El invitado de Drácula
En 1914, la editorial londinense George Rutledge & Sons publicó el volumen Draculas Guest and Other Weird Stories, una notable colección de cuentos de Bram Stoker, entre los que se encontraban varias de sus historias cortas más celebradas, como “La casa del juez”, “La squaw” o “El entierro de las ratas”. En el prefacio, la viuda de Bram, Florence Stoker, afirmaba lo siguiente: «Un par de meses antes de su triste fallecimiento —podría decir que incluso mientras la sombra de la muerte planeaba sobre él—, mi esposo preparó para su publicación tres colecciones de relatos cortos, y ésta es una de ellas. A su lista original de cuentos para este volumen yo he añadido un episodio hasta ahora inédito de Drácula. En su momento fue suprimido debido a la longitud de la obra, y podría resultar de interés para los muchos lectores del que es considerado el trabajo más destacado de mi esposo». Si bien la explicación de Florence Stoker ha sido puesta en entredicho en varios estudios recientes[3], lo cierto es que el problema es mucho más complejo de lo que podría parecer en un primer momento como para descartarla de buenas a primeras. Que Stoker eliminó páginas de la versión final de Drácula es un hecho incontestable. La versión original mecanografiada de la novela (nunca se ha encontrado una versión manuscrita, por lo que la opinión general es que escribió Drácula directamente a máquina), consta de tres numeraciones distintas, dos de ellas tachadas, reflejando los numerosos cambios y reordenamientos que debió de ir sufriendo el documento (Stoker, al igual que su amigo y coetáneo Conan Doyle, se sirvió de un sistema de «recorta y pega» a la hora de estructurar la versión final de la novela). Y si bien la renumeración definitiva, hecha a mano, anuncia que la novela comienza por la página 3, esa misma página lleva escrito a máquina el número 103, lo que implica que en un determinado momento Stoker decidió prescindir de 102 páginas, de las que no obstante recuperó ciertos elementos sumados en última instancia al documento final (por ejemplo, el verso del Lenore de Burger, utilizado en “El invitado de Drácula”, reaparece en el capítulo I de la versión definitiva de la novela, en una nota añadida a mano). Las notas supervivientes de Stoker nos dan una ligera idea de qué hubiéramos podido encontrar en esas 102 páginas. Los primeros esbozos de la novela, desarrollados a lo largo de 1890, indican un intercambio de correspondencia a tres bandas entre el Conde Wampyr de Styria, Austria, Sir Robert Parton, presidente de la Incorporated Law Society, y un abogado llamado Abraham Aronson[4]. El Conde, en una de sus cartas, le exige a Aronson que le envíe un representante que no hable alemán, presumiblemente para evitar que los campesinos puedan advertirle de lo que le espera. Aronson decide encargarle la misión a su hombre de confianza, Jonathan Harker, lo que explicaría que en “El invitado de Drácula” éste no hable alemán, a pesar de que en la versión final de la novela sí tenga «escasos conocimientos» del idioma. A continuación, Harker describiría su viaje mediante las anotaciones en su diario y varias cartas a su prometida. Dos años más tarde, en febrero de 1892, Stoker escribió un memorando en el que ya quedan perfectamente establecidos todos los elementos que aparecerían en la novela tal y como se publicaría cinco años después. Para entonces, ha decidido cambiar el escenario de Styria a Transilvania y el Conde Wampyr ha pasado a ser el Conde Drácula, pero los tres primeros capítulos de la novela siguen centrándose en las peripecias de Harker en Múnich. Stoker recapitula sucintamente los hechos del siguiente modo: «Harker’s Diary - Múnich - Wolf» [Diario de Harker, Múnich, Lobo] y «Harker’s Diary - Múnich - Dead House» [Diario de Harker, Múnich, Panteón]. Más tarde, en un intento por dejar firmemente establecida la cronología, Stoker preparó un calendario indicando los días exactos en los que debía suceder cada acontecimiento. Así, el 16 de marzo, Drácula le envía su primera carta a Peter Hawkins; el presidente de la Incorporated Law Society hace lo propio el 21 de marzo; Harker visita Purfleet el 23 de marzo y localiza Carfax al día siguiente; el 13 de abril Drácula escribe al maitre d’hdteláú Quatre Saisons de Múnich; el 16 de abril Harker visita a Mina en el colegio en el que trabaja ésta[5]; el 25 por la noche sale de Londres, llegando a París a la mañana siguiente y tomando de inmediato el tren a Múnich, para legar allí la noche del 26; el 27 tiene una aventura con un lobo en la nieve, es devuelto al hotel a