Barcelona, mayo de 1052
Amanecía sobre el mar y Barcelona se desperezaba como una doncella ilusionada en la mañana de su noche de bodas. Las barcas de los pescadores regresaban a la ribera, rebosantes de peces plateados; los saludos alborozados de los marineros se entremezclaban con chanzas y burlas, cuando alguien se percataba de que las capturas de un rival eran más escasas que las propias.
La multitud de campesinos, siervos, mendigos, clérigos y comerciantes que se arremolinaba en el Castellvell y el mercado era ingente; los medios de transporte, variados: pesadas carretas tiradas por bueyes, galeras atiborradas de cajas sujetas con cuerdas, mulos, caballos. Dentro de las primeras y en las alforjas de los segundos, toda clase de productos con los que se desease negociar, cambiar o vender en el mercado instalado junto a las murallas. La única ventaja de esta puerta respecto a la de Regomir, situada al lado de las atarazanas, era que el olor que emanaba de la mercadería era soportable; en la otra, por donde entraba todo el pescado que consumía la ciudad, el hedor era insufrible, sobre todo cuando se acercaba el verano y aumentaba por los efluvios que subían de la riera hasta el Cagalell, y más aún cuando se removían sus fondos y se abría el canal hacia el mar con el fin de vaciarla. Los guardias de las puertas, sudorosos bajo sus cotas de malla, coseletes y cascos, no se andaban con remilgos a la hora de tratar a las gentes: desde emplear el zurriago para ordenar a la muchedumbre hasta sacar de la misma a golpes, con el asta de la alabarda, a todo aquel que intentara provocar un desbarajuste, cualquier medida era buena, sobre todo si servía para que aquel tráfago de hombres y bestias fueran avanzando. Un remedio infalible, en casos de desacuerdo respecto al turno, consistía en apartar a quienes discutían y enviarlos al final de la cola entre denuestos y votos a Dios o al diablo.
Todo este trajín lo motivaba el hecho de que los encargados del fielato tenían que calibrar la mercancía a fin de cobrar la renta que los prohomes del municipio habían convenido como canon reservado al conde para la canalización del Rec Comtal, que traería el agua del río Besós a la ciudad, y que era la mejora que en aquellos días se intentaba concluir en Barcelona.
En medio de la multitud, montando un buen caballo ruano, castrado y tranquilo, cabalgaba un joven jinete de mediana estatura, tez curtida como la de un hombre, con las facciones cinceladas por la intemperie, ojos marrones, larga melena negra y aspecto agradable; como rasgo destacable, una barbilla prominente y hendida que delataba un carácter tenaz y una voluntad decidida, y que por cierto daba sentido al patronímico de su familia, ya que su apelativo atañía a dicha peculiaridad: Martí Barbany era su nombre. En la cruz de su cabalgadura llevaba dos alforjas aseguradas a la silla mediante sendas correas y aguardaba paciente a que llegara su turno, dando palmadas al cuello de su ruano. De vez en cuando se palpaba el pecho para asegurarse de que su faltriquera, donde guardaba junto a sus tesoros la carta de la que dependía su futuro, permanecía en su lugar. Vestía calzones largos rematados por dos polainas ligadas con tiras de cuero a sus pantorrillas, camisola de tejido común y un sobretodo de sarga pasado por la cabeza y ceñido a su cintura por una correa, que le cubría hasta los muslos. En los pies, borceguíes de piel de venado, y en la cabeza un gorro verde de los que usaban los cuidadores de aves de rapiña y algún maestro de cetrería.
Forzado por la lenta progresión dejó que su pensamiento calibrara de nuevo si la decisión de abandonar la casa paterna, del modo y en las circunstancias en que lo había hecho, había sido una medida acertada.
