo, los ojos despiertos, las cejas hirsutas y pobladas, y en las manos, que asomaban por las amplias bocamangas y que denotaban una fuerza inusual, la carta que él había recibido de su madre. Martí se puso en pie ante la inspección a la que le sometían los inquisidores ojos del clérigo, que le escudriñaban desde la punta del pelo hasta los pies. Ante el exhaustivo examen, Martí se inquietó y sólo se tranquilizó un poco al percatarse de que aquellos ojos sonreían abiertamente.

—Entonces, vos sois Martí Barbany.

—En efecto, paternidad —dijo el joven, con una leve reverencia.

—Hace ya tiempo que esperaba vuestra visita, os habéis retrasado un poco.

—El día de mi partida era algo que no sólo dependía de mí. Soy, o mejor dicho era, el único hombre de la casa hasta hace pocos días y mi madre es ya mayor.

—Quien es buen hijo seguro que es buen hombre —sentenció el clérigo—. Y vos, como digno hijo de vuestro padre, debéis de serlo sin duda.

—Si lo soy, no será gracias al ejemplo de mi padre —replicó con firmeza Martí.

El clérigo observó extrañado la ácida respuesta del joven.

—No emitáis juicios de valor sin conocer todos los hechos… Pero pasad, pasad a mi refugio. No es éste lugar apropiado para recibir al hijo de un amigo tan querido.

Precedido del eclesiástico, Martí se introdujo en una pieza en la que tres de cuyas cuatro paredes estaban literalmente atestadas de libros y pergaminos; aparte de ellos sólo se veía un modesto despacho y un reclinatorio adosado a la pared frente a una cruz de basta madera. La luz entraba por una ventana y en la base que ofrecía el grueso muro había dos grandes macetas llenas de flores muy cuidadas, que sin duda revelaban una afición a la botánica por parte del clérigo.

El eclesiástico se aposentó en su aparatoso sitial e invitó a Martí a que lo hiciera delante de él. Tomó una pluma de ganso en su diestra y comenzó a juguetear con ella.

—De manera que vos sois el hijo de Guillem Barbany de Gorb.

—Por tal me tengo, aunque para no faltar a la verdad, debo decir que hasta el día de la fecha poco me ha importado, y el beneficio que tal condición me ha brindado, ha sido completamente nulo.

—¿Por qué decís tal cosa? —preguntó el sacerdote.

Martí respondió con absoluta franqueza:

—Apenas tengo un vago recuerdo de su persona, y no creo que a él le importáramos demasiado ni mi madre ni yo. Para mí fue un extraño y creo que yo lo fui para él. En toda mi vida llegué a verlo dos o tres veces, a lo sumo.

—Mal hacéis al juzgar a un hombre sin conocerlo, ni informaros de las circunstancias que concurrieron para que él se viera obligado a actuar como lo hizo.

—Opino que el primer deber de un padre y de un esposo es cuidar de su familia.

—Evidentemente, cuando las circunstancias permiten una cercanía directa, pero en ocasiones se puede procurar más por los parientes y amigos estando lejos por cumplir una obligación adquirida, que regalándoles una mucho menos fructífera, aunque cercana compañía.

—Cuando un hombre toma estado y paternidad —objetó Martí—, es de suponer que acepta las servidumbres que tal decisión comporta. Si antepone a ellas otras obligaciones y compromisos, entonces no debiera tomar mujer y mucho menos hacerle un hijo.

El sacerdote se removió incómodo en su silla y, cuando habló, su voz tenía una nota de severidad.

—Juzgáis muy a la ligera una situación que desconocéis. Un hombre, por nacimiento o compromiso, puede verse obligado a asumir unas tareas que tal vez impliquen alejarse de su familia. Temo que, a día de hoy, esta posibilidad indudablemente se os escapa.

—Si tenéis a bien explicarme en qué consisten las obligaciones de un hombre casado por encima de cuidar de los suyos tal vez entienda lo que me queréis justificar. —Martí hizo una pausa, y luego prosiguió, con voz trémula por la emoción—: Sin embargo, cuando un niño recuerda a su madre levantándose al alba y marchando a los campos todos los días de su vida, helándose durante los inviernos y cociéndose durante los veranos, roturando los campos agarrada a la yunta de bueyes, clavando la cuña del arado para desbrozar la tierra y rompiéndose el espinazo recogiendo las cosechas en el estío, tal justificación es algo peregrina.

El arcediano guardó un breve silencio que a Martí le pareció una eternidad, dejó sobre la mesa la manoseada pluma y acariciándose la tonsurada coronilla se dispuso a hablar.

—Creo que deberé de explicaros muchas cosas.

—Os escucho atentamente, comenzad si gustáis.