primeras horas del 28 y pasa tanto este día como el siguiente recuperándose de la experiencia; el día 30 Harker va a la ópera a ver El Holandés Errante, de Wagner; finalmente, el 1 de mayo visita un mausoleo y esa misma noche, a las 8:35, sale de Múnich. A partir de este momento, la cronología sigue el mismo patrón que el de la versión final de la novela[6]. Como puede observarse, “El invitado de Drácula” es perfectamente consistente no sólo con el esquema final de la novela, sino también con su argumento. De hecho, aparentes contradicciones como la de que Harker siga sin hablar alemán tienen su paralelismo en diversos errores editoriales de Stoker que siguen campando a sus anchas por las páginas de la versión definitiva de la novela. Podría afirmarse, por lo tanto, con casi total seguridad, que lo que hoy conocemos como “El invitado de Drácula” sí formó parte en determinado momento de la novela. Otras cuestiones mucho más peliagudas, y probablemente indiscernibles, serían las de en qué momento decide Stoker prescindir de los capítulos iniciales de la novela —no parece probable que se tratase de una resolución de última hora—, hasta qué punto llegó a desarrollarlos (¿por qué resurgió la aventura de Harker con el lobo, pero no, por ejemplo, el intercambio de cartas entre Drácula y Hawkins o la visita de Harker a la ópera), y en qué medida “El invitado de Drácula” se ajusta al texto escrito por Stoker o si fue en última instancia retocado por algún anónimo editor a la hora de su publicación. En cualquier caso, y al margen de la fascinante luz que arroja sobre el proceso de creación de la novela, se trata de un relato perfectamente atmosférico e inquietante a la altura de los mejores de Stoker.
* * *
El invitado de Drácula
Había decidido dar un paseo en coche y cuando nos pusimos en marcha el sol brillaba radiante sobre Múnich y el aire estaba repleto de esa alegría propia de principios de verano. Estábamos a punto de partir cuando Herr Delbrück (el maitre d’hdtel del Quatre Saisons, donde me hospedaba) se acercó hasta el coche con la cabeza descubierta y, tras desearme una agradable excursión, le dijo al cochero con la mano todavía en la portezuela:
—Recuerde que ha de estar de vuelta antes de que caiga la noche. El cielo parece despejado, pero el viento del norte trae un fresco que amenaza tormenta. Aunque estoy seguro de que no se retrasará —entonces sonrió y añadió—; ya sabe qué noche es hoy.
Johann contestó con un enfático «Ja, Mein Herr» y, tocándose el sombrero, partió rápidamente. Cuando salimos de la ciudad, le hice una señal para que se detuviese y le pregunté:
—Dígame, Johann, ¿qué noche es ésta?
Johann se santiguó a la vez que contestaba lacónicamente:
—Walpurgis Nacht.
Después sacó su reloj, un enorme y anticuado armatoste alemán de plata, grande como un nabo, y lo miró con las cejas fruncidas y un leve e impaciente encogimiento de hombros. Comprendí que era su manera de protestar respetuosamente por aquella demora innecesaria, de modo que me recosté en el asiento y le indiqué mediante un gesto que continuase. Arrancó a gran velocidad, como para recuperar el tiempo perdido. Ocasionalmente, los caballos parecían levantar la cabeza y olfatear el aire con recelo. En aquellos momentos yo solía mirar alarmado a nuestro alrededor. La carretera estaba bastante desolada, ya que atravesábamos una especie de meseta barrida por el viento. Mientras seguíamos avanzando, vi un camino con aspecto de poco transitado que parecía adentrarse en un tortuoso valle. Me pareció tan tentador que, aun a riesgo de ofenderle, le pedí a Johann que se detuviese, y cuando lo hizo le dije que me gustaría descender por aquel camino. Él puso toda clase de objeciones y se santiguó repetidamente mientras hablaba. Aquello despertó mi curiosidad, de modo que le hice varias preguntas. Me contestó con evasivas y consultó repetidamente su reloj a modo de protesta. Finalmente, dije:
—Bueno, Johann, a mí me apetece bajar por ese camino. No le obligo a acompañarme a menos que lo desee, pero dígame al menos por qué no quiere venir. Es todo lo que le pido.
A modo de respuesta saltó al suelo con tanta rapidez que pareció haberse arrojado del pescante. A continuación, tendió las manos hacia mí en un gesto de súplica y me imploró que no fuese. Afortunadamente, había suficiente inglés mezclado entre el alemán como para que pudiera comprender el hilo de su discurso. En todo momento pareció a punto de decirme algo cuya sola idea evidentemente le aterrorizaba; pero cada vez logró contenerse, exclamando al tiempo que se santiguaba:
—¡Walpurgis Nacht!
