Tolosa, diciembre de 1051
El pertrechado jinete alzó la mano. La escolta que le acompañaba se detuvo al instante, envuelta en un mar de relinchos y tascar de bocados. Desde uno de los puestos que guardaba la entrada del puente levadizo una voz interpeló:
—¿Quién va?
—Quien viene de hacer un largo camino desde Roma y espera ser recibido por Ponce III de Tolosa como cree merecer por su rango y alcurnia. Soy Ramón Berenguer, conde de Barcelona, y vuestro señor me aguarda.
Con un chirriar de cadenas, el pesado puente comenzó a abatirse entre el crujir de maderas y el acompañamiento de voces, mientras en lo alto de la muralla un trompetero anunciaba la llegada de un ilustre visitante. Los cascos de los caballos resonaron sobre el maderamen del puente y posteriormente sobre el enlosado patio interior de la fortaleza. Un palafrenero sujetó la brida del garañón del conde y éste puso pie a tierra ordenando a sus hombres que hicieran lo propio. Con el guantelete de cuero se sacudió el polvo del camino de las grebas que protegían sus muslos. Al instante llegó hasta él el oficial de guardia, cuya voz quedaba amortiguada por el tumulto que formaban los hombres de la escolta al descabalgar. El conde de Barcelona entregó la celada del casco a su lugarteniente y, desembarazándose de la capucha de la cota de malla que perfilaba su rostro, atendió al hombre del castillo.
—Perdonad, ahora estoy con vos.
—Os saludo, conde, en nombre de mi señor y os ruego tengáis a bien seguirme. Os acompañaré hasta el alcaide del castillo y él os atenderá.
—Cuidad de mi tropa y dadles lo que requieran para su descanso y el de sus cabalgaduras.
—Así se hará, señor —concedió el hombre con voz teñida de respeto—. La hospitalidad es una cualidad que distingue a la casa de Tolosa.
Partió el conde de Barcelona detrás del oficial, seguido por su escudero, al que había entregado su espada y su escudo en señal de confianza y reverencia como era norma cuando un noble visitaba a un pariente o a otro noble de igual alcurnia.
El castillo de Tolosa era más alcázar que fortaleza. Su arquitectura era noble: la trabajada piedra de las balconadas así como el marco de sus lobuladas ventanas y la riqueza y el boato de las estancias por donde iba pasando la comitiva denotaban un gusto y un refinamiento que contrastaba con sus rústicas fortalezas de Barcelona, Gerona y Osona, cuyo principal atributo era la seguridad que requería la cercanía del islam y la agresividad de los condados vecinos. El oficial se detuvo en la covachuela del alcaide y, tras ser presentado y relevado por éste, siguieron adelante. Finalmente llegaron frente a una gran puerta de roble magistralmente trabajada, en cuya madera la cuchilla y el formón de un hábil carpintero habían labrado un hermoso relieve con el escudo de armas de la casa de Tolosa. A ambos lados figuraban dos centinelas, alabarda en ristre en la diestra y en la zurda la picuda rodela, custodiando la entrada. A la vista del alcaide cuadraron su postura esperando órdenes.
—Avisad al chambelán de que el ilustre huésped ha llegado.
El primero de los centinelas abandonó el sitio y abrió una de las hojas del portón. Tras pronunciar unas palabras, la cerró de nuevo y se dirigió al oficial.
—Ya he dado cuenta de vuestra presencia. Tened la bondad de aguardar unos instantes.
Apenas pronunciadas estas palabras, el portalón se abrió de nuevo y por él asomó la calva cabeza de Robert de Surignan, gran consejero del conde Ponce de Tolosa.
—Pasad y sed bien recibido, mi señor. El conde Ponce de Tolosa y la condesa Almodis de la Marca os aguardan.
El gentilhombre dio tres golpes con la cantonera de su báculo en la tablazón del suelo y anunció su nombre.
—Mis señores, reclama audiencia Ramón Berenguer I, conde de Barcelona, Gerona y Osona.
El visitante dio un paso al frente entrando en la regia sala.