—Yo no he sido siempre un clérigo. Antes fui guerrero, y en el transcurso de esta actividad conocí a vuestro padre.

A Martí se le iluminó el recuerdo, y entre las brumas de su memoria infantil apareció la silueta imponente del hombre que muchos años atrás había comparecido en medio de la noche acompañando al párroco en su casa de Empúries, aunque desde luego ataviado de muy otra guisa; por el momento nada dijo y se limitó a escuchar con atención. El clérigo prosiguió:

—Fue en los días del aprendizaje de este terrible oficio. Vuestro padre, por cumplir un compromiso adquirido a su vez por el padre del suyo, entró al servicio de la casa condal de Barcelona. Ya su abuelo había servido a Ramón Borrell, conde de Barcelona, Gerona y Osona y esposo de Ermesenda de Carcasona. No le fue fácil, ya que a la guerra se dedicaban los hombres de la guerra y, para que un campesino fuera aceptado, amén de poseer un caballo, se requería una gran fortaleza física y una disposición natural. Así iniciamos juntos nuestra andadura y pasamos por el adiestramiento hasta que nos consideraron aptos para incorporarnos a la hueste de Elderich d'Oris, senescal de la condesa viuda Ermesenda, de nuevo regente del condado tras el fallecimiento de su hijo, el Jorobado, y en la minoría de edad de su nieto Ramón Berenguer I. Nos incorporamos a las algaras que llevaba a cabo en la frontera sur el senescal de la condesa, al que estábamos obligados a servir continuando el vasallaje que habían rendido nuestros respectivos antepasados en pago de no sé cuántos favores. Es por ello por lo que digo que fue un buen hijo: allí aprendimos realmente a pelear y, sobre todo, nos habituamos a la crueldad de la guerra. Nuestros corazones se insensibilizaron frente al dolor ajeno y el incendio de poblados, y la muerte de seres humanos llegó a ser tan habitual como el comer y el beber.

Martí bebía el relato del clérigo como quien va a descubrir una faceta oculta e insospechada de alguien muy cercano al que tenía en muy otra consideración.

Al ver que había captado el interés del muchacho, el sacerdote prosiguió:

—En el campo de batalla se unen y entrelazan las más fuertes amistades y debo decir que vuestro padre fue mi camarada, que viene a ser como un hermano escogido y por ende mucho más querido. Recuerdo que una noche me habló de vuestra madre y de vos y de cómo las obligaciones adquiridas por su bisabuelo le habían alejado de su familia e impulsado a aquel tipo de vida. Estábamos acampados junto a una hoguera cuando, movido por un impulso, extrajo de su faltriquera un pergamino y me dijo: «Si me ocurriera algo, tomad las medidas pertinentes para que mi hijo, que ahora es un niño pequeño, se presente ante vos con este anillo», acompañó a la palabra el gesto y me mostró el sello que portaba en el anular de su siniestra, «… que vos haréis llegar a mi mujer en cuanto ocurra lo que está escrito. Así lo reconoceréis cuando sea mayor de edad, entonces os ruego que le contéis mi historia y que le entreguéis a su vez mi testamento y esta llave que ahora os doy. Yo tengo otra igual». Tras decir esto último, me entregó el pergamino lacrado con el sello que ahora luce en vuestro dedo y una llavecilla que llevaba colgada de una guita en el cuello y que, a decir verdad, no sé lo que abre, ni siquiera ahora. De cualquier manera, en cuanto al anillo, que tan bien conozco pues yo mismo me encargué de entregárselo a vuestra madre, no me hubiera hecho falta verlo, ya que os he observado con detenimiento y sois su vivo retrato.

Ahora sí que Martí estaba prendido en el relato.

—Pese a que le dije a santo de qué venía aquello —continuó el arcediano Llobet— después de haber corrido tantos peligros y pasado por tantas vicisitudes, recuerdo que me respondió: «Un hombre responsable debe hacer estas cosas un día u otro, y sé que mi momento ha llegado». Guardé el documento en lo más hondo de mi escarcela y coloqué ésta en lugar seguro como cualquier guerrero antes de entrar en combate; asimismo colgué la llavecilla de mi cuello, ignorando el paso terrible que iba a vivir al poco tiempo y que si estoy aquí para contarlo lo debo, y me reafirmo en ello, a aquel maravilloso camarada que para mí fue vuestro padre.

Martí, embebido como estaba en la narración, intervino por vez primera.

—¿Cuál fue entonces el suceso que os hace tildar a mi padre de maravilloso camarada?

Don Eudald entornó los párpados como el que hace un esfuerzo por recordar. El rayo de luz que entraba por la ventana posterior incidía en su cabeza conformando un aura misteriosa acorde con el momento del relato.