Traté de razonar con él, pero me resultaba difícil discutir con un hombre cuya lengua desconocía. Ciertamente, era Johann quien tenía toda la ventaja, ya que, aunque empezaba hablando en un inglés tosco y macarrónico, acababa invariablemente por excitarse y recurrir a su lengua natal, y cada vez que lo hacía consultaba su reloj. Entonces los caballos comenzaron a mostrarse inquietos y a olfatear el aire. Al darse cuenta, Johann palideció y, mirando asustado a su alrededor, se abalanzó súbitamente hacia las bridas y los hizo avanzar unos metros. Le seguí y le pregunté por qué había hecho aquello. A modo de respuesta se santiguó, señaló el lugar que acabábamos de abandonar y condujo el coche en la dirección del otro camino, señalando una cruz. Después dijo, primero en alemán y luego en inglés:
—Le enterraron aquí… el que se mató.
Recordé la vieja costumbre de enterrar a los suicidas en las encrucijadas.
—¡Ah! Ya veo, un suicida. ¡Qué interesante! —pero a fe mía que no acababa de entender por qué estaban asustados los caballos.
Mientras estábamos hablando, oímos un sonido a medio camino entre un ladrido y un gañido. Sonó lejos, pero los caballos se inquietaron mucho y a Johann le llevó bastante tiempo apaciguarlos. Completamente pálido, dijo:
—Parece un lobo… pero ahora no hay lobos por aquí.
—¿No? —pregunté—. ¿Hace mucho que no se acercan tanto a la ciudad?
—Mucho. Mucho —contestó—. La primavera y el verano; pero con la nieve los lobos han estado por aquí hace no mucho.
Mientras acariciaba a los caballos y trataba de calmarlos, unos nubarrones oscuros cruzaron apresuradamente el cielo. El sol desapareció y un soplo de aire frío pareció azotarnos. En todo caso, fue tan sólo una ráfaga, más como una advertencia que como algo real, ya que el sol volvió a relucir de inmediato. Johann observó el horizonte protegiéndose los ojos con la mano y dijo:
—Tormenta de nieve; llegará pronto —después volvió a consultar su reloj y, sujetando las riendas con firmeza (porque los caballos seguían golpeando con los cascos y agitando la cabeza inquietos), subió sin más al pescante, como si hubiera llegado el momento de proseguir nuestra excursión.
Yo me sentía algo obstinado, de modo que no subí enseguida al coche.
—Hábleme —solicité— del lugar al que lleva ese camino —y señalé hacia el valle.
Nuevamente se santiguó y, antes de contestar, murmuró una plegaria.
—Es impío.
—¿El qué es impío? —pregunté.
—El pueblo.
—Entonces, ¿hay un pueblo?
—No, no. Allí no vive nadie desde hace cientos de años.
Mi curiosidad era cada vez mayor.
—Pero usted ha dicho que había un pueblo.
—Había.
—¿Qué ha sido de él?
En aquel momento, Johann procedió a contarme atropelladamente una larga historia, en un alemán y un inglés tan embarullados que no pude entender exactamente qué era lo que estaba diciendo, aunque más o menos comprendí que hacía mucho tiempo, cientos de años, allí había muerto gente que había sido enterrada en sus tumbas; que se habían oído ruidos bajo la tierra y que, al abrir las tumbas, se había descubierto que los hombres y mujeres allí sepultados se encontraban tan sonrosados como los vivos, y que sus labios estaban enrojecidos por la sangre. De modo que, apresurándose para salvar sus vidas (¡sí, y sus almas! —y al decir esto se santiguó—), los que quedaban habían huido a otros lugares, donde los vivos vivieran y los muertos fuesen muertos, y no… otra cosa. Evidentemente le daba miedo pronunciar aquellas últimas palabras. A medida que había ido completando su narración se había ido poniendo cada vez más nervioso. Parecía como si su propia imaginación le hubiese dominado, abocándole a un completo paroxismo de terror, con la cara pálida, sudando profusamente, temblando y mirando a su alrededor como si temiese que alguna presencia espantosa pudiera manifestarse a pleno sol en medio de aquel llano despejado. Finalmente, en una agonía de desesperación, gritó:
—¡Walpurgis Nacht! —y señaló al coche para que me subiera.
