Emily Gerard
Sin lugar a dudas, una de las fuentes de información más importantes para Bram Stoker a la hora de redactar Drácula fueron los escritos de Emily de Laszowska Gerard, la esposa inglesa de un comandante de la caballería húngara que vivió en Transilvania durante dos años, el tiempo que estuvo allí destacado su marido. Fascinada por el folklore y la superstición de los rumanos, Gerard escribió un seminal artículo titulado Transylvanian Superstitions, aparecido en la revista The Nineteenth Century en el número correspondiente al mes de julio de 1885 (págs. 128-144). Posteriormente, extendería dicho artículo hasta convertirlo en un tratado en dos volúmenes titulado The Land Beyond The Forest: Facts, Figures and Fancies from Transylvania (La tierra más allá del bosque: hechos, datos y creencias de Transilvania), publicado por Harper & Brothers en 1888. A continuación, ofrecemos unos fragmentos escogidos del artículo original, particularmente ilustrativos de la influencia de Gerard sobre Stoker.
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Supersticiones transilvanas [fragmentos]
Transilvania bien podría ser considerada la tierra de la superstición, pues en ninguna otra parte florece esta curiosa y retorcida planta de la ilusión con tanta persistencia y tal desconcertante variedad. Casi podría decirse que prácticamente todas las especies de demonios, hadas, brujas y trasgos, ahuyentados del resto de Europa por la varita de la ciencia, se hubieran refugiado tras este baluarte montañoso, sabedores de que aquí encontrarían lugares seguros desde los que seguir acechando y desafiando a sus perseguidores durante algún tiempo todavía.
Son muchas las razones por las que estos fabulosos seres podrían haber mantenido una presa anormalmente firme en el suelo de estos lares y, observando el asunto con detenimiento, podemos descubrir nada menos que tres fuentes diferentes de superstición.
En primer lugar, está la que podríamos llamar la superstición indígena del país, cuya geografía es particularmente adecuada como para servir de escenario para todo tipo de seres sobrenaturales y monstruos. Existen innumerables cavernas, cuyas misteriosas profundidades parecen albergar legiones enteras de espíritus diabólicos; claros en los bosques únicamente adecuados para el pueblo de las hadas en las noches de luna; lagos solitarios que instintivamente generan visiones de duendes acuáticos; tesoros que permanecen escondidos en las simas de las montañas… todo ello se ha insinuado gradualmente desde antaño en las mentes de sus habitantes, los rumanos, y han influido en su modo de pensar, de tal modo que este pueblo, imaginativo por naturaleza y poéticamente inclinado, ha creado para sí mismo a partir de su entorno todo un código de fantasiosa superstición, al que se adhiere con tanto fervor como a su propia religión.
En segundo lugar, están las supersticiones importadas. Es decir, las viejas costumbres y creencias germanas traídas hasta aquí hace setecientos años por los colonos sajones desde su tierra nativa y, como muchas otras cosas, preservadas aquí con mayor perfección que en su país original.
En tercer lugar, está la superstición nómada de las tribus gitanas, en sí mismas una raza de brujas y adivinas, cuyas caravanas ambulantes cubren el país como una tupida red y cuyos miembros menos errantes habitan los suburbios de ciudades y pueblos.
Por supuesto, todos estos variados tipos de superstición se han entrelazado y entremezclado, han actuado y reaccionado unas con otras, hasta que en muchos casos es un asunto complicado determinar la paternidad exacta de alguna creencia o costumbre en particular; pero de modo general las tres fuentes que he mencionado podrían ser admitidas como una rudimentaria especie de clasificación a la hora de tratar con las principales supersticiones que perviven en Transilvania.
No hay a este respecto una cita más certera que aquélla de los hermanos Grimm, al efecto de que «la superstición en todas sus múltiples variedades constituye una especie de religión, aplicable a las necesidades comunes de la vida diaria». Y como tal, algunas formas particulares de superstición bien podrían servir como guía de los caracteres y costumbres de la nación en particular en la que prevalecen.
