1 de noviembre. —Hemos viajado durante todo el día, a buen ritmo. Los caballos parecen darse cuenta de que están siendo tratados con amabilidad y marchan toda la jornada lo más aprisa posible sin que sea necesario fustigarles. Hemos hecho ya tantos cambios, encontrando siempre la misma buena disposición, que eso nos anima a pensar que el viaje será fácil. El doctor Van Helsing se muestra lacónico; les dice a los campesinos que tiene prisa por llegar a Bistritz, y les paga generosamente por el cambio de caballos. Luego nos dan sopa caliente, o café, o té, y volvemos a marcharnos. Es un país precioso, lleno de todo tipo de bellezas imaginables; y la gente es valiente y fuerte y sencilla, y parecen repletos de buenas cualidades. Pero son muy, muy supersticiosos. En la primera casa en la que nos detuvimos, cuando la mujer que nos atendió vio la cicatriz de mi frente, se persignó y extendió dos dedos en dirección a mí, para protegerse del mal de ojo. Creo que se tomó incluso la molestia de añadir doble cantidad de ajo a toda nuestra comida; y no soporto el ajo. Desde entonces he procurado no quitarme el sombrero o el velo y así he evitado levantar sospechas. Viajamos a toda prisa, y ya que no tenemos un conductor que pueda ir contando chismes, nos adelantamos al escándalo; aunque me atrevería a decir que el temor al mal de ojo nos va acompañar insistentemente durante todo el trayecto. El profesor parece inagotable; no ha querido parar a descansar en todo el día, aunque a mí me ha hecho dormir un buen rato. Me ha hipnotizado al ponerse el sol y dice que he respondido lo de costumbre: «Oscuridad, chapaleo de agua y crujidos de madera»; de modo que nuestro enemigo sigue en el río. Me da miedo pensar en Jonathan; aunque por alguna razón ahora ya no temo por él, ni por mí. Escribo esto mientras esperamos en una granja a que terminen de prepararnos los caballos. El doctor Van Helsing está durmiendo. Pobre hombre. Se le ve muy cansado, envejecido, gris. Pero su boca sigue tan firme como la de un conquistador; incluso mientras duerme muestra una resolución instintiva. Cuando partamos, le obligaré a descansar mientras yo conduzco. Le diré que aún nos esperan varios días de viaje, y que no podemos correr el riesgo de que se derrumbe en el momento en el que más necesitemos sus fuerzas… Todo está listo; salimos en breve.
2 de noviembre, mañana. —Conseguí convencerle y condujimos por turnos toda la noche; ahora tenemos todo el día por delante, despejado pero frío. Hay como una especie de extraña pesadez en el ambiente… digo pesadez a falta de una palabra mejor; me refiero a que ambos nos sentimos oprimidos. Hace mucho frío, y sólo nuestras cálidas pieles nos permiten soportarlo. Van Helsing me ha hipnotizado al amanecer. Dice que esta vez he respondido: «Oscuridad, crujir de madera y fragor de agua», de modo que el río está cambiando a medida que lo remontan. Espero que mi amado no corra ningún riesgo… más allá del necesario; pero estamos en manos de Dios.
2 de noviembre, noche. —Todo el día conduciendo. La región se vuelve más agreste a medida que avanzamos, y los grandes espolones de los Cárpatos, que desde Veresti parecían tan lejanos y tan bajos en el horizonte, parecen ahora reunirse a nuestro alrededor y cernirse sobre nosotros. Ambos dábamos la impresión de estar de buen humor; creo que hacemos un esfuerzo por animarnos el uno al otro. Obrando así, conseguimos animarnos a nosotros mismos. El doctor Van Helsing dice que mañana por la mañana alcanzaremos el desfiladero de Borgo. Las casas escasean y el profesor dice que a partir de ahora tendremos que continuar con los últimos caballos que conseguimos, ya que es probable que no podamos cambiarlos. Ha comprado otros dos, además de los dos que cambiamos, de modo que ahora tenemos un rudimentario tiro de cuatro. Son pacientes y dóciles y no nos causan ningún problema. Y como no tenemos que preocuparnos de otros viajeros, hasta yo puedo conducir. Alcanzaremos el desfiladero de día; no queremos llegar antes. De modo que avanzamos con calma, y cada uno de nosotros se toma un largo descanso cuando le corresponde. Oh, ¿qué nos deparará el día de mañana? Vamos en busca del lugar en el que mi pobre amado sufrió tantísimo. Dios quiera que lo encontremos, y ojalá se digne a proteger a mi marido y a aquellos que nos son queridos a ambos y que se enfrentan a un peligro tan mortal. En cuanto a mí, soy indigna de su atención. ¡Ay! Soy impura a Sus ojos, y lo seguiré siendo mientras no me permita alzarme frente a Su vista como una más entre los que no han incurrido en Su ira.