Prólogo

Bram Stoker necesitaba unas vacaciones. La década de los ochenta había sido de todo menos tranquila, y su trabajo como gerente del teatro Lyceum y secretario personal de Henry Irving, el más célebre actor de la época, consumía la mayor parte de su tiempo. Stoker no sólo había supervisado minuciosamente varios de los montajes teatrales más espectaculares de la escena británica, como Hamlet, El mercader de Venecia, Macbeth y un mastodóntico Fausto, sino que además se había encargado de organizar tres complejas, prolongadas y agotadoras giras por Norteamérica y Canadá. En cualquier caso, no podía quejarse. Durante toda su vida el teatro había sido su gran pasión, admiraba a Irving, con una adoración incondicional reservada a los genios del Parnaso, y su posición como segundo al mando de una de las entidades culturales referenciales de la Inglaterra victoriana le había puesto en contacto directo con los más variados y distinguidos caballeros de las ciencias, las artes, la política y la investigación; del primer ministro William Gladstone al Príncipe Eduardo, de Sir Richard Burton a Ármin Vámbéry, de Conan Doyle a Mark Twain, de George Bernard Shaw a Lord Tennyson. Además, sus repetidos viajes a Estados Unidos le habían dado la oportunidad de cumplir uno de sus sueños de juventud: conocer personalmente a su mayor ídolo literario, el poeta norteamericano Walt Whitman.

Sin embargo, la relación con Irving nunca llegó a ser enteramente satisfactoria. En palabras del escritor Horace Wyndham: «[Irving] se rodeó de una horda de parásitos avariciosos de tercera fila. [Stoker] tenía más cerebro que todos ellos juntos y odiaba verles. Si él no hubiera estado en el puente de mando, el barco del Lyceum habría naufragado mucho antes de lo que lo hizo». Pero mantener firme el timón le creó más de un conflicto con el despótico Irving, más preocupado por su ego que por la buena marcha de la empresa. Aquellos que le conocieron bien —entre ellos su primera dama del Lyceum y amante ocasional, Ellen Terry—, afirman que el actor sólo mantuvo un vínculo afectivo profundo y prolongado con sus terriers, a los que adoraba. Es fácil imaginar, pues, la frustración de su manager, cuya amistad y admiración jamás encontraron una correspondencia adecuada.

