6 de noviembre. —La tarde estaba ya muy avanzada cuando el profesor y yo emprendimos el camino hacia el este, por donde yo sabía que llegaría Jonathan. No avanzamos demasiado rápido, ya que, aunque el camino descendía pronunciadamente, teníamos que acarrear nuestras pesadas pieles y abrigos, pues no nos atrevíamos a afrontar la posibilidad de quedar desprotegidos ante el frío y la nieve. También tuvimos que cargar con algunas de nuestras provisiones, pues nos encontrábamos en mitad de la más completa desolación y, hasta donde podíamos distinguir a través de la nevada, no se veían ni siquiera vestigios de vida humana. Cuando llevábamos recorrida como una milla, me sentía tan cansada por la dura caminata que me senté a descansar. Entonces volvimos la vista atrás y vimos la silueta del castillo de Drácula recortada nítidamente contra el cielo; habíamos descendido tanto desde el lugar sobre el que se levantaba, que desde nuestra perspectiva parecía que los montes Cárpatos estuvieran muy por debajo de él. Lo vimos en toda su grandiosidad, encaramado en una cumbre sobre mil pies de puro precipicio, y separado de cualquiera de los montes adyacentes por un gran abismo. Aquel lugar tenía algo de descabellado e imposible. Pudimos oír los distantes aullidos de los lobos. Estaban lejos, pero el sonido, aun amortiguado por la ensordecedora nevada, nos llenó de terror. Supe, por el modo en el que el doctor Van Helsing estaba observando los alrededores, que estaba intentando localizar algún punto estratégico en el que estuviéramos menos expuestos en caso de ataque. El rudimentario camino seguía descendiendo pronunciadamente; podíamos distinguirlo por debajo de la nieve caída.
Al cabo de un rato el profesor me hizo una señal, de modo que me levanté y fui hasta él. Había encontrado un lugar idóneo, una especie de oquedad natural en una roca, con una entrada como un pórtico entre dos peñas. Me tomó de la mano y me condujo al interior:
—¡Vea! —dijo—. Podemos refugiarnos aquí; y si vinieran los lobos, podría enfrentarme a ellos de uno en uno.
A continuación entró nuestras pieles y me preparó un cómodo asiento. Después, sacó algunas provisiones y me pidió que comiera. Pero no pude; ya sólo intentarlo me provocaba repugnancia y, por mucho que me hubiera gustado complacerle, no pude obligarme a intentarlo. Pareció ponerse muy triste, pero no me lo reprochó. Tras sacar sus prismáticos del estuche, subió a lo alto de la roca y empezó a escrutar el horizonte. De repente gritó:
—¡Mire, madam Mina, mire! ¡Mire!
Me levanté de un salto y subí a la roca junto a él; el profesor me tendió sus prismáticos y señaló. La nieve caía ahora con más fuerza, y se arremolinaba fieramente, pues estaba levantándose un fuerte viento. En cualquier caso, ocasionalmente se producían pausas entre las ráfagas de nieve que me permitían ver bastante. Desde la altura a la que nos encontrábamos era posible ver a gran distancia; y allá a lo lejos, por detrás de la blanca inmensidad, pude ver el río extendiéndose como una cinta negra llena de ondas y rizos, siguiendo su cauce serpenteante. Justo frente a nosotros, y no demasiado lejos —de hecho, tan cerca que me asombró no haberlos visto antes—, un grupo de hombres a caballo se dirigía hacia nosotros a toda velocidad. En medio llevaban un carro, un gran leiter-waggon que oscilaba de un lado a otro como el rabo de un perro con cada accidente del camino. Recortados contra la nieve, pude ver por sus ropas que eran campesinos o gitanos de alguna clase.