La estancia era realmente fastuosa. El conde barcelonés fue consciente de que jamás había visto algo parecido. La pieza era alargada: seis aberturas por lado cubiertas por decorados tapices mantenían el calor que provenía de dos grandes chimeneas laterales en las que ardían inmensos troncos; las paredes estaban ornadas con escudos de armas y entre ellos había unos gigantescos ambleos que soportaban el peso de los gruesos hachones que alumbraban la gran sala; pero lo que más atrajo su atención fueron las pulidas superficies de metal que, colocadas alrededor de los encendidos pabilos, apantallaban la luz y la multiplicaban hasta el infinito. Por último, colgaban de los altos techos tres lámparas doradas de varias coronas concéntricas de estilo carolingio, asimismo circunvaladas de candelas y sujetas mediante gruesas maromas, que, pasando por sendas poleas, se sujetaban a unos pivotes de hierro laterales que facilitaban las tareas de limpieza y acondicionamiento. Al fondo, en sendos tronos colocados bajo un baldaquín dorado, aguardaban el conde y la condesa de Tolosa.
Ramón avanzó, gentil la apostura y gallardo el ademán, el paso firme y acompasado. Pero a medida que se aproximaba al trono, la suntuosidad del salón, la calidez del ambiente, el fulgor de las candelas e inclusive la figura de su anfitrión quedaron diluidos debido a la presencia de la condesa Almodis. Al llegar frente a ella hincó la rodilla. La roja melena, los verdes y misteriosos ojos que formaban un conjunto perfecto con el dorado remate de encaje que ribeteaba su escote e intentaba cubrir el canal de sus rotundos pechos, apresaron sus pupilas: ya no pudo ver cosa alguna que no fuera ella.
Quedó atrapado en el hechizo que emanaba de la sensual presencia de la condesa.
El conde Ramón Berenguer se puso en pie con torpeza, y a requerimiento de Ponce de Tolosa ocupó un sitial frente a la pareja.
—Bien llegado seáis, conde, a esta humilde mansión donde los hijos de vuestro padre serán siempre bienvenidos. ¿Cómo están vuestros hermanos Sancho, Guillermo y Bernardo?
—Sancho es prior en Sant Benet. Por lo que se refiere a mis otros hermanos, Guillermo y Bernardo, hijos de la segunda esposa de mi padre, doña Guisla de Lluçà, y con quienes me une un gran afecto, aún no han contraído matrimonio. Son muy jóvenes.
Después de este preámbulo de cortesía se adentraron en el verdadero motivo de su presencia en el alcázar.
—Tengo entendido que habéis realizado un largo viaje por Levante.
—Efectivamente, he ido para establecer relaciones comerciales con Bizancio y acercarme a Jerusalén. Los asuntos de Tierra Santa andan revueltos y el Santo Padre me requirió para que a la vuelta acudiera a Roma y le informara de primera mano. A su criterio, los gobernantes de territorios que, por proximidad, hemos tenido y tenemos pleitos con el islam conocemos mejor que nadie el trato que debemos dar a los infieles, su forma de actuar y los entresijos de su diplomacia. Por eso solicitó mi humilde consejo.
Durante todo ese tiempo la condesa no despegó los labios. Sin embargo, Ramón Berenguer notaba en la piel la insistencia de su mirada, verde y subyugante.
Tras un buen rato de conversación, el señor de Tolosa se excusó.
—Sabréis perdonarme, ya que he incumplido todos los protocolos del buen anfitrión: os he hecho acudir a mi presencia sin siquiera haber tenido la cortesía de permitiros descansar, pero pocas son las ocasiones que aquí tenemos de departir con gente informada. De cualquier manera, intentaré compensar mi falta de delicadeza. Mi viejo esqueleto no está para largas veladas; a estas alturas los demás días ya me he retirado a mis habitaciones. Si no os importa, mi querida esposa os hará los honores durante la cena.
A Ramón Berenguer el corazón comenzó a latirle aceleradamente ante la oportunidad de poder compartir la velada en compañía de tan misteriosa criatura. Lo que a continuación añadió Ponce de Tolosa menguó su entusiasmo.
—Mi chambelán y el confesor de la condesa os acompañarán sin duda de buen grado. Su cultura y su conversación os sorprenderán y harán más grata vuestra estancia entre nosotros.
