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Ermesenda de Carcasona

Gerona, mayo de 1052

Las voces que resonaban a través de las gruesas paredes atronaban el espacio. Ermesenda de Carcasona —señora de Gerona, viuda de Ramón Borrell, conde de Barcelona, y auténtica condesa por derecho propio— era famosa por los estallidos de su temible genio cuando algo la contrariaba. Ante su presencia, el gigantesco Roger de Toëny, a cuyo cargo estaban las huestes que defendían la plaza, aparecía encogido, cual infante sorprendido hurtando el cuenco de las frambuesas.

—El hecho de que seáis mi yerno no sólo no os autoriza a cometer desafueros, sino que, muy al contrario, os obliga a dar ejemplo. Y, en cambio, vuestra inoperancia parece otorgar una especie de beneplácito a los desaguisados y tropelías que comete día sí y otro también la chusma que tenéis a vuestras órdenes.

El jefe de las compañías normandas que acampaban en los aledaños de la capital estaba en pie con el yelmo apoyado en el antebrazo. El cimbreante penacho que adornaba la celada denotaba la nerviosa actitud del guerrero, poco acostumbrado a encajar rapapolvos de nadie.

—Veréis, señora, no es fácil dominar a mesnadas de hombres curtidos que se aburren en cuanto no guerrean y que, al no tener dineros para sus dispendios, se arrogan a veces el derecho de tomarse lo que desean por su cuenta. Hace ya tiempo que se repartió el último botín, y la inactividad, en lugar de relajarlos, sólo los encrespa.

—¿Queréis decirme que prefieren la guerra a la molicie y a la buena vida que llevan en mis tierras? —preguntó a gritos la condesa.

—Señora, intentad comprender: son guerreros… ¿Qué otro oficio les cuadra más que el que han escogido? —dijo Roger de Toëny, intentando aplacar los ánimos de la dama.

—La tarea de tenerlos entretenidos es responsabilidad vuestra. Podéis proporcionarles saltimbanquis, encantadores de serpientes o volatineros, pero sabed que no voy a consentir que ocurran hechos como los de la otra tarde. Mis súbditos deberían estar protegidos por esa horda de salvajes… ¡Y en su lugar se ven obligados a guardar sus bienes bajo siete llaves y a encerrar a sus mujeres en sus casas!

—Entiendo vuestro sentir, pero mal puedo yo prever que unos hombres hartos de vino, forzados por la inactividad y faltos de mujeres, cometan de vez en cuando alguna picardía.

—¿Osáis llamar picardía a asaetear a un hombre, apalear a otro hasta la muerte y violar a las mujeres que habitaban el dominio, una de ellas, por cierto, de sólo doce años? Tened por seguro que, si no sois capaces de mantener a raya a estos bellacos malnacidos, lo tendré que hacer yo… ¡Y a fe mía que no dudaré en hacerlo!

El normando permaneció en pie como quien aguarda algo.

—Os diré lo que vais a hacer —prosiguió la condesa—. Averiguaréis quiénes han sido los autores de esta honrosa gesta y cuando los descubráis los colgaréis en la horca que montaréis en el campo de armas en presencia de toda la tropa, para escarmiento de osados y aviso para rebeldes.

Roger de Toëny dibujó en sus labios una torcida sonrisa.

—Y decidme, señora: ¿de verdad creéis que alguno de mis hombres va a delatar a un compañero de armas?

—¿Me tenéis acaso por estúpida? ¡Me importa un comino si lo hacen o no! Si no aparecen los culpables, colgad a dos de los más significados y asunto concluido. Os diré la verdad: prefiero que callen. Así sabrán que nadie tiene la cabeza segura sobre su cuello. Espero que no ocurran más hechos lamentables, pero si así fuera ya veréis cómo salen rápidamente los nombres de los autores del desafuero.

—Pero, señora —protestó el normando—, van a pagar justos por pecadores.

—Decidme entonces, si hiláis tan fino, qué culpa tenían mis agraviados súbditos. Si necesitáis justificaros ante vuestros capitanes atribuid el hecho a una… «picardía» de la vieja condesa.

Un sonoro silencio se instaló entre ambos personajes. El guerrero recuperó la compostura, estiró su inmenso corpachón y, tras una leve inclinación de cabeza, salió de la estancia a grandes zancadas. A sus espaldas resonó la voz de la vieja Ermesenda.

—En cuanto a vos, mejor haríais en acudir alguna vez al lecho de Estefanía en lugar de consumir las noches en francachelas con vino y dados. Mi hija es tonta de tan buena… ¡Conmigo deberíais haber topado!