Tres días había durado su viaje, que había comenzado en los aledaños de Empúries y que Dios mediante iba a terminar en Barcelona. ¡Qué lejos estaba de imaginar en aquellos momentos los vericuetos por donde andaría su vida a lo largo y ancho de los años y la extraordinaria peripecia que le depararía el destino! Su mente le condujo a través de sus recuerdos a parajes lejanos y queridos. Había nacido en una pedanía cercana a Empúries, en la masía que el generoso conde Hugo había cedido a su familia, después de que ésta, dos generaciones antes y proveniente del Conflent en su límite con la Cerdaña, hubiera mostrado su voluntad de vasallaje desbrozando el bosque asignado: aquella masa de follaje incontrolado se había convertido en doce feixas y tres mundinas[2] de tierra de cultivo. Martí era el único hijo del matrimonio entre Guillem Barbany de Gorb y Emma de Montgrí, unión desigual e indeseada por la familia de la mujer, ya que Guillem Barbany no era más que un soldado de fortuna, deudo de la regente Ermesenda de Carcasona, como antes lo había sido de su esposo, Ramón Borrell conde de Barcelona, hasta su muerte; como tal, estaba obligado a llevar a cabo cabalgadas en la frontera dedicado al pillaje y al asalto de pequeños predios solitarios, e incursiones en los territorios del rey moro de Lérida. Todo eso mientras no se reanudaran las frecuentes hostilidades con el conde Mir Geribert, que se había llegado a proclamar príncipe de Olèrdola. En cambio, su madre pertenecía a una familia acomodada de la misma capital de la Garrotxa, que renegó de ella cuando se empeñó en casarse con aquel guerrero de fortuna al que consideraban poco más que un forajido salteador de caminos; su madre, que era pubilla, fue desheredada y todos los bienes de su familia donados al monasterio de Cluny que presidía el territorio. Emma hubiera deseado que Martí entrara en la Iglesia, pero su vocación no iba encaminada hacia los altares. En su recuerdo siempre emergía la figura entrañable de su abuelo paterno, que desde niño fue una referencia importante. El viejo mostraba una ostensible cojera de la pierna izquierda y jamás hablaba de las circunstancias que la originaron. Sin embargo, cuando ya desde muy pequeño Martí se quejaba de que su padre jamás estuviera en casa y de que se pasara la vida guerreando, el anciano invariablemente le excusaba con el argumento de que muchos hombres debían cumplir con su deber en tareas que les habían sido impuestas, forzados por las circunstancias de la vida. Éstas y muchas otras charlas llegaron a su fin cuando una apoplejía dejó al anciano como un leño babeante instalado al lado de la gran chimenea del hogar. Una tarde, al volver del campo, lo hallaron muerto como un pajarillo. Al día siguiente lo cargaron en un carro de macizas ruedas y lo llevaron al cementerio que lindaba con la sagrera[3]de la iglesia de Castelló donde, tras el consabido responso, lo enterraron rodeado por el calor de sus vecinos y amigos, que le acompañaron en tan triste y último trance. Su madre presidió la ceremonia. Martí recordaba que éste fue el primer gran disgusto de su vida; tenía siete años. En aquel momento supo con certeza que su mundo no se reduciría a ir a los mercados y ferias de la comarca a vender los productos que cultivaba su familia. No quería deslomarse de sol a sol, como había hecho su abuelo, para terminar bajo un montón de tierra mientras un clérigo entonaba su monocorde miserere.
Los años de su infancia fueron pasando y un ansia de nuevos conocimientos creció en su interior. Su madre, cuya cabellera se iba llenando de hebras de plata, insistió, en la esperanza de que aquella actividad le acercara a la Iglesia, en que un par de veces por semana montara en Muley, un viejo asno asmático retirado de toda actividad, y se acercara a la rectoría del pueblo donde don Sever, el párroco que ostentaba la canonjía de Vilabertrán, había accedido a enseñarle las cuatro reglas y los fundamentos de la gramática, a cambio de pobres emolumentos consistentes en productos de la tierra y algún que otro pollo o conejo. Para todo ello tuvo que pasar por las clases de catecismo y por la vida de los santos comentada por doctos hagiógrafos, que el buen hombre le daba a leer a fin de despertar su vocación, tarea que aceptó con gusto por miedo a que le retiraran de aquella actividad que tanto le interesaba.