El espíritu del mal (o, para no andarnos por las ramas, el diablo) juega un papel destacado en el código rumano de la superstición, y nombres tales como el Gregynia Drakuluj (jardín del diablo), Gania Drakuluj (montaña del diablo), Yadu Drakuluj (infierno o abismo del diablo), etc., etc., que frecuentemente encontramos asociados a rocas, cavernas, o picos, confirman el hecho de que estas gentes se creen a sí mismas rodeadas por todos los costados de toda una legión de espíritus malignos.
Además, los diablos cuentan con la ayuda de las brujas y los dragones, y a todos estos peligrosos seres se les atribuyen poderes particulares en días y lugares concretos.
Quizá el día más importante del año es el de San Jorge, el 23 de abril (corresponde a nuestro 5 de mayo), en cuya víspera se siguen celebrando frecuentemente reuniones ocultistas nocturnas en solitarias cavernas o tras muros en ruinas, y en la que se ponen en práctica todas las ceremonias habituales del sabbath de las brujas.
La fiesta en sí misma es el día en que más cuidado hay que tener con las brujas. Para contrarrestar su influencia, los rumanos colocan bloques cuadrados de hierba fresca frente a cada puerta y ventana. Se supone que esto prohíbe con efectividad su entrada a la casa o a los establos, pero para mayor seguridad es normal que los campesinos de aquí pasen la noche en vela junto al ganado dormido, vigilando. Esta misma noche es la mejor para encontrar tesoros, y mucha gente la pasa recorriendo las colinas, intentando escarbar la tierra en busca del oro que contiene. Por muy vanas y fútiles que resulten estas búsquedas, en este país tienen una apariencia más razonable que en la mayoría de otros lugares, ya que quizá no haya otro sitio en el que tantas naciones sucesivas se hayan visto obligadas a ocultar sus riquezas al huir de sus enemigos, eso por no hablar de las numerosas venas de oro y plata aún por descubrir que deben recorrer el país en todas direcciones. No pasa un año sin que alguien saque a la luz alguna jarra de barro llena de monedas dacias, o adornos de oro de origen romano, y todos estos descubrimientos sirven para alimentar y preservar la superstición nacional.
En la noche de San Jorge (o eso dicen las leyendas) todos estos tesoros comienzan a arder o, hablando en lenguaje místico, a «florecer» en el seno de la tierra, y la luz que arrojan, descrita como una llama azul semejante a los espíritus del vino, sirve para guiar a los mortales afortunados hasta el lugar en el que están escondidos. Las condiciones para poder extraer con éxito semejante tesoro son muchas, y difíciles de cumplir. En primer lugar, no es ni mucho menos fácil para un mortal común que no haya nacido en domingo, o a mediodía mientras suenan las campanas, encontrar un tesoro. Si en cualquier caso llegara a divisar una llama como la que he descrito, debe clavar rápidamente un cuchillo a través de los harapos con los que se envuelve el pie derecho, y luego arrojar el cuchillo en dirección a la llama que haya visto. Si dos personas están juntas en el momento del descubrimiento, no deben bajo ninguna circunstancia decir ni una sola palabra hasta que hayan desenterrado el tesoro, ni tienen permitido volver a tapar el agujero del que hayan extraído algo, ya que eso provocaría su muerte en breve. Otro rasgo importante que debemos destacar es que las luces vistas antes de la medianoche, en la víspera de San Jorge, marcan tesoros guardados por espíritus benevolentes, mientras que aquellas que aparecen a una hora más tardía son, sin duda alguna, de naturaleza perniciosa.
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Decididamente más maligno es el nosferatu o vampiro, en cuya existencia cree el campesino rumano con tanta firmeza como en el cielo o el infierno. Hay dos tipos de vampiros, vivos y muertos. El vampiro vivo es, generalmente, el hijo ilegítimo de dos hijos ilegítimos, pero ni siquiera un linaje inmaculado puede asegurar a nadie contra la intrusión de un vampiro en su cripta familiar, dado que todo aquel que muere a causa de un nosferatu se convierte a su vez en un vampiro tras su muerte, y continuará chupando la sangre de otras personas inocentes hasta que el espíritu haya sido exorcizado, bien abriendo la tumba de la persona sospechosa y atravesando el cadáver con una estaca o disparando una pistola contra el ataúd. En casos muy obstinados se recomienda cortar la cabeza y volver a dejarla en el ataúd con la boca llena de ajo, o extraer el corazón y quemarlo, dispersando las cenizas sobre la tumba.