Toda mi sangre inglesa se sublevó al oír aquello, de modo que retrocedí y le dije:
—Usted está asustado, Johann… tiene miedo. Váyase a casa; yo ya volveré solo. El paseo me vendrá bien.
La portezuela del coche estaba abierta. Tomé del asiento mi bastón de roble (que siempre llevo en mis excursiones), y la cerré. Señalando hacia Múnich, dije:
—Regrese usted a casa, Johann; a los ingleses no nos preocupa la noche de Walpurgis.
Los caballos estaban ahora más inquietos que nunca, y Johann trataba de dominarlos mientras me rogaba excitado que no cometiese tamaña insensatez. AJ verle tan preocupado, el pobre hombre me dio lástima, sin embargo, no pude evitar reírme. Había abandonado por completo el inglés. Dominado por su ansiedad, había olvidado que el único medio de que le entendiese era hablarme en mi lengua y, sin embargo, no paraba de farfullar en su alemán natal. Empezaba a resultar pesado. De modo que, tras ordenarle que regresara, di media vuelta para bajar desde la encrucijada hacia el valle.
Con un gesto de desesperación, Johann volvió los caballos hacia Múnich. Me apoyé en mi bastón y le observé. Durante un rato marchó despacio. Entonces, sobre la cumbre de la colina, apareció un hombre alto y delgado. Era cuanto pude distinguir desde tan lejos. Al acercarse a los caballos, éstos empezaron a encabritarse y a cocear, y luego a relinchar aterrorizados. Johann no pudo dominarlos, por lo que se desbocaron y emprendieron una frenética carrera. Los estuve observando hasta que se perdieron de vista, y después busqué con la mirada al desconocido, pero también se había esfumado.
Emprendí contento el camino que descendía hasta las profundidades del valle, al que tanto se había opuesto Johann. No veía que existiese la más mínima razón para tal oposición; y me atreveré a decir que durante unas dos horas, quizá, estuve andando sin pensar ni en el tiempo ni en la distancia recorrida, y desde luego sin ver persona o casa alguna. En lo que se refería al paraje, éste era pura desolación. Pero de aquella particularidad no fui consciente hasta que, al torcer en una curva, me encontré en una franja de bosque disperso; entonces me di cuenta de que, sin saberlo, había quedado impresionado por lo desolado del terreno por el que acababa de pasar.
Me senté a descansar y miré a mi alrededor. Noté con sorpresa que ahora hacía bastante más frío que al principio de mi caminata. Una especie de susurro parecía rodearme, y de cuando en cuando, sobre mi cabeza, se oía una especie de rugido apagado. Alcé los ojos y vi que unos enormes nubarrones negros cruzaban el cielo, de norte a sur, a gran velocidad y altura. Las capas altas del aire mostraban signos de tormenta inminente. Sentí un poco de frío y, pensando que se debía al hecho de permanecer sentado después de haber andado durante tanto tiempo, reanudé el camino.
El terreno por el que iba ahora era mucho más pintoresco. Carecía de detalles sorprendentes que atrajesen la mirada, pero tenía encanto y belleza. No le presté mucha atención al tiempo, y sólo cuando percibí la llegada del crepúsculo se me ocurrió pensar en el regreso. La radiante luz del sol había desaparecido. El aire se había vuelto francamente frío y el cortejo de nubes más llamativo: pasaban acompañadas de una especie de fragor lejano, junto al que parecía llegar, a intervalos, aquel gañido misterioso que el cochero había dicho que pertenecía a un lobo. Dudé unos momentos. Pero me había decidido a visitar el pueblo abandonado, de modo que continué andando y, poco después, desemboqué en una gran extensión de campo abierto completamente rodeado de colinas. Tenían las laderas cubiertas de árboles que descendían hasta la llanura, salpicando en pequeños grupos las lomas más suaves y las depresiones que aparecían aquí y allá. Seguí con la mirada el culebreo del camino y vi que torcía cerca de un espeso grupo de árboles, perdiéndose por detrás.