El señor De Toëny no pudo reprimirse y, antes de abrir violentamente las hojas de la puerta de entrada, giró rápidamente sobre sus talones de forma que el penacho de su casco se balanceó a uno y otro lado, y desde el fondo del salón alzó su poderosa voz que rebotó en las paredes.

—¡Antes muerto, señora! ¡Antes muerto!

Y, dando un sonoro portazo, salió de la estancia.

Cuando se quedó a solas, la vieja condesa tomó su libro de horas, maravillosamente miniado por los expertos dedos de algún monje, que le había regalado su hermano Pere Roger, obispo de Gerona, y se dispuso a leer. Vano intento: su mente deambulaba inquieta por los parajes de su apasionada vida y no le permitía concentrarse. Se levantó de su sitial y, dirigiéndose a un pequeño canterano que ocupaba uno de los rincones de la estancia, tomó de su interior una frasca y se sirvió una generosa ración de un licor de cerezas que ella misma se ocupaba de destilar en un cuartito cercano a la bodega provisto de alambiques y redomas. Luego se instaló junto a un ventanal lobulado de dos cuerpos, en un sillón de tijera de noble madera taraceada y elegante cuero repujado, sujeto a la madera con tachuelas de brillante latón, y dejó que su mente divagara, decidida a defender, a costa de lo que fuera, los derechos de su esposo Ramón Borrell sobre los condados de Gerona y Osona como gabela de esponsales.

Corría entonces el año de gracia de 992. La legación barcelonesa que acompañó a Ramón Borrell a Carcasona era en verdad llamativa. Los nobles a caballo escoltaban las carretas, engalanadas con guirnaldas de flores, donde viajaban las damas. Destacaban los arreos de las caballerías, relucientes los resaltes de metal y lustrado el cuero de las guarniciones, y las blancas hacaneas de los clérigos. Las puntas de las lanzas de los soldados parecían hechas de plata pura, los atabales y la trompetería atronaban el espacio: los timbaleros llevaban el compás y los clarines lanzaban sus acordes al aire, mientras flameaban sus banderolas. La comitiva podía competir en gala y donosura con la de cualquier monarca de la tierra. El buen pueblo, en prietas hileras a pie de calle y desde las ventanas, agitaba palmas y aplaudía asombrado, lanzando a su paso una cascada de pétalos de rosa. El pelirrojo señor que presidía aquel majestuoso cortejo iba a desposar a su joven condesa y esa fecha pasaría a los anales de Carcasona.

En aquella jornada la iglesia mayor le pareció a Ermesenda más solemne que nunca. La nobleza se apretujaba en los ornados bancos, mientras el pueblo se arracimaba junto a las casas, intentando ver el paso de su condesita. Cuando del brazo de su padre traspasó la entrada del templo y oyó las notas del órgano, le pareció que el cielo se abatía sobre su cabeza. A través del tupido velo que cubría su rostro pudo observar sin ser observada al impresionante caballero de largos cabellos rojos que, vestido con una principesca armadura en cuyo peto refulgía un magnífico collar de oro del que pendía un camafeo de coral con el bajorrelieve de un jabalí, la aguardaba a pie firme delante del altar. El tiempo se detuvo y por un instante creyó que volvía a ser la niña que soñaba en su cama con momentos como aquél. Ermesenda llegó hasta él. Su padre la descolgó de su brazo y se instaló a un costado del presbiterio. Tras una reverencia, Ramón Borrell se colocó a su izquierda. De repente la música detuvo sus brillantes acordes y un impresionante silencio se apoderó del templo.

Ermesenda recordaba todos y cada uno de los detalles de la ceremonia. Dos obispos dirigían los oficios: el de Béziers y el de Barcelona, además del deán de Carcasona; una pléyade de importantes clérigos de ambas vertientes de los Pirineos, magníficamente ataviados con albas casullas y mantos bordados en oro, hacían las veces de simples acólitos. El momento culminante llegó, a la manera romana: uno de los ministros le indicó que colocara las manos a modo de cuenco y entonces Ramón Borrell depositó en ellas las arras de plata cuyo simbolismo tan bien conocía. Todo sucedía muy deprisa. Tomaron su mano izquierda, que asomó tímida y blanquísima por la ajustada bocamanga de su traje, y mientras Ramón Borrell introducía la alianza, ella escuchó sus palabras.

Ego Raimundus Borrellius comes civitatis Barcinonensis, accepto te Ermesenda sicut uxor mea et promisso cavere te, omni perículos, rispetare et cautelare vos a malo et esere fidelis in salute et malaltia usque tandem Deus Dominus nostro cridi me al seu costat at finem dels meus dies. [1]

Pese a que en aquel momento estaba en juego su destino, la mente de Ermesenda registró un cúmulo de hermosas y sonoras palabras que desconocía pero que, mezcladas con el latín, resonaron alegres dentro de su cabeza. Luego ella hizo otro tanto. Comenzó la música y las campanas iniciaron un volteo sin igual, acompañándola con su solemne y sincopado repique hasta que, junto a su marido, atravesó el rastrillo del castillo de Carcasona, momento en el que las gruesas paredes mitigaron el estruendo.