—Martí —le decía el buen hombre—, si te aplicas podrás ser un hombre de Iglesia. Ten en cuenta que un abad o un obispo es tanto o más que un conde o un marqués, y tú eres muy listo…
Y sumando a las obligaciones contraídas la voluntaria de desbrozar su educación, comía con él en la rectoría y le enseñaba normas de cortesía, urbanidad y buena crianza y la manera de comportarse en cualquier mesa por encopetada que fuera. Entonces se acabaron las apasionantes excursiones hasta el golfo de Rosas montado en el pollino y los emocionantes recorridos por las calas de la zona nadando con sus amigos Felet y Jofre, entrando en cuevas sumergidas, imaginando aventuras y sobre todo escondiéndose en los cañizos de la ribera con el fin de observar cómo algunas mozas se quitaban el corpiño y las sayas para chapotear en la orilla entre risas y jolgorios.
Antes de la muerte de su abuelo, cuando iba a cumplir los cuatro años, le habían contado que el buen Dios se había llevado a su progenitor en una de las algaradas habidas en la guerra que el patrón de su padre mantenía con el «príncipe» de Olèrdola, cerca de Vic. Por lo visto, una azagaya le entró entre los omóplatos atravesando el almófar y segándole la vida. Recordaba perfectamente al mensajero que, acompañado del cura de su parroquia, trajo la mala nueva. Era al anochecer de un gélido día de noviembre; la tramontana aullaba endiablada llevándose por medio cualquier objeto que no estuviera a resguardo o bien aferrado, arrancando postigos que en algún descuido alguien hubiera dejado abiertos e incluso abatiendo grandes árboles. La techumbre de la casa crujía y se quejaba como un animal herido, cuando alguien golpeó la puerta. La lumbre estaba encendida en la chimenea, y los leños crepitaban su cálido mensaje. Junto al hogar estaban cenando los tres aparceros de la finca, y en la mesa larga, apartada a un costado y presidida por su madre, el ama Tomasa, el fiel Mateu Cafarell, que desde el día de su fracasada boda había acompañado a Emma, y él. Una algarabía de ladridos advirtió a los comensales allí reunidos que algo extraordinario ocurría en el exterior, y una voz familiar acompañó al ruido de la aldaba golpeando el portalón.
—Abrid, Emma, soy don Sever.
El viejo jardinero, que hacía las veces de mozo y de cochero, apartó a un lado su escudilla y, alzando un candil en la diestra, se encaminó a la puerta con paso vacilante, mientras el ama, inquieta, se secaba las manos con un trapo de cocina y cruzaba una mirada llena de temor con su madre. A indicación de su dueña, el hombre apartó el grueso travesaño de roble y descorrió los cerrojos; el portalón se abrió, la llama flameó un instante urgida por la corriente de aire y en el quicio apareció la esmirriada figura del cura, acompañado por un guerrero cuyo porte y altura impresionaron a Martí, quizá por el contraste. Nada más verlo supo, por la expresión del rostro de su madre, que era portador de malas nuevas. La voz, que aún resonaba en el oído de su memoria, corroboró su sospecha.
—Martí, ve a tu cuarto.
Recordaba que se escabulló rápidamente, tomando a Sultán, su pequeño cachorro, en los brazos, pero nada más traspasar la portezuela que separaba su cuartucho de la pieza principal, pegó su oreja a la madera y escuchó una mezcolanza de voces en las que sin duda, además de las conocidas de su madre y de su maestro, se sumaba la grave y solemne del mensajero. Le impresionó el frío comentario de su madre tras escuchar la mala nueva:
—Demasiado ha tardado en pasar lo que yo hace mucho que esperaba.