Aún lo estaba mirando cuando sopló una ráfaga de aire frío y empezó a nevar. Pensé en los kilómetros y kilómetros de campo desierto que había recorrido, y me apresuré a buscar refugio en la arboleda que tenía frente a mí. El cielo estaba oscureciéndose por momentos, y la nieve caía cada vez más rápida y espesa, hasta que tanto la tierra que me rodeaba como la que se extendía frente a mí quedó recubierta por una alfombra blanca y brillante cuyo extremo más lejano se perdía en una brumosa vaguedad. En aquel tramo, el camino era extremadamente burdo, y como discurría por campo llano no se distinguían sus bordes con tanta claridad como cuando pasaba entre los árboles; poco después me di cuenta de que me había salido de él, ya que dejé de pisar terreno firme y los pies se me hundían cada vez más en la hierba y el musgo. Entonces el viento fue cobrando fuerza y potencia hasta que, empujado por él, me entraron ganas de correr. El aire se volvió gélido y, a pesar de mi ejercicio, empecé a sufrir sus efectos. La nieve caía ahora tan espesa y se arremolinaba a mi alrededor de un modo tan vertiginoso, que apenas podía mantener abiertos los ojos. De vez en cuando, un vivido relámpago rasgaba el cielo y, gracias a los rayos, pude ver ante mí una gran espesura de árboles, principalmente tejos y cipreses cubiertos por una gruesa capa de nieve.
Pronto me hallé al amparo de los árboles; y allí, en el relativo silencio, pude oír el rugido del viento sobre mi cabeza. Poco después, la negrura de la tormenta se fundió con la oscuridad de la noche. Poco a poco pareció que la tormenta empezaba a remitir: ahora sólo llegaba en furiosas ráfagas o andanadas. En aquellos momentos el extraño aullido del lobo pareció multiplicarse a mi alrededor con el eco de muchos otros sonidos.
Ocasionalmente, a través de la negra masa de nubes viajeras, surgía algún rayo de luna que iluminaba el entorno y me revelaba que me hallaba en el lindero de una espesa masa de cipreses y tejos. Cuando la nieve dejó de caer, salí de mi refugio y me puse a inspeccionar con más detenimiento. Pensé que entre los numerosos cimientos frente a los que había pasado, aún podía quedar en pie alguna casa en la que guarecerme un rato, por muy en ruinas que estuviese. Al rodear el bosquecillo, descubrí que estaba circundado por una pequeña tapia y, siguiéndola, en breve encontré una abertura. Allí, los cipreses formaban un paseo que conducía hasta la mole cuadrada de una especie de edificio. En cualquier caso, nada más divisarlo, las nubes ocultaron la luna y tuve que recorrer el sendero completamente a oscuras. El viento debió de volverse más frío aún, ya que de repente me di cuenta de que estaba temblando. Pero esperaba encontrar cobijo, así que continué avanzando a ciegas.
Me detuve porque noté una repentina quietud. La tormenta había pasado y, quizá en sintonía con la naturaleza, mi corazón pareció dejar de latir. Pero sólo fue un instante, porque de repente la luna volvió a irrumpir a través de las nubes, revelándome que me hallaba en un cementerio y que la construcción cuadrada que se erguía frente a mí era un enorme mausoleo de mármol, tan blanco como la nieve que lo cubría y rodeaba. Junto al claro de la luna llegó el furioso fragor de la tormenta, que pareció reanudar su curso con un aullido largo y lejano, como el de una multitud de perros o lobos. Me asusté y sentí cómo el frío se apoderaba de mí hasta encogerme el corazón. Entonces, mientras la luna seguía derramándose aún sobre la tumba de mármol, la tormenta dio nuevas muestras de reavivarse… como si estuviese regresando sobre sus pasos. Movido por alguna especie de fascinación me acerqué al sepulcro, para ver de quién era, y por qué se alzaba allí, solo, en semejante lugar. Lo rodeé y, sobre su puerta dórica, escrito en alemán, leí:
CONDESA DOLINGEN DE GRAZ
—STYRIA—
BUSCÓ Y ENCONTRÓ LA MUERTE
1801
En lo alto de la tumba, aparentemente clavada en el sólido mármol (porque el monumento estaba hecho con unos pocos y enormes bloques de piedra), había una gran pica o estaca de hierro. En la parte de atrás vi grabado con grandes caracteres cirílicos:
Los muertos viajan rápido.[7]
Había algo tan increíble y misterioso en todo aquello que el corazón me dio un vuelco y me sentí a punto de desvanecerme. Por primera vez empecé a desear haber seguido el consejo de Johann. Y entonces, casi de manera misteriosa, me vino a la cabeza un pensamiento que me produjo un terrible sobresalto: ¡era la noche de Walpurgis!