La condesa Almodis había asistido impertérrita al diálogo sostenido entre su esposo y el gentil invitado. A sus treinta y cuatro años, su vida había sido un cúmulo de situaciones vinculadas a las conveniencias que los intereses de su casa iban generando y cuya moneda de cambio invariablemente la habían constituido ella y sus hermanas Llúcia y Rangarda. La primera, después de un fallido matrimonio con Guillem de Besalú, se había casado con Artal, conde del Pallars; la segunda lo había hecho con Peire Roger, conde de Carcasona. A ella le había tocado en suerte la parte más amarga de la historia. Casó a los doce años con Guillermo III de Arles, y aunque el Santo Padre invalidó el matrimonio por la temprana edad de la contrayente, no por eso dejó de sufrir en su carne el asalto a su virginidad, experiencia que había marcado su destino hasta traumatizarla. Luego la entregaron a Hugo el Piadoso, señor de Lusignan, que tras hacerle un hijo la repudió y le arrebató a la criatura: negocio de Estado, le dijeron esta vez. Finalmente se encontró en el lecho del conde Ponce de Tolosa. De la unión nacieron cuatro vástagos: tres varones y una hembra. Ponce le llevaba veinticinco años, y era un hombre experto y libidinoso que calentó su lecho, y pese a que la avanzó en los intrínsecos laberintos del sexo, ella no conoció jamás la romántica pasión que cantaban los trovadores en las veladas de palacio y siempre supuso que la unión entre hombre y mujer escondía algo que a ella se le escapaba. Hasta aquel día sus únicas distracciones en el alcázar fueron sus damas, las fiestas corteses y sobre todo Delfín, su querido y contrahecho bufón.
Almodis se retiró a sus estancias para preparar las galas que debería lucir durante la cena. Mientras sus criadas la atendían, ella se abandonó a sus pensamientos, y sabiendo quién era el visitante recordó la profecía que había tenido siempre presente a lo largo de su azarosa existencia.
Aunque los sucesos databan de veintidós años atrás, los recordaba tan vivamente como si hubieran acaecido el día anterior.
La ciudad había amanecido cubierta por un blanco manto de nieve que desfiguraba el perfil de las cosas. Los copos caían lentos y dubitativos, flotando en el aire como plumas de cisne. Almodis se asomó al ventanal de su habitación y fue consciente de que el paisaje que veían sus ojos, y que había sido durante doce años su único escenario, iba a cambiar definitivamente a partir de aquel día. Alzó la vista hacia la torre del campanario de la iglesia mayor, atraída por el alegre repiqueteo de los bronces que parecían celebrar su matrimonio con Guillermo III, futuro conde de Arles y observó cómo las gárgolas de hielo parecían derramar lágrimas de agua sobre los tejados de las casas vecinas, sollozando por su despedida. En su alma se enfrentaban una legión de sentimientos encontrados. De una parte la añoranza de una niñez que se alejaba sin remisión, llevándose consigo los dulces paisajes de su amada región, los juegos infantiles con sus hermanos, los caudalosos ríos, sus maravillosos atardeceres, los dorados trigales y las cabalgadas en primavera por los espesos bosques. Una voz interior le decía que todas aquellas sensaciones pasarían, desde aquel mismo día y en cuanto pronunciara las obligadas palabras de su compromiso, a ocupar un lugar querido pero cada vez más lejano en los arcanos de sus más íntimos recuerdos. Sin saber por qué, tales pensamientos la deprimían. En cambio, un aura de esperanza parecida a un arco iris que se perdía en el horizonte le auguraba grandes momentos que sin duda se aprestaba a vivir y que colmarían su espíritu aventurero. En aquel instante recordó el extraño episodio que había vivido una tarde de aquel invierno. Había salido al bosque en compañía de su hermano Adalberto a montar por vez primera a su yegua Hermosa. Cuando por la mañana la vio enjaezada esperándola en el patio de armas del castillo como regalo de tan significado día de parte de su padre Bernardo de la Marca, su tierno corazón brincó de contento. Era blanca como la nieve que en aquel momento estaba cayendo, la cabeza pequeña, la mirada inteligente y los cuatro extremos de sus patas, negros como mitones. Presintió que nacía una extraña simbiosis entre ella y el animal. La tarde era perfecta: la luz se filtraba entre el ramaje del bosque repleto de carámbanos creando enigmáticas figuras de una extraordinaria belleza. Un céfiro blando, huésped eterno de aquellos pagos, silbaba en sus oídos propiciado por el suave galope de la yegua. Adalberto, que corría tras ella, apenas podía darle alcance, así que Almodis detuvo al animal para aguardar a su hermano. La yegua irguió las orejas, relinchó suavemente y arañó el boscaje con su pata diestra; su hermano, con un fuerte tirón de bridas, detuvo su montura junto a ella.