Por otra parte, inmerso en sus deberes diarios, Stoker apenas tuvo tiempo para practicar su otra gran pasión: la literatura. En toda la década, sólo consiguió completar un libro de cuentos infantiles, escrito con su hijo en mente, y una novela que aún no había visto la luz, pero que publicaría en breve. Es cierto que algunos relatos suyos habían ido apareciendo en varias publicaciones, y que incluso había editado un librito, A Glimpse of America, muy bien recibido por la crítica, con el texto de una conferencia acerca de Estados Unidos que había pronunciado en 1885. Pero ahora todo estaba a punto de cambiar. Esta vez tenía un proyecto realmente interesante… un proyecto que podría, quizá, ganar definitivamente el respeto de Irving, no sólo como el excelente gerente, contable y crítico que era, sino como creador. Un proyecto en el que iba a poder abordar algunos de sus más profundos sentimientos y lidiar con algunos de sus fantasmas más personales. Un proyecto, al fin y al cabo, imposible de liquidar aprovechando un par de tiempos muertos, como hacía con los cuentos y encargos periodísticos. Sencillamente imposible. Hasta entonces se había limitado a jugar con él, dándole vueltas en la cabeza, planificando una estructura. Finalmente, el 8 de marzo de 1890, se animó a dar el paso definitivo y plasmó algunas de sus ideas sobre el papel. Seis días más tarde había completado un esquema sorprendentemente definitivo, dividiendo la novela en cuatro libros —que tituló De Estiria a Londres, Tragedia, Descubrimiento y Castigo—, compuestos a su vez de siete capítulos cada uno. Había llegado incluso a describir mediante breves apuntes lo que debía ocurrir en cada uno de ellos. El capítulo I del primer libro, por ejemplo, recogería «Las cartas de los abogados», mediante las que presentaría a algunos de sus personajes. El capítulo II estaría dedicado a la «Visita a Estiria» de un notario británico. El tercero describiría tres acontecimientos: «El viaje - los lobos - la llama azul». El cuarto narraría la «Llegada al castillo». Y en el quinto… en el quinto iba a demostrar que su villano, el Conde Wampyr, podía ser tan turbador, calculador y diabólico como el Shylock o el Mefistófeles encarnados por Irving. De hecho, prácticamente estaba creando un personaje cortado a la medida del gran histrión. Casi podía imaginarle, surgiendo de entre las sombras con los ojos llameantes, rodeado de una tormenta de furia eléctrica creada con alguno de los ingeniosos efectos especiales característicos del Lyceum, rechazando a las tres voraces vampiras dispuestas a besar hasta la extenuación a un semiinconsciente Jonathan Harker. Era una escena brillante. Y no era la única. Esta nueva novela, que probablemente titulara The Un-Dead (El no-muerto), tenía un gran potencial dramático. Una adaptación teatral de la misma, a cargo de la compañía del Lyceum, podría dejar a la altura del betún a las numerosas obras de temática vampírica que tan populares habían demostrado ser durante todo el siglo XIX, desde la publicación de El vampiro, de Polidori, en 1819. Lord Ruthven, su refinado y aristocrático chupasangres, había conquistado la imaginación de los lectores y había servido de base para obras como Lord Ruthven et les vampires (1820), de Charles Nodier y Cyprien Berard; Le vampire(1820), de Nodier en solitario; The Vampire, or the Bride of the Isles (1820), de James Robinson Planche; Le Vampire, drama fantastique, de Alejandro Dumas padre (1851); o The Vampire (1852), de Dion Boucicault. Algunas de ellas, representadas durante décadas, habían dado a conocer entre el público Victoriano tanto el personaje de Lord Ruthven como las convenciones del relato vampírico. También Varney the Vampire or The Feast ofBlood, el interminable serial de James Malcolm Rhymer publicado por entregas entre 1845 y 1847, había contado con el favor popular. Las referencias comenzaban a agolparse en la cabeza de Stoker. Sheridan Le Fanu y su Carmilla, Charles Robert Maturin y su Melmoth el errabundo, Coleridge y La rima del anciano marinero… Pero ¿cómo abordar un relato de vampiros en una era «científica, escéptica y positivista»? Tenía que escribir una novela gótica moderna, en la que los ambientes medievales de Horace Walpole y Ann Radcliffe, con sus ruinosos castillos y abadías, sus mazmorras y sus pasadizos, sus mujeres virtuosas acosadas por hombres tan atractivos como peligrosos, fueran de la mano de los últimos avances de la técnica y la vida moderna. Una novela de misterio sin solución racional, en la que los métodos de investigación propios de las novelas de Wilkie Collins se aplicaran a lo sobrenatural. Una novela de aventuras científica en la que la resolución dependiera tanto de las heroicidades físicas propias de los héroes de H. Rider Haggard como del talento académico.

Desde luego, era una idea muy prometedora. Pero iba a requerir de mucho tiempo. Y de una preparación exhaustiva. Decididamente, necesitaba unas vacaciones.

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Cuatro meses más tarde, en agosto de 1890, las tuvo. El trayecto de ocho horas en tren había merecido la pena. Whitby, el pequeño pueblo pesquero de la costa de Yorkshire, era tan pintoresco y acogedor como todo el mundo le había dicho. No era de extrañar que se estuviera convirtiendo en uno de los destinos turísticos predilectos de los londinenses. Aquí, Bram Stoker iba a encontrar algo más que tiempo para trabajar en su nueva novela; iba a encontrar la mayoría de los elementos que contribuirían a hacerla tan inmortal como su personaje.

Mientras su esposa, Florence, pasaba las tardes socializando en el casino, Stoker se dedicaba a charlar con los pescadores que se reunían en el cementerio de la iglesia de St. Mary, a pesar de que en ocasiones le costaba horrores entender su cerrado dialecto. Afortunadamente, mientras rebuscaba en la biblioteca pública, encontró el libro A Glossary ofWords Used in the Neighborhood ofWhitby, escrito por Francis Kildale Robinson, del que copió 164 palabras (posteriormente usaría 64 de ellas en la novela). No sería su único hallazgo.