Sobre el carro había una gran caja cuadrada. Mi corazón dio un vuelco al verla, pues sentí que el final estaba muy cerca. El atardecer estaba ahora muy cercano, y yo sabía perfectamente que con la puesta de sol aquella Cosa que hasta entonces había estado aprisionada en su interior tendría libertad para adoptar cualquiera de sus muchas formas y eludir todo tipo de persecución. Asustada, me volví hacia el profesor, pero con gran consternación descubrí que no estaba a mi lado. Un instante después, le vi abajo. Estaba dibujando un círculo alrededor de la roca, igual que el que nos había ofrecido refugio la noche anterior. Cuando lo completó, subió de nuevo junto a mí, diciendo:
—¡Al menos aquí estará a salvo de él!
Recuperó sus prismáticos y, aprovechando la siguiente pausa entre ráfagas de nieve, escrutó toda el área que se extendía por debajo de nosotros.
—Vea —dijo—, vienen rápidamente; están azotando a los caballos y forzando el galope tanto como pueden.
Hizo una pausa y luego continuó con voz cavernosa:
—Están corriendo contra el sol. Quizá sea demasiado tarde. ¡Que sea lo que Dios quiera!
En aquel momento, la nieve volvió a caer abundantemente y de forma cegadora, impidiéndonos ver nada. En cualquier caso, pronto volvió a despejar y el profesor barrió de nuevo la planicie con sus prismáticos. Entonces gritó repentinamente:
—¡Mire! ¡Mire! ¡Mire! ¿Lo ve? Llegan otros dos jinetes galopando desde el sur. Deben de ser Quincey y John. Tome los prismáticos. ¡Mire, antes de que la nieve vuelva a taparlo todo!
Cogí los prismáticos y miré. Efectivamente, aquellos dos hombres podían ser el doctor Seward y el señor Morris. Sabía, en cualquier caso, que ninguno de los dos era Jonathan. Pero al mismo tiempo también sabía que no podía estar muy lejos. Miré en todas direcciones y descubrí, al norte del grupo que se nos acercaba, a otros dos jinetes montando a matacaballo. Supe que uno de ellos era Jonathan y asumí que el otro sería, por supuesto, Lord Godalming. También ellos estaban persiguiendo al grupo del carro. Cuando se lo dije al profesor, se puso a dar gritos de alegría como un colegial y, tras mirar atentamente hasta que la nevada hizo imposible ver nada, apoyó su Winchester sobre la piedra de la entrada de nuestro refugio, preparado para utilizarlo.
—Van a converger todos —dijo—. Cuando llegue el momento, tendremos a los gitanos cubiertos desde todos los ángulos.
Saqué mi revólver dispuesta a utilizarlo, pues mientras estábamos hablando el aullido de los lobos había sonado más fuerte y más cercano. Cuando la tormenta de nieve amainó, pudimos volver a mirar por un momento. Resultaba extraño ver que, mientras cerca de nosotros caían gruesos copos de nieve, más allá, sobre las lejanas cumbres de los montes, el sol brillaba de forma cada vez más radiante a medida que iba descendiendo. Al recorrer nuestros alrededores con los prismáticos, distinguí como unos puntos diseminados que se acercaban individualmente o en grupos de dos, de tres y de más; los lobos se estaban reuniendo para atacar a su presa.
Cada segundo de espera se nos hizo eterno. El viento soplaba ahora en violentas ráfagas que arrastraban furiosamente la nieve, arremolinándola a nuestro alrededor. En ocasiones no podíamos ver ni siquiera a la distancia de un brazo; otras, en cambio, el viento parecía limpiar el aire que nos rodeaba, barriendo y bramando, de tal modo que veíamos con perfecta claridad. Últimamente nos habíamos acostumbrado de tal modo a esperar la llegada del amanecer y del ocaso que habíamos llegado a saber con bastante exactitud cuándo se produciría; y en aquel momento supimos que el sol no tardaría mucho en ocultarse.
Resultaba difícil creer que, según nuestros relojes, hubiéramos pasado menos de una hora esperando en aquel refugio rocoso antes de que los diferentes grupos comenzaran a converger cerca de nosotros. El viento llegaba ahora del norte, con ráfagas más fieras y punzantes. Aparentemente había alejado de nosotros las nubes cargadas de nieve, pues ésta ya sólo caía ocasionalmente, de tal modo que ahora podíamos distinguir perfectamente a los individuos de cada grupo, tanto a los perseguidos como a los perseguidores. Curiosamente, los perseguidos no parecían darse cuenta de que les estuvieran persiguiendo —o, si se daban, no les importaba—. En todo caso, sí parecieron apresurarse con redoblada velocidad a medida que el sol fue hundiéndose entre las cumbres de los montes.