—¡Mira! ¡Allí, Almodis!
Alzó la mirada y a menos de media legua divisó una fina columna de humo blanquecino que ascendía perezosa hacia el cielo; jamás hasta aquella tarde, pese a haber recorrido muchas veces aquel trozo de bosque, habían observado los hermanos nada parecido.
—Vamos, hermano, veamos qué habita en nuestro bosque.
Lo de «nuestro» era adecuado: ambos consideraban aquel reducto como una propiedad. Sin dar tiempo a que Adalberto pusiera objeción alguna, azuzó a su yegua y ésta partió como el viento en la dirección adecuada.
Al llegar a las proximidades del claro de donde procedía el humo, desmontaron, y tras atar sus cabalgaduras a una de las ramas bajas de un alcornoque prosiguieron a pie su inspección con sumo sigilo. La progresión fue lenta: Adalberto iba en cabeza cuidando de no dejar excesivamente atrás a su hermana; ella avanzaba más despacio porque la maleza le trababa las sayas. Era como si cientos de manos trataran de impedir que el éxito coronara su intento. Finalmente una autoritaria señal de la diestra de su hermano la detuvo en seco: el muchacho había separado las ramas que impedían la visión y observaba atento lo que la floresta había ocultado con tanto celo. Almodis dio los últimos pasos hasta llegar a la altura del muchacho y se acuclilló a su lado para observar mejor. A unas cuarenta brazas de donde se hallaban se podía ver un gran árbol en el que, a una considerable altura sobre el suelo, en el cruce de tres frondosas ramas, se alzaba una cabaña hecha con troncos, brezos, ramas y hojarasca y por cuya primitiva chimenea salía la columna de humo que había requerido su atención. Todavía no habían tenido tiempo de tomar decisión alguna cuando la cortina que guardaba la entrada de tan curioso refugio se abrió, y del interior de la peculiar choza asomó un hombrecillo que no alzaría una cuarta del suelo y cuyo leve y curvo cuerpo se sustentaba sobre dos cortas piernecitas. Vestía una camisola de un desvaído tono pardusco ceñida a la cintura mediante una soga, y cubría sus cortas extremidades con unas ajustadas calzas, breves como un suspiro, amarradas a sus flacas pantorrillas por sendas cintas de piel que morían en unos diminutos borceguíes; una zamarra de piel de cordero abrigaba su torso y su larga cabellera, tan enmarañada como la barba, le caía sobre la arqueada espalda. Recordaba Almodis que Adalberto le dio un leve codazo y que llevó a sus cerrados labios el dedo índice pidiendo silencio. El enano, impertérrito, se giró hacia ellos, y alzando una aguda voz que estaba en patente consonancia con su cuerpo, habló alto y claro.
—Enaltecidos señores, estáis en los dominios del amo de este bosque. Sean bien recibidos si venís en son de paz y que el infierno se os trague si vuestras intenciones son aviesas y el mal anida en el fondo de vuestros corazones.
Adalberto se quedó mudo, pero ella salió de su escondite y avanzó hasta situarse en el claro y a los pies del gran árbol.
—¿Sabes quién soy?
—Almodis de la Marca, la joven condesa de estos pagos, cuya evidente curiosidad la ha conducido hasta mis territorios y que acude hasta aquí acompañada de su hermano, al que invito a salir de la espesura y a mostrar su rostro.
Almodis vio que Adalberto salía del bosque y se acercaba a su lado, más asustado de lo que quería reconocer.
—¿Y quién eres tú?
—Como podéis colegir, sé más yo de vos que vos de mí. Pero conversaremos mejor si hacéis la merced de aceptar la hospitalidad de mi palacio.
Diciendo estas palabras el enano desenganchó una sencilla escalera de cuerda que descansaba a su lado y la lanzó por el tronco de alcornoque hasta que el último travesaño de la misma cayó junto a los pies de la asombrada pareja.