Para entonces, la idea de ambientar su novela en Estiria había dejado de resultarle tan atractiva. En un principio le había parecido lo más lógico. Después de todo, Le Fanu había situado allí su Carmilla. Sin embargo, cuanto más investigaba, más atractiva le resultaba la idea de convertir a su Conde Wampyr en ciudadano de Transilvania, sobre todo después de haber leído todo lo referente a sus fascinantes supersticiones en el libro The Land Beyond The Forest: Facts, Figures and Fancies from Transylvania, de Emily Gerard, una escritora inglesa que había residido dos años en la región. Quizá fuera ése el motivo por el que, en una de sus visitas a la biblioteca de Whitby, decidiera consultar un añejo volumen, de aspecto árido y farragoso, escrito por un antiguo cónsul británico en Bucarest y titulado An Account of the Principalities of Wallachia and Moldavia. Meticuloso como de costumbre, copió una serie de datos que posteriormente mecanografiaría y pegaría en su cuaderno de notas. Un nombre en particular había llamado su atención. Intrigado, volvió a repasar la lista de personajes que había redactado en marzo. «Doctor de manicomio, Seward. Joven prometida con él, Lucy Westenra, compañera de estudios de Mina Murray. Un paciente loco. Un abogado, Abraham Aronson. Su pasante, Jonathan Harker. Un detective. Un investigador psíquico. Un pintor. Un tejano. El Conde - Conde Wampyr». ¿Realmente iba a llamarle Wampyr? Empezaba a dudar de que fuera buena idea. ¿Por qué no probar con el nombre que acababa de encontrar? Después de todo, según afirmaba el libro, era una palabra en idioma valaco para designar al Diablo. Seguía teniendo connotaciones malignas, pero era infinitamente más sutil y sonoro: Drácula. Conde Drácula. Stoker tachó Wampyr y lo sustituyó por su nuevo hallazgo. Ciertamente, sonaba bien. A continuación, lo escribió dos veces más, una a cada lado de las palabras Historiae Persona, que encabezaban el folio. Por último, volvió a escribirlo en la esquina superior izquierda, subrayándolo, como para asegurarse. Sin duda, había encontrado lo que estaba buscando.

Poco a poco, las piezas del puzzle estaban encajando. Una conversación con un guardacostas le puso sobre la pista del espectacular naufragio de una goleta rusa, la Dimitri, de Narva, que había encallado en el malecón de Tate Hill. Recurriendo una vez más a la biblioteca, encontró el ejemplar de la Whitby Gazzette correspondiente al incidente y leyó la siguiente descripción, que incorporaría de modo muy similar a la novela: «Los malecones y acantilados estaban abarrotados de espectadores nerviosos, cuando la goleta, todavía a un par de cientos de yardas del puerto, fue golpeada con violencia por las olas. Aun así, consiguió alcanzar la seguridad de las aguas tranquilas. Los espectadores amontonados en el malecón lanzaron un grito de alegría al verla entrar a salvo». Una foto del reputado Frank Meadow Sutcliffe, vecino de Whitby, daba cuenta del estado en el que había quedado la goleta.

Mientras Stoker se afanaba recopilando documentación, otro escritor, el también ilustrador y veterano humorista del semanario Punch George Du Marier, aprovechaba su estancia vacacional en Whitby para darle vueltas a la que iba a ser su nueva novela: Trilby (Finalmente publicada en 1894). Resulta tentador imaginarse a ambos autores compartiendo un puro y una copa de oporto en la terraza del casino, discutiendo sus respectivos proyectos, pues es innegable que ambas novelas comparten varias similitudes. También Du Maurier había imaginado un memorable villano venido de Oriente: Svengali, el demoníaco hipnotista que consume la vida de la inocente Trilby mediante sus poderes mesméricos. Además de ser cortejada por tres pretendientes —Taffy, Sandee y el pequeño Billy—, Trilby lleva una vida dual completamente dependiente de la influencia de Svengali, que la convierte mediante hipnosis en una primorosa cantante de celebrada fama y fortuna, a pesar de que en estado normal ni siquiera sepa cantar. Drácula no sólo comparte los poderes hipnóticos de Svengali, sino también varios rasgos físicos, como la nariz ganchuda, las cejas espesas y la frente abombada. Así mismo, Lucy, su víctima, igualmente cortejada por tres amigos, cambia radicalmente cada vez que se encuentra bajo su influjo.

Fuese como fuese, Stoker había llegado a Whitby armado de una sólida estructura argumental para su novela. En apenas un par de semanas había conseguido reunir suficiente documentación como para ir revistiéndola mediante la inclusión de varios incidentes memorables y un villano de nombre cautivador. Sin embargo, aún tendrían que pasar más de seis años para que pudiera poner el punto final a la que habría de ser la obra de su vida.