Cada vez estaban más cerca. El profesor y yo nos agazapamos detrás de nuestra roca, con las armas preparadas; comprendí que estaba decidido a no dejarles pasar. Tanto unos como otros ignoraban nuestra presencia.
De repente, dos voces gritaron «¡alto!» al unísono. Una era la de mi Jonathan, agudizada por la cólera; la otra tenía el tono imperioso y decidido característico de la serena autoridad del señor Morris. Puede que los gitanos no entendieran el idioma, pero no había manera de equivocar el tono, fuese cual fuese la lengua empleada. Instintivamente, tiraron de las riendas, y en ese preciso instante Lord Godalming y Jonathan se abalanzaron sobre ellos desde un costado, a la vez que el doctor Seward y el señor Morris hacían lo propio desde el otro. El jefe de los gitanos, un tipo de aspecto espléndido que montaba como un centauro, les hizo señas de que retrocedieran, y con voz fiera ordenó a sus compañeros que siguieran avanzando. Éstos fustigaron a los caballos, que saltaron hacia delante; pero los cuatro hombres levantaron sus Winchester y de forma inequívoca volvieron a ordenarles que se detuvieran. Al mismo tiempo, el doctor Van Helsing y yo salimos de detrás de nuestra roca y les apuntamos con nuestras armas. Viendo que estaban rodeados, los hombres tiraron de las riendas y se detuvieron. El jefe se volvió hacia ellos a la vez que les decía algo, y todos los componentes del grupo sacaron sus armas, cuchillos o pistolas, y se prepararon para atacar. Todo sucedió muy rápidamente.
Tirando velozmente de las riendas, el jefe llevó su caballo a la cabeza del grupo y, señalando primero al sol —que ahora estaba muy cerca de las cumbres de las colinas— y luego en dirección al castillo, dijo algo que no entendí. A modo de respuesta, los cuatro hombres de nuestro grupo saltaron de sus caballos y se abalanzaron sobre el carro. Debería de haber sentido un miedo terrible al ver a Jonathan en semejante peligro, pero el ardor de la batalla debió de apoderarse de mí igual que del resto de ellos; pues no sentí miedo, sino sólo un deseo incontenible de pasar a la acción. Viendo la rápida maniobra de nuestro grupo, el jefe de los gitanos dio una nueva orden y sus hombres se agruparon instantáneamente en torno al carro con una especie de empeño indisciplinado, empujándose y golpeándose entre ellos en su ansiedad por obedecer la orden.
En medio de aquel fragor, pude ver que Jonathan por un lado, y Quincey por el otro, trataban de romper el cerco de gitanos abriéndose camino hacia el carro; resultaba evidente que estaban decididos a completar su tarea antes de que se pusiera el sol. Nada pareció detenerles, ni siquiera obstaculizarles. Ni las armas que les apuntaban, ni los cuchillos resplandecientes que empuñaban los gitanos frente a ellos, ni el aullido de los lobos a sus espaldas, atrajeron siquiera su atención. La impetuosidad de Jonathan y la manifiesta implacabilidad de su propósito intimidó a sus oponentes, que instintivamente se echaron a un lado y le dejaron pasar. Subió al carro de un salto y, con una fuerza que pareció increíble, levantó la gran caja y la arrojó al suelo por encima de una de las ruedas. Entretanto, el señor Morris había tenido que recurrir a la fuerza para atravesar su lado del cerco de gitanos. Todo el tiempo que había estado observando a Jonathan, con el aliento contenido, había estado observándole también a él con el rabillo del ojo, abriéndose paso desesperadamente. Y le había visto evitar las centelleantes cuchilladas que le habían lanzado los gitanos mientras avanzaba, deteniéndolas con su gran cuchillo bowie[297], por lo que en un principio pensé que también había conseguido atravesar el cerco sano y salvo; pero cuando llegó junto a Jonathan, que ahora había saltado del carro, pude ver que se agarraba un costado con la mano izquierda y que la sangre manaba a través de sus dedos. A pesar de todo, no perdió un solo instante, pues mientras Jonathan, con desesperada energía, atacaba un lado de la caja, intentando levantar la tapa con su gran machete kukri, él atacó frenéticamente la otra con su cuchillo bowie. La caja comenzó a ceder ante el esfuerzo de ambos hombres; los clavos saltaron con un rápido ruido chirriante y la tapa cayó hacia atrás.