Ambos hermanos se acercaron a la base de la escalerilla que pendía entre los dos. El hombrecillo había abandonado la plataforma y había entrado de nuevo en la cabaña. Adalberto vaciló un instante, y cuando se disponía a comentar a su hermana que tal vez fuera más prudente abandonar el lugar, vio que ésta, con las sayas recogidas, ya había comenzado la ascensión e iba por el tercer travesaño. La base de la escalera culebreaba a su lado, y en vistas de lo inútil de su intento se limitó a apoyar el pie derecho en el extremo del artilugio para sujetar la escalerilla y facilitar la subida de su hermana. En un santiamén se hallaron ambos sobre la plataforma que soportaba la cabaña. Vistas desde aquella altura las copas de los árboles formaban un mar blanco a sus pies. Las dimensiones de la choza eran otras. La puerta estaba cubierta por una especie de cortina de saco y en el interior se escuchaba el trajinar de alguien que arrastraba algún objeto. De repente una mano pequeña apartó la cortina y el hombrecillo, con su aguda voz, invitó a sus huéspedes a entrar en su habitáculo. Almodis no dio tiempo a Adalberto a emitir una sola palabra: en el acto encogió su espigada figura y accedió al interior. Su hermano hizo lo propio, y el enano, que había salido a recoger la escalera, los siguió. El techo de la cabaña estaba hecho con hojas de palma que formaban un pico central, de manera que ambos muchachos pudieron incorporarse sin problema. Almodis observaba curiosa la estancia y el enano acompañaba la inspección con una mirada socarrona e inteligente. Adalberto permanecía a un lado, encogido y expectante, todavía incrédulo ante la situación que estaba viviendo.
—Como podéis observar —dijo el enano—, mi casa no es adecuada para recibir visitas y el tamaño de mis cosas está proporcionado a mi persona, pero sentaos en mi catre, pues así las cabezas de vuestras mercedes no tocarán el techo.
Los hermanos intercambiaron una mirada y se sentaron en el camastro del enano, que yacía arrumbado a una de las paredes; su anfitrión hizo lo mismo en un minúsculo escabel junto a la mesa del centro. Los ojos de Almodis captaban hasta el último rincón del chamizo alumbrado por la difusa luz de un candil e iban desde el fuego del pequeño fogón hasta el ventanuco del fondo, y de la mesa del centro hasta la jaula de madera desde cuyo interior los redondos ojos de una pequeña lechuza la observaban con curiosidad. El hombrecillo se dio cuenta.
—¿Os place mi refugio?
—Nos sorprende en gran medida. Hemos recorrido el bosque en mil ocasiones y no habíamos atinado en dar con él hasta hoy. —Fue Almodis quien tomó la palabra, ya que Adalberto permanecía a su lado sin atreverse a abrir la boca.
—Veréis, ésta es mi pretensión. El lugar está alejado de cualquier sendero, la leyenda habla de brujas y genios del bosque que habitaban en una de las grutas que abundan por estos pagos hace ya mucho tiempo. Yo, por cierto, jamás he visto ninguno; los lugareños son reacios ante la sospecha de encontrarse seres vivos o muertos que se aparten de lo común, y yo no acostumbro a provocar humo que conduzca hasta mi persona si no es éste mi deseo. Para ello quemo la madera apropiada. Por lo demás, mi cabaña se disimula entre el follaje y las gentes más bien miran hacia abajo, pues pocos son los peligros que puedan venir desde lo alto.
—Has dicho: «Si no es éste mi deseo». ¿Acaso tenías la intención de que nosotros encontráramos tu escondrijo?
—Es evidente; jamás traigo a nadie a mi casa y si me he de entrevistar lo hago en una gruta que tengo habilitada para ello.
En aquel instante Almodis oyó la voz dubitativa de su hermano, que se atrevía a intervenir en la conversación.
—Y ¿cuál es la finalidad de nuestro mutuo conocimiento?
El hombrecillo posó sus ojos en el rincón donde Adalberto estaba instalado.
—Voy a explicaros mi verdad. Al fin y a la postre, por eso os he conducido hasta aquí.
Hubo un largo silencio y luego el hombrecillo habló.
—La naturaleza fue mezquina conmigo en lo físico, pero compensó ciertas carencias con otros dones que, usados de manera prudente, pueden reportarme grandes beneficios; por contra, si los utilizo mal, pueden acarrearme no poca desgracia.
—Ni sé quién eres, ni adónde quieres ir a parar.
—Mi nombre es Delfín, no tengo familiar alguno, y mi desencanto al respecto de la caridad entre los hombres es inmenso. Es por ello por lo que hace ya muchos años decidí vivir de la manera que lo hago: no tengo espíritu para servir a quien no lo merezca, y sé lo que me esperaría, con este desmedrado cuerpo que me dio natura, caso de continuar cerca de quien no sea capaz de valorar mis virtudes. En cambio, también sé que mis capacidades ocultas me conducirán, si sé hacerlo bien junto a las personas adecuadas, a desempeñar un brillante papel en este angustiado mundo en el que vivimos.
