Condado de Gerona, mayo de 1052
Caía la tarde. Un grupo formado por cinco jinetes adustos y malhumorados cabalgaba por una vereda bordeada de hayas que separaba el condado de Ampurias del de Gerona. De su aspecto se deducía a la legua que no eran cazadores avezados, sino un puñado de mercenarios de los que tanto abundaban por aquellos pagos, dispuestos a alquilar su espada a cualquier señor que quisiera recurrir a aquel tipo de tropa para invadir una marca o disputar un predio al conde vecino. Habían partido muy de mañana para matar el tedio, con la idea de que asaetear un venado o cazar un gorrino salvaje sería una tarea mucho más sencilla que degollar a un prójimo en una batalla. Sin embargo, su inexperiencia los delataba: no tenían en cuenta la dirección del viento ni sabían moverse por la espesura sin partir ramas o hacer ruidos innecesarios, por lo que la cacería había resultado un fiasco. De manera que, agotados, hambrientos y ariscos, regresaban a Gerona con la sospecha de que, desde el interior de la floresta, ciervos, ardillas, jabalíes y urogallos se mofaban de ellos y proclamaban a gritos su falta de pericia.
De repente, el que parecía mandar la tropa alzó la diestra para detener al grupo. El segundo, un gigantón barrigudo de poblados bigotes, se aproximó hasta él.
—¿Qué es lo que ocurre, Wolfgang?
El así llamado señaló hacia delante y replicó:
—¡Gente!
A una indicación del jefe, todos desmontaron y siguieron a pie, sujetando a los caballos por el ronzal. Poco después, percibieron olor a humo. Se pararon en un claro del bosque y, tras atar los caballos a los árboles, avanzaron agachados y, ahora sí, poniendo mucho cuidado en no desmochar una rama, ni emitir sonido alguno. Cuando llegaron al límite de la floresta, detuvieron sus pasos y se dispusieron a observar. La escena les alegró los ojos: presentían que la fracasada partida de caza podía tener un final feliz. Ante ellos se alzaba una cuidada masía de cuya chimenea salía humo; sus habitantes estaban plenamente ocupados en las faenas del campo. Dos hombres dedicaban sus esfuerzos a herrar un percherón de hermosa planta. Estaba el animal atado por la brida a un gancho de la pared. El más joven sujetaba su pata posterior izquierda y la mantenía doblada para facilitar al otro la operación, mientras el viejo, ataviado con un mandil de cuero, golpeaba con un mazo las cabezas planas de los clavos tratando de fijar la herradura al casco del noble animal. A la derecha, una niña provista de un pequeño látigo azuzaba a un asno que, con los ojos vendados, recorría indolente el eterno camino que rodeaba la noria. En la era, una anciana cardaba lana en una rueca mientras otra mujer, en avanzado estado de gestación, tamizaba granos de trigo en un gran cedazo, removiéndolo al compás del vaivén de sus caderas.
La voz del tal Wolfgang sonó contenida.
—Gunter, ¿estás viendo lo mismo que yo?
—Diría que sí, y se me ocurre que tal vez todavía podremos salvar la jornada. ¿Te das cuenta de cómo mueve el culo la muchacha?
—Habrá tiempo para todo. Di a Ricardo que venga.
El llamado Gunter se giró y, con un gesto breve que indicaba premura y silencio, reclamó la presencia de uno de los dos compinches que seguían acuclillados detrás. Éste obedeció en absoluto silencio.
Cuando el primero lo sintió a su lado, preguntó:
—¿Tienes lista la ballesta?
—Siempre la tengo, Wolfgang.
—Observa bien y dime, ¿eres capaz desde aquí de hacer blanco en el hombre que sujeta la pata del animal?
—¿Te refieres al más joven?
—A ese mismo.
—¿Puedo ponerme en pie?
—Sin salir de la espesura y cuando yo dé la orden.
El individuo midió la distancia con la vista, tomó la ballesta y, tras extraer una flecha del carcaj, la colocó en el mecanismo y tensó la cuerda.
—Dalo por muerto.
—No esperaba menos de tu pericia.
En un susurro, impartió órdenes a los otros tres.
El plan era sencillo y la sorpresa constituía un factor primordial. La finalidad: la rapiña de animales y bienes y, si además podían proporcionarle un regocijo al cuerpo, mejor que mejor. Tal vez así pudieran olvidar la aciaga jornada de caza.
Cuando comprobó que todos habían ocupado sus posiciones, el tal Wolfgang dio la señal. El arquero se puso en pie, apuntó la ballesta y apretó el gatillo. Un silbido atenuado rasgó la paz del momento y, ante la sorpresa del hombre mayor, el más joven cayó al suelo en tanto una gran mancha de sangre empapaba su camisa. Un concierto de ladridos sacudió el crepúsculo.