Descendió del carruaje y, mientras llegaban los invitados, fue conducida en volandas a sus habitaciones donde, junto a su aya, la aguardaba un ejército de damas y sirvientas que le quitaron el traje que había lucido durante la ceremonia. La perfumaron y, tras peinarla y cambiarle el tocado por una diadema de perlas que había pertenecido a su abuela, la vistieron con un brial de color malva cuyo escote se abría en forma de uve mostrando el nacimiento de sus senos y cuyas mangas volaban en torno a sus brazos como alas de mariposa; después le ciñeron un dorado cíngulo que, ajustado a sus caderas, descendía en ángulo remarcando las curvas de su cuerpo. Al observarse en el bruñido bronce de su espejo, la joven tuvo la impresión de que estaba en cueros vivos.

—Ama, ¿así me he de presentar ante mis invitados?

—Así, niña mía —confirmó el aya en tono cariñoso.

—Pero me siento desnuda… —protestó la joven.

—Una dama casada ha de prometer sin permitir, ha de sugerir sin entregar. Vuestro esposo os ha de ver como mujer, no como niña; si no, esta noche él no sabría cómo trataros.

—¿Qué es lo que me pasará esta noche, ama?

—Lo que dicta natura. No os preocupéis: si mi instinto no me engaña, vais a tener buen maestro.

Ermesenda la miró con ojos de impotencia.

—Pero ama…

—Dejaos llevar, niña mía. Las ovejas se fían del pastor y no preguntan. Venga, poneos esto.

El aya le entregó una liga azul.

—¿Qué es lo que me dais?

—No preguntéis tanto: colocadla sobre vuestra media sin que os vean esas metomentodo. —Y señaló a las tres damas que estaban entretenidas recogiendo el desorden de la cámara—. En mi tierra, la Cerdaña, dicen que augura fortuna; aquí dirán que es brujería.

Ermesenda la miró a los ojos, se descalzó rápidamente de uno de sus escarpines y se colocó la liga en el muslo, ciñéndose el lazo; luego se bajó la saya, el refajo y después la falda.

—Si me dijerais que me tirara al río lo haría. ¡Os quiero mucho, ama! Si no os pudiera llevar conmigo a Barcelona no me habría casado. Sin vos me siento perdida como una niña en el bosque…

Entonces en su mente se formaba una nebulosa, y las imágenes se sobreponían una sobre otra en un laberinto que la confundía y que, a pesar del tiempo transcurrido, todavía conseguía azorarla.

El salón del banquete en el que se habían reunido los invitados de ambas cortes presentaba un aspecto deslumbrante. La inmensa mesa llegaba a ambos extremos atiborrada de manjares a cuál más opulento y selecto, separados entre sí por gruesos candelabros que iluminaban las suculentas fuentes. Enormes soperas de las que partían aromas exquisitos, bandejas con venados casi enteros ensartados en espetones, pescados traídos de las cercanas costas mediterráneas conservados en hielo y un sinfín de copas preparadas para acoger a los más diversos y afamados caldos de la región. Justamente en el centro de la mesa había cuatro regios sitiales dispuestos para acomodar a sus padres, Roger I y Adelaida de Gavaldà, y a los de su esposo, Borrell II y Legarda de Rouergue; a ambos lados, dos sillas más pequeñas: la de su marido, junto a la de su madre, y la suya junto a la de su recién estrenado suegro. Desde la tribuna los músicos iniciaron a su entrada una alegre tonada. Los condes ocuparon los puestos de honor y los invitados se dispusieron a situarse en los lugares que se les habían asignado, observando un rígido protocolo en función de su categoría y parentesco.