La noche de Walpurgis, en la que, según creían millones de personas, el demonio recorría libremente la tierra… la noche en la que las sepulturas se abrían y los muertos se levantaban y caminaban. La noche en la que los seres malvados de la tierra y el aire y el agua campaban alegremente a sus anchas. Aquél era precisamente el lugar que el cochero había querido evitar. Aquel pueblo abandonado desde hacía siglos. Aquél era el lugar en el que yacían los suicidas. ¡Y allí me encontraba yo, solo, indefenso, temblando de frío, rodeado por un sudario de nieve y perdido en mitad de una furiosa tormenta que amenazaba con descargar de nuevo su ira sobre mí! Me vi obligado a recurrir a toda mi filosofía, a toda la religión que me habían enseñado y a todo mi coraje, para no sumirme en un paroxismo de terror.
Entonces se desató un verdadero tornado a mi alrededor. El suelo se estremeció como pisoteado por un millar de caballos en estampida. Esta vez la tormenta llegó con sus heladas alas cargadas, no de nieve, sino de grandes piedras de granizo que me golpearon con tal violencia que bien hubieran podido ser proyectiles arrojados por honderos baleares; granizos que derribaban hojas y ramas y hacían de los cipreses un cobijo tan seguro como los tallos de trigo. Al principio corrí a resguardarme bajo el árbol más próximo, pero enseguida decidí abandonarlo y buscar el único lugar que parecía ofrecer protección: la profunda entrada dórica del mausoleo de mármol. Allí, acurrucado junto a la gruesa puerta de bronce, pude cobijarme un poco, ya que ahora el granizo sólo me llegaba cuando rebotaba en el suelo y contra las paredes de mármol.
Al apoyarme, la puerta cedió ligeramente, abriéndose hacia el interior. Incluso la protección de una tumba era de agradecer en una tempestad inmisericorde como aquélla. Iba a entrar cuando un relámpago zigzagueante iluminó toda la extensión de los cielos. En aquel instante, al volver la mirada hacia la oscuridad de la tumba, vi (tan cierto como que estoy vivo) a una hermosa mujer, de redondas mejillas y labios rojos, que parecía dormir sobre un féretro. Un trueno estalló en lo alto y me sentí como agarrado por una mano gigante que me arrojó al exterior, a la tormenta. Todo sucedió de manera tan repentina que, antes de cobrar conciencia de la conmoción, moral a la vez que física, sentí sobre mí los golpes del granizo. Al mismo tiempo, tuve la extraña e intensa sensación de que no estaba solo. Miré hacia la tumba. En aquel preciso momento, un nuevo rayo cegador cayó sobre la estaca de hierro que la coronaba y la recorrió hasta llegar a tierra, derribando y desgajando el mármol en una explosión de Riego. La mujer muerta se incorporó envuelta en llamas en un instante de agonía, y su amargo alarido de dolor quedó ahogado por el estruendo del trueno. Aquel pavoroso y confuso sonido fue lo último que oí antes de sentir la mano gigantesca que volvía a agarrarme para sacarme de allí, mientras el granizo me golpeaba y el aire a mi alrededor parecía reverberar con los aullidos de los lobos. La última visión que recuerdo fue la de una multitud de formas blancas, vagas, movientes; como si las sepulturas que me rodeaban hubiesen vomitado los fantasmas de sus cadáveres, y éstos viniesen hacia mí en medio de la blanca nebulosidad del granizo.
Gradualmente, me llegó un vago atisbo de conciencia; después, una espantosa sensación de cansancio. Durante un rato no recordé nada; después, lentamente, me fueron regresando los sentidos. Notaba los pies tremendamente doloridos y, sin embargo, no podía moverlos. Parecía que los tenía entumecidos. Una sensación helada me recorría la nuca y toda la espina dorsal; y mis orejas, al igual que los pies, estaban muertas y a la vez atormentadas por el dolor. En cambio, sobre el pecho sentía un calor que resultaba delicioso en comparación. Era como una pesadilla… como una pesadilla física, si es que así puede expresarse, ya que notaba un enorme peso sobre mí que me dificultaba la respiración.
Aquel periodo de semiletargo pareció durar bastante, y a medida que iba desapareciendo debí dormirme o desvanecerme. Más tarde noté una especie de malestar, como en un primer estadio de mareo, y un deseo incontenible de librarme de algo… aunque no sabía de qué. Me rodeaba un inmenso silencio (como si todo el mundo durmiese o estuviera muerto), roto únicamente por el cercano jadeo de algún animal. Sentí un roce áspero y cálido en el cuello; entonces tuve conciencia de una espantosa realidad que me heló el corazón y agolpó la sangre en mi cerebro. Un animal enorme se había echado sobre mi pecho y me estaba lamiendo la garganta. Tuve miedo de moverme, ya que el instinto de la prudencia me aconsejaba permanecer quieto, pero la bestia pareció darse cuenta de que se había producido algún cambio en mí porque alzó la cabeza. A través de las pestañas vi, fijos en mí, los grandes y llameantes ojos de un gigantesco lobo. Unos dientes blancos y afilados centellearon entre sus abiertas fauces, y pude sentir en la cara su aliento cálido, acre, feroz.