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Que Stoker no consideraba Drácula como una más entre sus novelas resulta evidente al comprobar la cantidad de tiempo y esfuerzo obsesivo que invirtió en ella. Entre 1890 y 1897, año definitivo de su publicación, siguió haciendo frente a sus responsabilidades en el Lyceum, organizó otras dos giras por Norteamérica, escribió varios cuentos e incluso tres novelas, aprovechando generalmente sus periodos vacacionales. Sin embargo, en ningún momento apresuró la redacción de Drácula, dejando que fuera madurando apropiadamente y retocando una y otra vez decenas de pequeños detalles. A pesar de que ya en 1892 se había decantado definitivamente por un esquema muy similar al que aparece en la versión final de la novela, apuntando en un calendario todos los acontecimientos que deberían suceder a cada personaje a lo largo del año 1893, sus últimas notas son del 17 de marzo de 1896, lo que indica que siguió trabajando, puliendo e investigando hasta el último momento.

Stoker escribió Drácula a máquina basándose directamente en sus notas, o bien contrató a alguien para que mecanografiara una desaparecida primera versión manuscrita. El documento final estaba compuesto de 530 folios. Muchos de ellos no eran sino hojas en blanco sobre las que el autor había pegado párrafos recortados de otros folios, unidos entre sí mediante frases añadidas a mano. De hecho, prácticamente todas las páginas muestran abundantes revisiones. En algunos casos denotan su indecisión respecto a ciertos elementos de la novela. Por ejemplo, se aprecian varios huecos en blanco en los lugares en los que tendría que haber aparecido el nombre de Renfield, que fue añadido posteriormente a mano. En otras ocasiones, sencillamente se le identifica como flyman u hombre de las moscas. Lo mismo pasa con otros nombres y localizaciones, como Lord Godalming, Arthur Holmwood, Swales o Carfax, así como con las fechas del diario de a bordo de la Demeter. Además de las correcciones de Stoker, el documento contiene varias notas al margen en los pasajes de las diversas transfusiones y de la trepanación de Renfíeld, hechas probablemente por Sir William Thornley Stoker, el hermano mayor de Bram y uno de los cirujanos más respetados de Gran Bretaña. Por último, también pueden apreciarse varias correcciones pertenecientes a una tercera mano, probablemente la de algún editor de Constable, ya que se ocupan principalmente de corregir la puntuación y, ocasionalmente, de sustituir alguna palabra.

El 18 de mayo de 1897, ocho días antes de la fecha de publicación de Drácula, Stoker organizó una maratoniana lectura dramática del texto en el Lyceum para asegurarse el copyright de la versión teatral de su obra, recurriendo a varios actores profesionales de la troupe de Henry Irving. Sin embargo, cualquier esperanza que pudiera tener de ver algún día al gran actor declamando su texto, se desvaneció cuando, según cuenta la leyenda, éste abandonó el teatro a mitad de la improvisada representación exclamando a voz en grito: «¡Qué espanto!» Y, sin embargo, el instinto de Stoker era acertado. Drácula acabaría, eventualmente, cosechando un éxito rotundo en los escenarios teatrales y, por extensión, en los cines, ya que las películas protagonizadas por el Conde transilvano casi siempre se han basado más en las adaptaciones dramáticas que en la novela original. Sin embargo, ni él ni Irving llegarían a verlo.

En 1899 Stoker supervisó la publicación de la primera edición americana de Drácula, en la que se introdujeron algunos ligeros cambios. Finalmente, en 1901, recortó varios pasajes para una edición económica en tapa blanda, editada también por Constable, despidiéndose así de una obra que, de un modo u otro, le había estado acompañando durante más de una década. A partir de entonces y hasta el día de su muerte, acaecida el 20 de abril de 1912, Stoker siguió cobrando unos modestos royalties por las sucesivas reimpresiones de su novela, ya entonces considerada por todos como la más importante de sus obras. Nada, sin embargo, podría haberle hecho sospechar el fenómeno en el que se iba a convertir con el paso del tiempo.