Los gitanos, viéndose apuntados por los Winchester, a merced de Lord Godalming y del doctor Seward, se habían rendido y no ofrecían resistencia. El sol casi se había ocultado por detrás de las cumbres de las montañas, y las alargadas sombras de todo el grupo se extendían sobre la nieve. Vi al Conde en el interior de la caja, tendido sobre un montón de tierra, parte de la cual había cubierto su cuerpo debido a la brusca caída. Estaba mortalmente pálido, igual que una figura de cera, y sus ojos rojos centelleaban con aquella horrible mirada vengativa que demasiado bien conocía yo.
Entonces su ojos vieron el sol hundirse en el horizonte, y su mirada de odio se convirtió en una de triunfo.
Pero, en ese preciso instante, vi el mandoble y el destello del enorme machete de Jonathan, y grité al verle segar la garganta del Conde al mismo tiempo que el cuchillo bowie del señor Morris se hundía en su corazón.
Fue como un milagro; ante nuestros ojos, y en un respiro todo el cuerpo se deshizo en polvo y desapareció de nuestra vista[298].
Mientras viva, me alegrará recordar que incluso en aquel momento de disolución final apareció en su rostro una expresión de paz como jamás hubiera imaginado que pudiera llegar a ver.
El castillo de Drácula destacaba ahora contra el cielo rojo, y cada piedra de sus derruidas almenas se recortaba contra la luz del sol poniente[299].
Los gitanos, considerándonos de alguna forma los causantes de la extraordinaria desaparición del hombre muerto, se dieron media vuelta sin pronunciar palabra y se alejaron a caballo como si les fuera la vida en ello. Aquellos que iban a pie, saltaron sobre el leiter-waggon y gritaron a los jinetes que no les abandonaran. Los lobos, que se habían retirado a una distancia prudencial, se dispersaron dejándonos solos.
El señor Morris, que había caído al suelo, se apoyó sobre un codo mientras mantenía la mano presionada contra su costado; la sangre seguía manando a través de sus dedos. Corrí hacia él, pues el círculo Sagrado ya no me retenía, y lo mismo hicieron los dos doctores. Jonathan se arrodilló detrás de él, y el herido apoyó la cabeza en su hombro. Haciendo un pequeño esfuerzo, tomó mi mano con un suspiro, y la estrechó en la suya que no estaba ensangrentada. Debió de ver en mi rostro la angustia de mi corazón, pues sonrió y me dijo:
—Me siento muy feliz de haber sido de alguna ayuda. ¡Oh, Dios! —gritó de repente, tratando de sentarse mientras me señalaba—. ¡Por esto merecía la pena morir! ¡Miren, miren!
El sol se encontraba ahora justo sobre la cumbre de la montaña, y sus rayos rojos cayeron sobre mi rostro, bañándolo en una luz rosácea. Siguiendo un solo impulso, los hombres se arrodillaron, y de sus gargantas brotó un «amén» profundo y sincero, mientras sus ojos seguían la dirección del dedo del moribundo, que decía:
—¡Gracias a Dios, todo esto no ha sido en vano! ¡Vean! ¡Ni la nieve es tan inmaculada como su frente! ¡La maldición ha terminado!
Y, para nuestro amargo pesar, murió, con una sonrisa y en silencio, como un perfecto caballero[300].