A continuación vino otro lapso del que no recuerdo nada. Después tuve conciencia de un gruñido sostenido, seguido de un gañido que luego se repitió varias veces. Después, muy lejos al parecer, oí un: «¡Hoooola! ¡Hoooola!», como de muchas voces llamando al unísono. Precavidamente, levanté la cabeza y miré en la dirección de la que provenían las voces; pero el cementerio me tapaba la vista. El lobo seguía emitiendo extraños gañidos, y un resplandor rojo empezó a desplazarse a través del bosquecillo de cipreses, como si buscase la fuente de los ruidos. A medida que las voces se acercaban, los gañidos del lobo se fueron haciendo más frecuentes y sonoros[8]. Yo tenía miedo de moverme o de hacer ruido. El resplandor rojo se acercaba sobre el blanco palio que se extendía en la oscuridad que me rodeaba. Luego, de repente, de más allá de los árboles, llegó un grupo de jinetes al trote que llevaban antorchas. El lobo abandonó mi pecho y echó a correr hacia el cementerio. Vi a uno de los jinetes (soldados, a juzgar por sus gorros y sus largos capotes militares) levantar su carabina y apuntar. Un compañero le golpeó el brazo y oí la bala zumbar por encima de mi cabeza. Evidentemente, me había tomado por el lobo. Otro avistó al animal cuando se escabullía y le disparó. Entonces el grupo siguió avanzando al galope: unos hacia mí y otros siguiendo al lobo, que había desaparecido entre los nevados cipreses.
Al verlos llegar intenté moverme, pero me resultó imposible, aunque era capaz de ver y oír todo cuanto pasaba a mi alrededor. Dos o tres soldados saltaron de sus caballos y se arrodillaron junto a mí. Uno de ellos me levantó la cabeza y colocó su mano sobre mi pecho.
—¡Buenas noticias, camaradas! —gritó—. ¡Aún le late el corazón!
A continuación me vertieron un poco de coñac en la boca; aquello me devolvió algo de vigor y fui capaz de abrir los ojos por completo y mirar a mi alrededor. Entre los árboles se movían luces y sombras, y oí a los hombres llamarse unos a otros. Se agruparon profiriendo exclamaciones sobrecogidas; las luces lanzaron destellos mientras los demás salían corriendo en tropel del cementerio. Cuando llegaron los que más se habían alejado, los que me rodeaban les preguntaron ansiosos:
—Bueno, ¿lo habéis encontrado?
La respuesta sonó atropellada.
—¡No! ¡No! ¡Vámonos, deprisa! ¡Éste no es lugar para entretenerse y menos en una noche como ésta!
—¿Qué era eso? —fue la pregunta, formulada en varios tonos de voz. Oí varias respuestas, todas ellas imprecisas, como si todos sintieran el impulso común de hablar aunque un miedo compartido les impidiera expresar lo que pensaban.
—Era… Eso, exactamente Eso —farfulló uno al que evidentemente le había abandonado momentáneamente la razón.
—Era un lobo y, sin embargo… ¡No lo era! —añadió otro estremeciéndose.
—Es inútil dispararle si no es con una bala sagrada —comentó un tercero en tono más natural.
—¡Nos está bien empleado por salir esta noche! ¡Pues sí que nos hemos ganado los mil marcos! —exclamó un cuarto.
—Hay sangre en el mármol roto —dijo otro, tras una pausa—. Y desde luego no la trajo el rayo. ¿Y ése… se encuentra bien? ¡Mirad cómo tiene la garganta! Ved, compañeros: el lobo se le había puesto encima para mantenerle la sangre caliente.
El oficial me miró el cuello y replicó:
—Está bien, no le ha traspasado la piel. ¿Qué significará todo esto? Nunca le habríamos encontrado de no ser por los aullidos de ese lobo.
—¿Adónde ha ido? —preguntó el hombre que me sostenía la cabeza, que parecía el menos asustado del grupo, dado que tenía las manos firmes y no le temblaban. Su manga lucía el galón de sargento.
—Ha regresado a su cubil —contestó el de la cara larga y pálida, que ahora temblaba de terror y no paraba de mirar asustado en todas direcciones—. Tiene tumbas de sobra para esconderse. Vayámonos, compañeros. ¡Vayámonos ya! Salgamos de este lugar maldito.