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En el mejor de los casos, los críticos contemporáneos de Stoker nunca vieron en Drácula nada más allá de una buena y escalofriante historia de terror. O, si lo vieron, no lo indicaron. Habría que esperar a los años setenta para que todo un nuevo movimiento crítico dedicara su atención a la novela, atraído por su capacidad de sugerencia y las —literalmente— decenas de posibles lecturas ocultas en diferentes estratos de la narración. Tal y como apunta David J. Skal en su libro Hollywood Gothic: «Drácula es un libro radicalmente distinto a principios del siglo XXI que en 1897; aunque el texto no ha sido alterado, el contexto se ha transformado —y transformado sustancialmente—. […] Con toda probabilidad [Stoker] únicamente consideraba su libro un entretenimiento, un thriller apasionante. Los críticos serios de Stoker coinciden casi unánimemente en su conclusión de que Drácula fue en parte el producto de influencias inconscientes, y no un trabajo completamente controlado. La voluminosa correspondencia de Stoker en nombre de Henry Irving (afirmó haber escrito no menos de cincuenta cartas al día, y cerca de medio millón en los 26 años que estuvo a su servicio), así como su prolífica producción narrativa, sugieren que era capaz de producir prosa con una facilidad próxima a la escritura automática. […] Drácula ha llegado a ser considerado por muchos como una fascinante piedra Rosetta de los aspectos más oscuros de la psique victoriana y, de hecho, cumple esa función admirablemente, tal y como atestiguan cientos de artículos y estudios académicos».

Efectivamente, Drácula contiene suficientes elementos como para sostener las más variadas lecturas, muchas de ellas enfrentadas entre sí. El teórico Franco Moretti, por ejemplo, desarrolló en un interesantísimo artículo una interpretación marxista de la novela, argumentando que lo que en realidad narraba era el enfrentamiento entre un grupo de profesionales liberales de la burguesía británica y un monopolista surgido del medievo. Según Moretti, Drácula no es sino un arquetípico acumulador de capital que necesita expandirse en un crecimiento continuo, lo que representaría una auténtica amenaza en el liberalismo económico de la Inglaterra victoriana. El tema de la novela sería, en este caso, un uso moral del dinero frente a la acumulación monopolista incapaz de crear riqueza («¡Cuánto puede llegar a conseguir cuando se usa adecuadamente; y cuánto mal podría provocar utilizado de manera indigna!», exclama Mina Harker refiriéndose al poder del dinero). Para Stephen D. Arata, sin embargo, la clave reside en el temor Victoriano ante la oleada de emigración experimentada por Londres en la segunda mitad del siglo XIX, una suerte de colonización inversa en la que el gran Imperio Británico es invadido por fuerzas exteriores que socavan sus valores desde dentro. En realidad, hay tantos elementos para acusar a Stoker de haber escrito una novela sumamente misógina (la sexualidad de la mujer debe ser reprimida y controlada, o contrarrestada con actos de merecida violencia) como para reconocerle su militancia a favor de una mayor independencia de la mujer (de hecho, Lucy, perfecta y descerebrada representante de los valores tradicionales de la mujer victoriana, fallece a manos de Drácula, mientras que Mina, joven profesional y trabajadora, es instrumental para asegurar su propia salvación, a pesar de la manifiesta inutilidad de los hombres que la acompañan). De igual modo, Drácula puede ser tanto una fantasía adolescente de damiselas en peligro que necesitan ser rescatadas como la aventura iniciática de unos hombres desorientados en pos de su masculinidad. Allí donde teóricos como Phyllis A. Roth ven un evidente complejo de Edipo (después de todo, cinco son los hombres que acuden al rescate de Mina y cinco eran los hermanos que tenían que competir con su padre por los afectos de Charlotte Stoker), otros como Christopher Craft ven una no menos evidente insatisfacción sexual (motivada por la aparente frigidez de la esposa de Bram) claramente reflejada en una inversión de los roles sexuales Victorianos. ¿Es Drácula una parábola cristiana sobre la lucha entre el bien y el mal, o quizá una parodia del catolicismo siguiendo la misma línea de humor grotesco mostrado por Stoker —quien, después de todo, era protestante— en otros escritos como “Los dualistas” o “La squaw”? ¿Son los sangrantes labios de las vampiras imágenes menstruales? ¿Son acaso sus bocas trasuntos de la temida vagina dentatda? ¿Son sus escenas de horror una clara muestra del temor de Stoker por la castración, o son por el contrario una metáfora sobre la sífilis, plaga que por cierto se manifiesta mediante llagas circulares de borde rojizo? ¿Hasta dónde llega la lectura homoerótica de Drácula? ¿Es un reflejo sublimado del amor no correspondido de Stoker por Henry Irving? ¿O es, como indica Barbara Belford, un ajuste de cuentas metafórico con Oscar Wilde —amigo personal de Stoker y antiguo pretendiente de su esposa, a la que siguió visitando regularmente—, movido por «el impulso psicológico llamado troilismo, en el que el deseo homosexual por alguien es expresado queriendo compartir a su compañera», tal y como hace el ambiguo Conde al intercambiar fluidos con Mina junto a su dormido marido?