—¿Cuáles son esas capacidades a las que aludes?
El enano pareció meditar sus palabras y comenzó con su relato.
—Nací en Besalú. Según me han contado, mi madre murió en el parto, y a mi padre, que creo que fue titiritero ambulante, no llegué a conocerlo. La Providencia cuidó de mí y mi tamaño ínfimo vino en mi ayuda: un hombre atendió mis necesidades con la esperanza de que si me sacaba adelante, podría con el tiempo ser para él una saneada fuente de ganancias. Con la ayuda de una cabra a la que le sobraba leche y que en realidad fue mi nodriza, logró su propósito. Los enanos se vendían bien para divertir a los labriegos en las ferias, y si eran inteligentes y lucían una hermosa joroba, hasta podían entrar en la corte de cualquiera de los condados con el fin de entretener, junto al hogar, las largas veladas de invierno. Yo vi lo que me deparaba el destino y no me interesó el envite. Pasé el fielato del puente de Besalú escondido en la alforja de la mula de un comerciante que aquella noche había trasegado vino en demasía y confiaba a la sagacidad de su caballería el retorno a su casa. En cuanto hizo el hombre la primera parada a fin de vaciar su vejiga, me escabullí y me oculté en la floresta. Aquella zona está llena de escondrijos. Luego, de salto en salto y de mata en mata, fui pasando pueblos, villas y ciudades, y llegué a la conclusión de que el ser humano está hecho más para el mal que para el bien, y de que si no podía lograr una posición de preeminencia más valía vivir apartado de los hombres. Crucé los Pirineos, llegué hasta estos pagos; desde entonces vivo en el bosque.
—Dado que no somos otra cosa que humanos, no veo por qué has tenido interés en conocernos —preguntó Almodis.
—Hasta aquí os he contado los pasos de mi existencia, pero no os he hablado de ese poder que bien empleado me ha de sacar de la miseria y me servirá para conseguir la vida a la que aspiro, amén de rendir grandes ventajas a la persona que me proteja.
La perplejidad se dibujó en el rostro de Almodis.
—Cada vez entiendo menos tu exposición, pero prosigue: al menos tu conversación me agrada y entretiene.
—Está bien, mi señora. Aunque la circunstancia os haya distraído, sin duda recordaréis que, sin saber quiénes eran los que cruzaban el bosque, os he anunciado y os he llamado por vuestro nombre.
—Lo recuerdo, y el hilo de tu relato me ha apartado de mi primera intención, pues ésa era una de las cosas que quería preguntarte.
—Ésa es mi cualidad. En determinadas circunstancias, puedo ver el futuro de las gentes y lo hago sin alharacas: sin examinar vísceras de aves, ni mirar su vuelo; ni echar aceite sobre agua para ver los dibujos que se forman, ni tampoco verter en un cuenco la sangre de un cabrito por ver cómo coagula. Por tanto, os repito que si cerramos el trato a lo largo de vuestra vida, que, tengo la certeza, va a ser apasionante, tendréis a vuestro lado un augur que os anticipará, si no todas, muchas de las incidencias que os han de suceder de manera que podáis preveniros de las gentes que os querrán mal, que van a ser muchas, pues cuanto más alto lleguéis más envidia habréis de suscitar. Me consta que vuestra vida ha de transcurrir por vericuetos insospechados y harto comprometidos que hoy por hoy ni podéis conjeturar; si me tenéis junto a vos podréis, pues, prever las intrigas y añagazas que vuestros enemigos intentarán tenderos. Eso sin olvidar que soy harto ingenioso y muy capaz de entretener vuestros ocios en las noches de invierno.
—No es nada extraordinario que nos hayas reconocido —intervino Adalberto—. A los hijos de los condes de la Marca los conoce mucha gente. Si no muestras en mayor medida esa cualidad que dices poseer, nos iremos por donde hemos venido. Por otra parte, mi hermana está destinada a casarse, a formar una familia y a tener hijos, ¿qué enemigos le aguardarán en su camino y de qué glorioso destino estás hablando?
El enano prosiguió sin hacer caso al muchacho.