Que a menudo se recurre a tales remedios, incluso en estos tiempos iluminados, es un hecho bien documentado, y probablemente haya muy pocos pueblos rumanos en los que sus habitantes no recuerden haber presenciado algo similar. De igual modo, no hay ningún pueblo rumano que no cuente entre sus habitantes con alguna anciana (generalmente una comadrona) versada en las precauciones necesarias para contrarrestar a los vampiros, y que hace de esta ciencia un negocio floreciente. Sus servicios son requeridos con frecuencia por aquellas familias que han perdido a un miembro, y que le solicitan que «apañe» el cadáver en su ataúd, para asegurarse de que no salga de él. La mujer tiene varios métodos para contrarrestar los instintos vampirescos que pudieran estar acechando en el difunto. En ocasiones clava un clavo en la frente del muerto o, de otro modo, unta el cadáver con la grasa de un cerdo sacrificado el día de San Ignacio, cinco días antes de Navidad. También es muy habitual dejar sobre el cuerpo un tallo con espinas de rosal silvestre para impedirle salir del ataúd.
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También puede encontrarse aquí a un primo hermano del vampiro, el largamente explotado hombre-lobo de los germanos, acechando aún con el nombre de Pikolitsch. A veces se trata de un perro en vez de un lobo, cuya forma ha sido adoptada por un hombre, bien de modo voluntario o como penitencia por sus pecados. En uno de los pueblos aún se cuenta (y se cree) una historia sobre un hombre semejante que, al volver a casa de la iglesia un domingo con su esposa, sintió de repente que había llegado el momento de su transformación. Por lo tanto, le entregó las riendas del carro a ella y se metió entre unos arbustos donde, murmurando la fórmula mística, dio tres saltos mortales sobre una zanja. Poco después, esta mujer, que seguía esperando en vano a su esposo, fue atacada por un perro furioso que salió de entre los arbustos y se abalanzó sobre ella ladrando, y que consiguió morderla gravemente y desgarrar su vestido. Cuando, una hora más tarde, esta mujer llegó sola a casa, fue recibida por su marido, que avanzó sonriendo a recibirla, pero entre sus dientes ella vio fragmentos de su vestido que había sido desgarrado por el perro, y el horror del descubrimiento hizo que se desmayara.
Otro hombre acostumbraba a afirmar seriamente que durante más de cinco años había vivido con la forma de un lobo, liderando una manada de estos animales, hasta que un cazador, al golpearle en la cabeza, le había devuelto a su forma natural.
Un viajero francés relata el caso de un inofensivo botánico que, mientras recogía hierbas en una colina, a cuatro patas, fue visto desde lejos por algunos campesinos, que le tomaron por un lobo. Antes de que hubieran tenido tiempo de llegar hasta él, en cualquier caso, se había vuelto a poner de pie y había mostrado su forma de hombre; pero esto, en las mentes de los rumanos, que ahora estaban convencidos de que se trataba de un hombre lobo, no fue sino un motivo adicional para atacarle. Estaban completamente convencidos de que debía tratarse de un Pikolitsch, pues sólo semejante ser podía cambiar su forma de manera tan inexplicable, y un minuto más tarde todos gritaban en pos de esta pobre víctima de la ciencia, que podría haber acabado realmente mal de no haber conseguido alcanzar un carruaje en la carretera antes de que llegaran sus perseguidores.
No será necesario extendernos demasiado en explicar la extraordinaria tenacidad con la que pervive la leyenda del hombre-lobo en un país como Transilvania, en el que los lobos reales aún abundan. Cada invierno aquí trae nuevas pruebas de la osadía y la astucia de estos terribles animales, cuyos ataques sobre rebaños y granjas son a menudo conducidos con una habilidad que haría honor al intelecto humano. En ocasiones, pueblos enteros se ven atemorizados durante semanas por algún líder de manada particularmente audaz, al que los campesinos, no sin motivos, atribuyen una naturaleza más que animal, y uno podría profetizar sin temor a equivocarse que, mientras el lobo real continúe acechando en los bosques transilvanos, su espectral hermano seguirá sobreviviendo en las mentes de sus habitantes.