Al cabo de un buen rato se retiró el cortejo, volvieron a resonar las fallebas y el lastimero gemido de los goznes y pudo escuchar el murmullo de la conversación de su madre con el ama y con el viejo mozo. Martí, intuyendo que su madre entraría a darle las buenas noches, se desvistió rápidamente, y después de ponerse una camisa de felpa que le cubría hasta las corvas, se introdujo bajo las frazadas esperando acontecimientos que no se hicieron esperar. La puerta se abrió y la luz temblorosa de una candela precedió a su madre marcando en las losas del suelo un arco iluminado. Ella, tras dejar la palmatoria en una mesa, se sentó en el borde de la cama y Martí sintió su cálida mano apoyada en la frente y, con los ojos entrecerrados, observó la enorme sombra de la mujer proyectada en la pared del fondo. Los tiempos y las circunstancias la habían endurecido. Su voz sonó queda y neutra como la de aquel que anuncia algo irremediable, que por esperado ya es viejo.
—Martí, hijo mío, aunque siempre lo has sido, ahora eres realmente huérfano. Tu padre ha muerto haciendo lo que más le gustaba: la guerra. Su única herencia es un anillo que queda en mi custodia y que te he de entregar cuando cumplas dieciocho años. Antes de que la fecha venza, recibiré instrucciones acerca de lo que debes hacer con él y adónde debes dirigirte.
Aunque el hombre fallecido era su padre no sintió pena ni quebranto. Sin saber bien por qué, se incorporó en la cama y abrazó a su madre. Las convulsiones de su generoso pecho le indicaron que aquella mujer fuerte, que había presidido los días de su infancia, estaba llorando.
Aquélla fue la noche en la que decidió que un día u otro partiría: no estaba dispuesto a resignarse a ser toda la vida un campesino; su ambición era grande, y sus horizontes, si no se iba, estrechos. Sin embargo, antes de partir habrían de ocurrir muchas cosas, ya que el hombre propone y el destino dispone. A los dieciséis años descubrió el amor, o eso creyó entonces. En una de las ferias a las que acudía conoció a Basilia, una joven pubilla de su edad, de una masía de campesinos ricos; y en un pajar tuvo la gloria de tener en su mano un seno de muchacha. Creyó que aquello era el fin del mundo, y aunque sus amigos se rieron de él, no le importó y se dispuso a solicitar la autorización de su madre para cortejarla. Emma se lo tomó en serio y se informó; al cabo de poco le dio el gran disgusto de su corta vida, la muchacha estaba prometida a un rico hereu y ni en sueños iba a permitir su padre que un don nadie como él torciera sus planes.
Los días fueron pasando, transformándose en meses y años, y borraron de su mente la impresión de aquel fracaso amoroso. Al cumplir la edad establecida, su madre le entregó el anillo y un breve pergamino que, sin que él lo supiera, alguien había traído a su casa hacía relativamente poco tiempo. En él se leía un nombre y una dirección en Barcelona.
—Hijo, hace un mes alguien trajo esta misiva; debía entregártela a tu mayoría de edad. En ella leerás las instrucciones que debes seguir cuando llegues a la ciudad. Es algo así como un salvoconducto, que, si no he entendido mal, te abrirá las puertas hasta la persona que lo ha enviado. Ya eres un hombre y, aunque un sentimiento egoísta me impele a pedirte que permanezcas a mi lado, mi amor materno me indica que debo favorecer tu partida para no ser un obstáculo que se interponga en tu destino. No quiero ser un estorbo: marcha y no vuelvas la vista atrás. Aquí no tienes ya nada más que hacer.
—Madre, he esperado mucho tiempo, nada hay que no se pueda demorar unos meses: está por llegar la cosecha y no partiré dejándoos a vos sola con este trabajo. Cuando regrese, porque os juro, madre, que regresaré, habré sido digno de vuestros esfuerzos. Si no vuelvo, es que he muerto en el empeño.