Como bien indica Skal: «Drácula es uno de los textos más obsesionantes de la historia de la literatura. Un auténtico agujero negro de la imaginación. […] La conclusión ineludible es que Bram Stoker, trabajando de un modo fundamentalmente intuitivo, pero sin duda impulsado por más de un par de demonios personales, localizó un pozo de motivos arquetípicos tan profundo y persistente que puede adaptarse a la forma de casi cualquier continente crítico».

Qué era lo que quería transmitir realmente Stoker —al margen de hacer pasar un buen o mal rato a sus lectores—, seguirá siendo motivo de debate tanto tiempo como la novela siga siendo motivo de estudio. Parecería algo precipitado, en cualquier caso, atribuir tan amplio abanico de lecturas e interpretaciones al inconsciente, como si el escritor fuera un médium a través del cual nos hubieran alcanzado los temores y contradicciones de la era victoriana. Después de todo, Stoker fue durante toda su vida un amante de los enigmas. Uno de sus libros favoritos, de pequeño, era un volumen en el que se enumeraban los diferentes sistemas cifrados mediante los que los espías hacían llegar sus mensajes. La misma dedicatoria de Drácula está escrita en código, y en sus páginas se suceden anagramas, claves y otros enmascaramientos. Incluso los nombres de sus personajes ocultan, en varios casos, información de lo más reveladora. El origen etimológico de Lucy Westenra, por ejemplo, tiene el significado de «luz del oeste», algo que la relaciona desde un primer momento con Lucifer, el ángel caído, a cuyo abrazo está destinada. También el señor Swales tiene su destino grabado a fuego en el nombre; el verbo swale, en el dialecto de Yorkshire, quiere decir «consumirse, apagarse como una vela ante una corriente de aire».

Cuando, un año después de la publicación de su novela, Stoker tuvo que redactar unas notas autobiográficas para su inclusión en el Who’s Who, indicó que sus pasatiempos eran «más o menos los mismos que los de los otros hijos de Adán», algo que algunos críticos faltos de ideas se han apresurado a teñir de connotaciones cainitas, cuando en realidad se estaba refiriendo al poema “Hijos de Adán”, de Walt Whitman, en el que los hombres «saben cómo nadar, remar, montar, pelear, disparar, correr, golpear, retirarse, avanzar, resistir, defenderse a sí mismos». Una vez más, Stoker volvía a expresarse en código. De hecho, no resultaría muy difícil imaginar que toda la novela hubiera sido concebida como un largo mensaje en clave, que estuviera enmascarando algo más que simples deseos insatisfechos, desconcierto causado por el papel emergente de la mujer en el nuevo siglo o temor ante la proliferación de extranjeros en las calles de Londres. En principio, no parece probable. Pero no deja de resultar curioso la cantidad de veces que Stoker llama la atención sobre la escasa credibilidad de sus narradores, empezando ya por su nota introductoria —en la que deja bien claro que los documentos seleccionados reflejan únicamente «el punto de vista y el alcance de los conocimientos de aquellos que los redactaron»—, poniendo de relieve las numerosas contradicciones en las que incurren, el modo en el que se mienten unos a otros o escogen ocultarse retazos de información e incluso los numerosos delitos que cometen. Por su parte, Belford ha identificado en la novela una evidente corriente derivada del tarot, «simbólica de la clásica búsqueda gnóstica. Jonathan Harker es, obviamente, el Loco, que viaja lejos y encuentra peligros; en las cartas se le describe como un joven portando un hatillo y una rosa, en compañía de su perro frente a un precipicio. Durante sus viajes, Harker se encuentra con el Mago (Van Helsing), la Emperatriz (Mina), los Amantes (Lucy y Arthur), el Ermitaño (Seward), el Diablo (Drácula) y el Ahorcado (Quincey Morris)». Stoker nunca fue miembro de la orden esotérica Golden Dawn, como erróneamente se ha indicado en más de una ocasión, pero indudablemente poseía ciertos conocimientos ocultistas, y tenía relación directa con algunos de sus miembros como, por ejemplo, Constance Wilde, la mujer de Oscar, quien también había sido discípula de Madame Blavatsky, fundadora de la teosofía. Todo esto bien podría no significar nada, o podría significar mucho. El estudio de la obra de Drácula no parece tener visos de agotarse y sigue resultando tan fascinante, complejo y estimulante como hace treinta años. Fuera intencionadamente o no, lo cierto es que Bram Stoker no podría haber elaborado un enigma más apasionante y duradero.