Ermesenda se sintió transportada a su lugar en la gran mesa; recordaba que al principio de la ceremonia ni se atrevía a posar la mirada sobre sus invitados. La cena fue transcurriendo, y las frecuentes libaciones hicieron que cada cual fuera a lo suyo y se entregara al condumio con verdadera fruición. Entonces, y solamente entonces, sus recuerdos se fueron ordenando y las escenas finales de aquella singular velada adquirieron una nitidez notable. Al poco, los brindis y homenajes a la pareja aumentaron, la música elevó el tono y el mundo pareció desentenderse de ella. En toda la velada apenas pudo dirigir una mirada a su esposo, de tal modo que, cuando las damas vinieron a buscarla para preparar su noche de bodas, a duras penas lo había visto. Las risas, el barullo y el jolgorio eran tan intensos que desbordaban los límites del salón; los criados iban y venían de las cocinas en un continuo tráfago, trayendo y llevando los postres y, a excepción de su madre, que cruzó con ella una intensa mirada, nadie pareció darse cuenta de que se retiraba. Cuatro dueñas la aguardaban en la entrada de la cámara nupcial. Se abrieron las puertas y Ermesenda se halló ante el lugar donde iba a realizar el acto más importante de su vida hasta entonces. Los artesonados del techo, los tapices que cubrían y sellaban todas las aperturas evitando cualquier posible e indiscreta mirada, los gruesos cortinajes que ocultaban el inmenso tálamo, que tan bien conocía de sus correrías infantiles con su hermano Pere. Allí estaba el motivo de que hubieran bautizado la estancia como el cuarto de la barca: un enorme lecho con dosel, en forma de nave, suspendido sobre cuatro gruesas columnas doradas y al que se debía acceder mediante una escalerilla.

Su ama aguardaba circunspecta junto a la bañera humeante, poseída del importante papel que aquella noche iba a desempeñar en la vida de su pupila. Ermesenda sintió cómo varias manos femeninas le iban retirando los ropajes hasta dejarla en cueros vivos; luego, tras introducirla en la bañera y frotarla, la ungieron con aceites y perfumes traídos de extrañas tierras para arrancar de su piel los humos y olores de los manjares del banquete. Finalmente las damas se retiraron y se quedó a solas con Brunilda, su aya. Ésta recogió su cabellera con peines de concha de tortuga y suavemente le pasó por la cabeza un camisón exquisitamente bordado. Sin más dilación, la condujo frente a un espejo, obsequio de su esposo, traído de tierras musulmanas por mercaderes catalanes, una sola pieza de bruñido metal en la que se reflejaba su cuerpo entero. Ermesenda observó una hendidura vertical, adornada con pasamanería a ambos lados, que se abría en su camisón justamente a la altura de su sexo. Ante su inquisitiva mirada su ama respondió:

—Es bueno que la primera noche la novia se muestre recatada. La abertura permitirá a vuestro esposo yacer con vos sin que medie ofensa; no olvidéis que sois la depositaria del honor de Carcasona. Sólo una barragana se exhibiría desnuda.

—En qué lugar más extraño de mi cuerpo ha depositado su honor Carcasona, ama.

—Así son las cosas, niña mía. No he improvisado nada; todo es como debe ser. Ahora subid al lecho y aguardad. Yo debo retirarme. Y… no olvidéis que lo que ahora puede ser dolor, mañana será gozo.

Ermesenda dio un beso y un fuerte abrazo a su aya y ascendió la escalerilla de su particular tabernáculo. La buena mujer se retiró tras apagar todos los candelabros, dejando encendida únicamente la palmatoria que iluminaba una imagen sagrada de la Virgen. La niña se quedó sola en la penumbra, aguardando en el tálamo, temerosa y expectante, la llegada de su esposo. Su memoria adornaba el lejano recuerdo con el aroma inmarcesible de la distancia, su mente vagabundeaba y evocó la jornada en la que su madre le habló por vez primera del que habría de ser su marido.

—El hombre a quien estás predestinada es el conde Ramón Borrell de Barcelona, cuya sangre desciende de un tronco común a nosotros, la del conde Bello I de Carcasona y Barcelona, que data de antes de 812. Nada que ver, como comprenderás, con los advenedizos francos del norte, puesto que ya entonces nuestra bendita tierra formaba parte de la Septimania, que había aceptado la cultura latina.

—Cuando Almanzor se apoderó de Barcelona, pasamos verdadera zozobra. Fueron tiempos terribles, en los que temimos que el moro no se pararía en los Pirineos. —Su madre había adoptado un tono de voz solemne—. A Carcasona le conviene tener el flanco sur bien cubierto, sobre todo cuando se trata del islam, y la moneda de cambio eres tú: la futura señora de Foix y de Narbona. Tu futuro esposo es conde de Barcelona, Gerona y Osona, un valeroso guerrero muy capaz de defender nuestras fronteras, con más ahínco aún si son las de la casa de su esposa.

Ermesenda recordaba todo aquello mientras reposaba su fatigado cuerpo en el salón contiguo a la torre del homenaje. Su espíritu inquieto deambulaba por los recónditos recovecos de su memoria. La escena era tan vívida que le dolía el corazón al recordarla.

Entonces le vino a la mente una frase de su madre:

—No importa, hija mía, que todavía no le ames. Yo no conocía a tu padre cuando me casaron con él y he sido muy feliz. Sólo te diré una cosa: cuando te abras de piernas, piensa en Carcasona.