—Veréis, habíamos partido al amanecer e hicimos un largo camino que nos condujo a las proximidades de Vallfermosa. Allí nos esperaba la tropa del conde Mir Geribert, con el que nuestra condesa tenía por aquel entonces pleitos pendientes, pues se hacía nombrar príncipe de Olèrdola, dignidad que ella no admitía. Nos preparamos para acampar porque nuestra avanzadilla nos comunicó que el enemigo todavía estaba muy lejos y que al menos faltaba un día para entrar en combate. Montamos un campamento provisional y quedamos a la espera hasta recibir la orden pertinente. El cuerno nos despertó bruscamente a la hora de prima; nuestro alférez nos anunció que el enemigo había avanzado durante la noche para sorprendernos, que de haberlo conseguido le significaría una desventaja, pues sin duda, las tropas llegarían agotadas antes de iniciar las hostilidades. A vuestro padre y a mí nos sorprendió tanta falta de pericia, ya que uno de los mandamientos de todo buen estratega es conseguir que la tropa inicie la pelea descansada y a punto. Cada hombre preparó sus armas, y vuestro padre y yo desayunamos frugalmente algo de torta de pan de trigo y tocino embutido, porque si malo es tener debilidad cuando empieza la contienda peor es comenzarla con el buche lleno, pues las heridas en el vientre siempre son peores; anudamos a nuestros cinturones unos pequeños odres hechos con pellejos para almacenar algo de agua y ocupamos nuestro lugar en la formación, contando con que el sol saldría a nuestras espaldas, un detalle que nos favorecía porque deslumbraría al enemigo. En tales circunstancias un hormigueo visita el estómago y ni siquiera los veteranos se libran de sentirlo. Nuestra avanzadilla anunció que el enemigo estaba escasamente a una legua de distancia. Entonces aconteció lo imprevisto. Al parecer, Arnau de Ruscalleda, señor de Vallarta, había concertado una alianza con Mir Geribert, y saliendo del castillo de Fals, cuyo señor recientemente le había rendido vasallaje, nos atacó por la retaguardia. Nuestra hueste dio media vuelta y nos encontramos con el sol de frente… La confusión fue notable: las flechas caían del cielo como nubes de insectos furiosos, y los peones de Arnau de Ruscalleda, muy avezados en los combates contra el rey moro de Lérida, responsables de haber recuperado la franja de Tortosa, se abalanzaron sobre nuestras tropas. Una flecha me atravesó el escudo de cobre forrado de piel de muflón y se alojó en mi cuello. Mirad. —Y al decir esto último el clérigo, ahuecando el escote de su túnica, mostró un feo costurón que le ocupaba la base del cuello hasta la clavícula—. Casi perdí el mundo de vista y di con mis baqueteados huesos en el suelo. La barahúnda era infernal, los gritos de los combatientes se mezclaban con los gemidos de los moribundos, los lamentos de los heridos y las jaculatorias y reniegos de los contendientes según les fuera el baile. Los peones chapoteaban en sangre. De repente, un moro inmenso, mercenario del de Ruscalleda, se abalanzó sobre mí y creí llegada mi última hora. Ya encomendaba mi alma a María Santísima cuando apareció vuestro padre y con su enorme hacha de combate cercenó la cabeza del infiel. Entonces, el cuerno tocó retirada; la línea estaba rota y nuestro grupo había quedado como un islote incomunicado entre las filas enemigas. Vuestro padre se echó a la espalda el tiracol, cargó al hombro mi maltrecho cuerpo, se desprendió de su hacha y tomó en su otra mano la espada corta, una falcata ibérica que tan buenos resultados daba en el cuerpo a cuerpo. Repartiendo tajos y mandobles a diestro y siniestro, se fue acercando a nuestras filas mientras cercenaba miembros de enemigos como el hocino del leñador desmocha el bosque. Ya llegábamos… Yo había perdido mucha sangre, el asta de la flecha sobresalía de mi cuello. Entonces juré a Cristo que, si salía de aquélla, en cuanto cumpliera mi compromiso entraría en religión: fue como una señal del cielo para recordarme siempre la promesa. Vuestro padre cayó y yo rodé a su lado junto a nuestra avanzada. Entonces, para impedir que alcanzáramos nuestro objetivo, una lluvia de azagayas comenzó a caer a nuestro alrededor. Vuestro padre, que ya estaba herido, cubrió mi cuerpo con el suyo. Un ruido seco y sordo y la expresión de su rostro me indicaron que uno de aquellos venablos había penetrado entre sus omóplatos. Noté vagamente que sus manos buscaban la mía, las últimas palabras que pude escuchar antes de perder el conocimiento, fueron: «Cuidad de mi hijo…».