—Voy a plantearos mi proposición. Podéis sin duda pensar que soy un loco, un soñador o un insensato. Voy a daros prueba de mi honradez, anticipándoos hechos que van a jalonar vuestra vida. No tengo prisa: si tal sucede venid a buscarme que aquí me hallaréis; si por el contrario me equivoco, dejadme abandonado a mi suerte.
—Habla, te escucho —le urgió Almodis.
—Por el momento os proporcionaré una huella del pasado, para que podáis creer en mis palabras. Eso ya es comprobable, el futuro es una entelequia.
Los ojos de los hermanos eran dos interrogantes.
—Hoy cumplís años. Esta mañana os han regalado una yegua, a la que habéis bautizado con el nombre de Hermosa. En vuestro muslo derecho tenéis un blanca cicatriz fruto de una herida que os hicisteis encaramándoos a uno de los merlones del contrafuerte de la muralla interior de la torre del homenaje, debido a un empujón que os propinó vuestro hermano. Se trata de una circunstancia que sólo conocéis vosotros dos: ocultarlo fue un pacto de silencio que hicisteis por temor a que fuera castigado y al que jamás habéis faltado.
Ella y Adalberto se miraron asombrados. En los ojos del muchacho se reflejaba el temor; en los de su hermana, curiosidad. Ambos recordaban perfectamente aquel pacto.
—Dime entonces qué es lo que me deparará el futuro —le pidió Almodis.
—¿Quiere esto decir que aceptáis el trato? —preguntó el enano.
—Tienes mi palabra.
El hombrecillo fue hacia un rincón; abrió una cajita de madera y de su interior extrajo una fina aguja de hueso y un pañuelo blanco.
—Dadme vuestra sangre en señal de alianza.
—¡No lo hagas, hermana! —exclamó Adalberto.
—¡Déjame! —Y, tras lanzar una mirada desafiante al muchacho, extendió la mano.
El hombrecillo pinchó levemente la yema del dedo corazón de su diestra; en el acto manó una gota de sangre con la que impregnó el paño. Tras doblarlo con cuidado, fue a guardarlo todo en la caja.
—Tengo vuestra sangre, dadme ahora vuestra mano.
La muchacha alargó su blanca mano y el hombrecillo la tomó por la punta de los dedos, examinándola detenidamente.
—Ahora atended. Tras largos vericuetos que no logro ver, por ahora cumpliréis vuestro destino final. Vuestra sangre será la transmisora de una dinastía allende los Pirineos; seréis enemiga de papas, pero el peligro más terrible vendrá de alguien muy cercano a vos. La historia os concederá un lugar destacado. Si no es así, mandadme quemar, pero si mis conjeturas son verdad requiero mi parte del beneficio y deseo vivir a vuestro lado y en vuestra corte los sucesos de vuestra apasionante existencia.
—Deliras. Mi hermana se va a casar dentro de unos meses con Guillermo III de Arles.
El enano se volvió hacia Adalberto.
—He dicho tras largos vericuetos, no he afirmado que tales acontecimientos ocurran de inmediato.
—Deja, Adalberto —dijo Almodis—, me interesa este hombre. Está bien, Delfín: si yo cumplo mi destino, me encargaré de que tú cumplas el tuyo. Que así sea.
Estos hechos seguían presentes en su memoria como si hubieran acontecido el día anterior.
Recordaba Almodis la coyuntura que supo aprovechar para que Delfín entrara en su vida. La tarde anterior al gran día había tenido una conversación con su señor padre, el conde Bernardo de la Marca. La escena se desarrollaba en la sacristía, tras el ábside central de la iglesia mayor, donde habían acudido a ensayar los pormenores de la boda. El conde, eufórico como tal vez jamás lo había visto anteriormente, le habló en la misma tesitura. Sus frases todavía resonaban huecas en algún rincón de su mente.
—Mira, hija mía, vas a cumplir mañana uno de los designios más preclaros a los que puede estar predestinada toda mujer noble que se precie de servir a su familia, a su rango y a los intereses de su estirpe. Tu unión con Guillermo de Arles sellará el destino de nuestra casa. Nuestra sangre se unirá a otra de su misma alcurnia con la que nos sentimos unidos por lazos que se remontan al tronco común de ambas ramas, que mañana enlazarán su destino. Debo decirte que la Providencia te ha reservado una misión que me enorgullece y que honrará a vuestros hijos y a los hijos de éstos. Ayer, en presencia de los notarios de ambos condados y con el testimonio de grandes señores entre los que se hallaban los obispos de Arles y de la Marca, se firmaron vuestros sponsalici.[4] Te puedo adelantar que en estos instantes aventajas en rango y jerarquía a tu propio padre. Almodis, desde ayer eres futura condesa consorte de Arles y, por legación de esponsales y por vida, de Montpellier y de Narbona. En verdad, debo admitir que te debería vasallaje y obediencia.