El día de su partida abrazó a la encallecida mujer, que a pesar de sus lágrimas mantenía la entereza de siempre, y marchó a la aventura. Se volvió una última vez, y observó cómo las figuras de su madre, del ama Tomasa y de Mateu se empequeñecían en la distancia y al mismo tiempo crecían en su corazón. Azuzó a su montura y al ritmo monocorde de sus cascos se alejó de todo aquello que hasta aquel momento había constituido su mundo. Tenía dieciocho años y tres meses.
La cola fue avanzando y ya entrada la mañana llegó su turno. Uno de los soldados que controlaban la puerta le pidió razón de quién era y qué pretendía. Martí Barbany extrajo de su faltriquera el documento que portaba para uno de los canónigos de la catedral y el hombre, tras consultar al jefe de puerta y ver quién era el destinatario, le franqueó la entrada. Espoleó a su cabalgadura y en medio de la riada humana se introdujo en la gran ciudad, ascendió por una concurrida calle y, tras atravesar la plaza ante la que se encontraba el Palacio Condal y asombrarse ante la magnificencia del mismo, llegó al Hospital de la Catedral, la Pia Almoina, donde tenía su residencia el arcediano Llobet, a quien debía mostrar el documento que alguien había entregado a su madre. Descabalgó en la entrada, y tras atar a su cabalgadura en la barra de madera que se hallaba allá dispuesta a tal efecto y darle una moneda a un muchacho que se ofreció a vigilarla, se introdujo en el portal y se acercó a una mesa donde un joven clérigo recibía las visitas que se aproximaban a la casa para despachar cualquier asunto que dependiera de los canónigos y altos dignatarios que allí residían. El religioso le iba a atender cuando las campanas de la Pia Almoina comenzaron a sonar anunciando el Ángelus, y el repique de los badajos en las espadañas de los demás conventos e iglesias de Barcelona y alrededores hicieron lo propio. Toda actividad se interrumpió y la calle quedó paralizada: las gentes detuvieron su atareado ir y venir y, gorro en mano los hombres y cubiertas por mantones y mantellinas las mujeres, aguardaron a que los ecos del campaneo se detuvieran; entonces se reanudó la actividad.
—¿Qué se os ofrece?
El religioso había cobrado vida y con una voz cantarina y amable más propia de un chantre de coro preguntó a Martí Barbany su nombre y el motivo de su visita.
—Traigo una carta, un salvoconducto para el arcediano Llobet. Si sois tan amable, quisiera verlo.
Martí mostró la credencial y el clérigo, tras aproximar a su ojo derecho un grueso cristal soportado por un mango de madera, se dispuso a leer las letras del documento.
—Tened la bondad de aguardar un momento.
Hizo sonar una campanilla que estaba sobre su mesa y al punto compareció un tonsurado jovencito, que esperó órdenes.
—Llevaréis esta misiva al padre Llobet.
Martí Barbany intervino.
—Preferiría entregársela yo mismo, si no os importa: es mi credencial.
Y con estas palabras extendió la mano para que el otro le devolviera la carta. El hombre examinó detenidamente al resuelto visitante y se dijo que aquel muchacho, pese a su juventud y su aspecto un tanto pueblerino, debía de ser alguien singular.
—Como gustéis, pero creo bastante improbable que os atienda. El padre Eudald está muy solicitado y aunque tengáis una presentación, no acostumbra a recibir visitas sin previa audiencia.
—Decidle a su paternidad que Martí Barbany desea verle.
Entonces, el monje, como excusándose, aclaró:
—Lo que él decida escapa, como comprenderéis, a mi autoridad.
Al poco regresó el aprendiz de clérigo diciendo que el arcediano recibiría al visitante.
El monje miró con curiosidad al joven y añadió:
—Ya lo habéis oído. En todo el tiempo que llevo en esta portería es la primera vez que el arcediano recibe a alguien sin cita previa. ¡Por san Bartolomé que sois un hombre afortunado!