Los soldados se apresuraron a salir de la espesura. La mujer mayor, aterrada, soltó la rueca y se puso en pie sin saber qué hacer; la preñada acudió corriendo junto a su marido, y apoyando la inerte cabeza contra su pecho, se dirigió a la niña a gritos: «¡Huye, María, huye!». El cloqueo ensordecedor de las gallinas que corrían enloquecidas por la era se unió a los balidos asustados de los corderos desde el aprisco. Uno de los hombres se abalanzó sobre la criatura a fin de sujetarla y ésta, con el rebenque con el que azuzaba al pollino, le atizó un tremendo fustazo en la cara y salió corriendo hacia el bosque. El gigantón apartó a la mujer mayor, apoyó el extremo afilado de una daga en el gaznate del hombre del mandil y, con un raro acento, exclamó:
—Vamos a estarnos quietos. Si colaboráis, nos iremos pronto y seguiréis con vida; en caso contrario, no viviréis para contarlo. —Y, dirigiéndose al que parecía mandar al grupo, añadió—: ¿Qué hacemos ahora, Wol…?
La voz del tal Wolfgang le interrumpió con furia.
—¡Imbécil! ¡Te he dicho mil veces que no me nombres!
El otro farfulló un «lo lamento».
En ese momento, un inmenso can, cruce de mil razas, que estaba alejado vigilando el vallado de las yeguas preñadas, salió de la espesura y se abalanzó sobre el ballestero. Le agarró el brazo derecho con sus poderosas fauces y sacudió la cabeza, como si intentara arrancárselo de cuajo. El llamado Wolfgang se acercó por detrás y, de un certero tajo, rebanó el pescuezo del perro. Los gritos del hombre herido se mezclaron con los alaridos de la niña, que pataleaba desesperada en brazos de su captor, que lucía un costurón cárdeno en el rostro, consecuencia del fustazo. Wolfgang ordenó:
—La preñada y la cría al pajar. Llevad al hombre adentro para que os muestre el ladrillo bajo el que oculta sus ahorros. No le hagáis daño si no es necesario. Y encerrad a la vieja con él.
El grupo se separó: Gunter y Ricardo, el arquero, que intentaba contener la sangre que manaba de su maltrecho brazo con un trapo, se dirigieron a la vivienda, mientras Wolfgang y los otros dos individuos arrastraban a la embarazada y a la niña al interior de la cuadra. En cuanto los primeros cruzaron la puerta, el viejo fue conminado a entregar sus ahorros.
—Habéis matado a mi hijo, que era el único tesoro de esta casa. Lo que veis es lo que hay, llevaos todo y dejadnos en paz. Mi nuera está embarazada.
—¡Maldito hijo de perra! ¿Nos tomas por imbéciles? ¡Muestra el ladrillo donde guardas tus ahorros o sabrás lo que es la ira de un normando!
—Os repito que nada tengo.
—¡Ya verás como haces memoria!
Y, tras pronunciar su amenaza, el llamado Gunter rasgó el corpiño de la mujer, dejando al descubierto sus pálidas carnes.
El hombre, que en sus años mozos debió de ser un individuo fornido, se encaró con el ultrajador de su mujer, pero el ballestero derribó al campesino de un golpe de azada en la espalda. La mujer chillaba despavorida. El otro se ensañó con el caído y comenzó a golpearlo sin pausa ni medida hasta reducir su cabeza a un amasijo de sangre y carne.
—Condenados avaros, prefieren perder la mujer y la vida antes que soltar los dineros.
El llamado Ricardo, aún con el mango del azadón en la mano, resollaba debido al esfuerzo.
—Atad a la mujer a la silla y vayamos a ver qué decide el jefe.
—Ve pasando, yo me quiero dar un homenaje.
—¿Con ese saco de huesos?
—Ya sabes lo que dice el refrán: «Gallina vieja hace buen caldo». Además, en tiempos de penuria, malo es tener remilgos. ¡En peores puestos he hecho guardia!
La mujer sollozaba en un rincón.
—Allá cada cual con sus regodeos. De cualquier manera no te demores, aún hemos de recoger el botín.
Gunter salió y dirigió los pasos a la cuadra. Cuando llegó, sus ojos divisaron una estampa que, no por conocida, resultaba menos estimulante.
La mujer preñada, arrodillada en el suelo, suplicaba a Wolfgang.
—¡No hagáis daño a la niña! ¡Apenas tiene doce años y es virgen! ¡Tomadme a mí, por caridad!
—Eres poca hembra para todos. Además, así el hombre que la despose estará satisfecho: se la ahormaremos para que pueda gozarla mejor.
Y comenzó a desabotonarse los calzones.
Tiempo después salieron de la masía los cinco forajidos llevando colgados del arzón de sus cabalgaduras dos sacos llenos de gallinas y conejos descabezados. Atrás quedaba un rastro de fuego y horror: dos muertos y tres mujeres mancilladas. Una de ellas, de apenas doce años, quebrada en el suelo del pajar, era consolada por su madre, que le acariciaba el pelo lleno de barro, paja y sangre.