En el laberinto de su mente todavía resonaba su respuesta.
—Padre y señor mío, jamás me atreveré a ordenaros cosa alguna, ya sea condesa de Arles, de Montpellier y de Narbona o reina de Jerusalén. Estoy orgullosa y agradecida de devolver a mi tierra y a mi familia una ínfima parte de la deuda que con ella he contraído por el mero hecho de ser quien soy y de haber nacido donde he nacido. Algo os quiero suplicar en tan señalado día. Sé y me consta que pese a marchar hacia mi destino gozosa y honrada, y pese a que en mi comitiva irán varias damas de compañía además de mi aya, quiero suplicaros que deis vuestro permiso para incluir en ella a mi querido hermano Adalberto y a un bufón que entretendrá mis ocios durante las largas veladas de invierno en la lejana Montpellier. Pienso que, si sobre todo en los comienzos tengo junto a mí a gentes que hablen mi lengua y compartan mis costumbres, la añoranza de los míos se mitigará y se hará más llevadera la ausencia.
Tal era la euforia del conde que ni tan siquiera indagó quién de entre los bufones de la corte era el escogido para acompañar a su hija en aquella procelosa aventura y sin más dio su aprobación. Al cabo de algún tiempo, su hermano Adalberto entraba por el puente levadizo del castillo acompañado de un hombrecillo a lomos de un pollino, que entre aquella barahúnda de damas, caballeros, soldados y escuderos, pasó totalmente inadvertido. Delfín había entrado en su vida y ya nunca más saldría de ella.
Las damas andaban presurosas por la estancia trayendo y llevando potes de albayalde y vasijas llenas de pomadas de distintas tersuras y colores. El óvalo de su rostro había quedado perfecto, su roja melena destacaba sobre el níveo reflejo de su piel, la curvatura de sus cejas había sido resaltada con un lápiz marrón cuya sustancia se extraía de un marisco de la costa dálmata; sus labios habían sido tintados de rojo cereza y en ellos resaltaban unos puntos brillantes de un producto denominado argentium de Numidia, traído desde aquellas lejanas tierras por mercaderes que hacían la ruta desde Sevilla a la Galia pasando por la Septimania. El efecto de su rostro era impresionante. Su primera camarera sujetaba frente a ella el inmenso y bruñido espejo de metal, regalo del conde e importado de allende el Mediterráneo, en el que se reflejaba toda su figura. Una dama pulsaba un arpa de nueve cuerdas mientras canturreaba una antigua romanza, y las criadas recogían la pequeña bañera de cobre.
En ello estaban ocupadas todas cuando unos golpes resonaron en la puerta. Una de las damas se acercó a ella y abrió media hoja. Se escuchó un murmullo en la estancia. La dama regresó junto a la condesa y le susurró al oído unas palabras:
—Es Delfín, señora, que pide audiencia.
—Hacedle pasar.
La muchacha se acercó a la elaborada puerta y dio paso al enano, que entró inusualmente pálido. Al verlo Almodis, que tan bien le conocía, dio una orden seca y apremiante.
—Retiraos todas.
Las mujeres desaparecieron como por ensalmo.
Delfín se arrodilló a sus pies, y tomando en sus manos el vuelo de su brial lo besó.
A la condesa le extrañó su actitud: no era aquél su natural, proclive a la alegría, al sarcasmo y al gozo. Cada vez que el enano se había acercado a ella en tal tesitura había sido augurio de sucesos importantes.
—¿Qué ocurre, Delfín?
—Señora, no sé si atreverme…
—Como hayas entrado en mis aposentos con esta prisa y no me expliques el motivo, haré que azoten con una buena vara de fresno tu espalda hasta enderezarla.
El hombrecillo dudó unos instantes.
—Señora, lo que tanto tiempo he esperado va a suceder. El hombre que dará sentido a vuestra vida ha llegado al alcázar.