El oficial me incorporó hasta sentarme, al tiempo que daba una orden; a continuación, varios soldados me subieron a un caballo. Él saltó sobre la silla, detrás de mí. Me cogió entre sus brazos, mandó emprender la marcha y, apartando la mirada de los cipreses, cabalgamos deprisa, en formación militar.
Aun entonces mi lengua se negó a articular palabra, así que permanecí callado. Debí de quedarme dormido, pues lo siguiente que recuerdo es que me encontraba de pie, sostenido por un soldado a cada lado. Era casi de día y en el norte se reflejaba una franja roja de luz solar, como un rastro de sangre sobre la nieve. El oficial estaba ordenando a sus hombres que no contasen nada de lo que habían visto, excepto que habían encontrado a un extranjero inglés protegido por un perro grande.
—¿Un perro? ¡No era un perro! —le atajó el hombre que había dado muestras de miedo—. Creo que sé reconocer un lobo cuando veo uno.
El joven oficial le respondió con serenidad.
—Un perro, he dicho.
—¡Un perro! —repitió el otro con ironía. Resultaba evidente que su valor iba regresando en la misma medida que el sol se iba alzando y, señalándome, añadió—: ¡Mire su garganta! ¿Haría eso un perro, señor?
Instintivamente, me llevé la mano a la garganta; y al tocármela lancé un grito de dolor. Los hombres se apelotonaron a mi alrededor para mirar; algunos inclinándose exageradamente sobre sus sillas. Y de nuevo se oyó la sosegada voz del joven oficial:
—He dicho un perro. Si dijéramos otra cosa, se reirían de nosotros.
Me volvieron a montar, en esta ocasión detrás de un soldado, y cabalgamos hasta llegar a las afueras de Múnich. Allí dimos con un carruaje. Me subieron en él, y el joven oficial, escoltado por un soldado a caballo, me condujo al Quatre Saisons, mientras los demás regresaban a su cuartel.
Al llegar, Herr Delbrück bajó tan deprisa a recibirme que resultó evidente que nos había visto llegar. Agarrándome de las manos, me condujo con cuidado al interior. El oficial hizo un saludo, e iba a dar media vuelta para retirarse cuando, adivinando su intención, le insistí para que me acompañase a mis habitaciones. Ante una copa de vino, le expresé calurosamente mi agradecimiento, tanto a él como a sus valientes camaradas, por haberme salvado. Se limitó a replicar que se sentía más que satisfecho, y que Herr Delbrück había tomado desde un primer momento las medidas adecuadas para hacer atractiva la búsqueda. Al oír aquella ambigua alusión, el maitre d'hótelsonúó, mientras que el oficial, alegando deberes que cumplir, se retiró.
—Pero, Herr Delbrück —pregunté—, ¿cómo y por qué han ido a buscarme los soldados?
Se encogió de hombros, como si no diese importancia a su propia acción, al tiempo que contestaba:
—He tenido la suerte de que el comandante del regimiento en el que serví me diera permiso para solicitar voluntarios.
—¿Pero cómo sabía usted que me había extraviado? —pregunté.
—Vino el cochero con lo que quedaba de coche que había volcado al desbocarse los caballos.
—Pero no habrá enviado todo un pelotón de rescate sólo por eso, ¿verdad?
—¡Oh, no! —contestó—. Antes de que llegase el cochero recibí este telegrama del boyardo del que es usted invitado —y se sacó del bolsillo un telegrama. Me lo tendió y leí:
BISTRITZ
Cuide de mi invitado. Su seguridad me resulta sumamente preciosa. Si algo le sucediera, o si acaso se extraviara, no escatime para encontrarle y asegurar su bienestar. Es inglés y por lo tanto aventurero. La nieve, los lobos y la noche pueden resultar peligrosos. No pierda un solo instante si sospecha que se halla en apuros. Recompensaré su celo con mi fortuna - Drácula.
Con el telegrama aún en la mano, sentí que la habitación me empezaba a dar vueltas; y si el atento maitre d'hótel no llega a agarrarme, creo que me habría desplomado. Había algo extraño en todo aquello, algo tan misterioso e imposible de imaginar que empezaba a tener la impresión de que unas fuerzas opuestas contendían para tomar posesión de mí… impresión que, aunque vaga, me paralizaba en cierto modo. Ciertamente, me hallaba bajo algún misterioso tipo de protección. En el instante preciso, un mensaje de un país lejano había llegado para librarme del peligro de quedar dormido en la nieve, a merced de las fauces del lobo.