Un silencio no truncado se instaló durante un breve espacio entre ambos. El clérigo, con la mirada perdida, siguió hablando.

—La lucha fue encarnizada, no hubo en aquel paso honroso vencedores ni vencidos. Cuando el sol se apagó y las sombras cubrieron el campo de batalla, cada uno procuró retirar a sus muertos. Elderich d'Oris ordenó hacer una pira y quemar los cuerpos de aquellos que habían caído en combate. A mí me habían recogido y estaba junto a otros, a punto de subirme a la barca de Caronte. Los cirujanos no daban abasto amputando miembros, restañando heridas y componiendo huesos; los religiosos daban la extremaunción a los moribundos, y yo en mi delirio sentí en mi anular un roce desconocido. Alcé la mano izquierda y me di cuenta de que vuestro padre, antes de morir, había colocado en mi mano el anillo que ahora lleváis en la vuestra. Entonces, antes de desmayarme, entreví a un sacerdote que inclinado sobre mi cuerpo pronunciaba las palabras para encomendar mi alma en su último viaje. A él le confié mi secreto, rogándole que si no salía de aquélla cumpliera el mandato que se hallaba en la escarcela, y me señalé el pecho. No lo supe, pero me condujeron a uno de los castillos de mi señor. Al despertar al cabo de dos días me encontré desnudo: tenía vendado el pecho con tiras de trapo. Al instante pensé que no iba a poder cumplir el encargo de vuestro padre, pero cuál fue mi alivio al observar que la escarcela se hallaba junto a mí con la llavecilla en su interior. Un alma caritativa, pensé… Luego me dijeron que un clérigo la había traído hacía unos días después de informarse de que me estaba recuperando de mis heridas. Mi convalecencia fue larga, pero apenas recuperé las fuerzas pedí permiso a mi señor y acudí a vuestra casa para cumplir los deseos de mi camarada. Recuerdo, como si fuera hoy, aquella noche. Hallé a vuestra madre destilando la amargura de alguien que ha apostado su vida a los dados y ha perdido; le entregué el anillo y le dije que recibiría noticias mías sobre dónde, cuándo y de qué manera deberíais buscarme. En esos momentos aún ignoraba qué era lo que iba a hacer con mi vida y dónde me hallaría cuando vos fuerais mayor de edad; pero de haber contraído alguna enfermedad ya habría instruido los medios para que alguien en mi nombre cumpliera el compromiso que había adquirido con vuestro padre. En aquellos instantes sabía que me dedicaría al servicio de Dios, cumpliendo mi promesa, sin embargo no tenía ni idea de los caminos que debería recorrer y por tanto dónde podríais localizarme. Al destinarme mis superiores a este lugar envié una misiva a vuestra madre, indicándole que me buscarais y asimismo que llevarais puesto en vuestro anular el anillo de vuestro padre, tal como habéis hecho.

Martí se quedó callado, observando ensimismado el anillo que lucía en su dedo. Luego comenzó a hablar.

—Realmente entiendo lo que decís: no se puede juzgar a nadie sin haber oído la historia en su totalidad.

—Querido, vuestra madre ha arrastrado toda su vida la amargura que le costó el ser desheredada por los suyos y no recibir la compensación de una vida en compañía del esposo cuya elección tan cara había pagado. Entended que un hombre se debe a otras obligaciones, antes que a las propias de su estado, si quiere mantener incólume el honor de sus mayores.

Martí permaneció en silencio un breve lapso.

—Perdonad, pero dentro de mí se amontonan un cúmulo de ideas.

El clérigo abandonó su sitial a la vez que iba hablando.

—Pronto aclararéis muchas dudas. Voy a entregaros el pergamino del que he sido depositario durante estos años. Si lo preferís, os dejaré solo para que lo leáis con calma. Cuando terminéis, tocad la campanilla que hay sobre mi mesa y mi secretario me buscará.

El hombre de Dios se acercó a un cofrecillo disimulado en un anaquel, e introduciendo en su cerradura una llave que extrajo del hondo bolsillo de su loba, retiró el cierre de hierro y lo abrió. A continuación rebuscó entre los documentos que allí se hallaban y, finalmente, extrajo un pergamino que amarilleaba debido al paso del tiempo y una pequeña llave; cerró de nuevo la tapa del cofre y depositó ambas cosas en la mesa, frente al muchacho.

—Tomaos el tiempo que necesitéis, no hay prisa. Estaré en la biblioteca, poniendo al día muchas cosas que he ido posponiendo. Cuando hayáis terminado, mandadme llamar.

El eclesiástico se retiró con un paso infinitamente más silencioso del que podría esperarse de persona tan corpulenta. Martí se quedó frente a los interrogantes de su pasado que, sin él saberlo, tanto iban a condicionar el futuro que le aguardaba.