4 de noviembre. —Escribo esto para mi viejo y fiel amigo John Seward, doctor en medicina de Purfleet, Londres, en caso de que no vuelva a verle. Quizá sirva de explicación. Es por la mañana, y escribo esto al calor de una hoguera que he mantenido viva toda la noche, con la ayuda de madam Mina. Hace frío, frío. Tanto frío, que el encapotado cielo gris está cargado de nieve que cuando caiga se quedará todo el invierno, ya que el suelo se ha endurecido para recibirla. Parece haber afectado a madam Mina. Ha tenido la cabeza tan embotada durante todo el día que no parecía ella misma. Duerme, y duerme, ¡y duerme! Ella, que habitualmente siempre está tan alerta, no ha hecho literalmente nada en todo el día; incluso ha perdido el apetito. Tampoco ha anotado nada en su pequeño diario; ella, que aprovecha cada pausa para escribir. El instinto me dice que algo va mal. En cualquier caso, esta noche está más vif[293]. Su largo sueño del día ha sido reparador, pues ahora está tan encantadora y animada como siempre. Intento hipnotizarla con la puesta de sol, pero por desgracia sin efecto; el poder ha ido decreciendo estos últimos días y esta noche me falla por completo. Bueno, hágase la voluntad de Dios, ¡sea cual sea, y a donde sea que nos lleve!
Ahora, recapitulemos; pues ya que madam Mina no escribe con su estenografía, tendré que hacerlo yo con mi engorroso y anticuado método, para que ninguno de nuestros días quede sin registro.
Llegamos al desfiladero de Borgo ayer por la mañana, justo después del amanecer. Cuando veo los primeros indicios del alba me preparo para el hipnotismo. Detenemos nuestro carruaje, y descendemos para obrar sin interrupción. Hice un asiento con pieles, y madam Mina, tumbada, cedió como de costumbre al sueño hipnótico, pero más lentamente y durante menos tiempo que nunca. Como antes, llega la respuesta: «Oscuridad y remolinos de agua». Entonces se despertó, alegre y radiante. Reanudamos nuestro camino y pronto alcanzamos el paso. En ese preciso momento y lugar, ella arde de entusiasmo; y un nuevo poder-guía se manifiesta en ella, pues señala un camino y dice:
—Es por ahí.
—¿Cómo lo sabe? —pregunto.
—Por supuesto que lo sé —responde ella, y tras una pausa, añade—: ¿Acaso no lo ha recorrido mi Jonathan y ha descrito su viaje?
Al principio esto me parece un poco extraño, pero luego pienso que sólo hay un camino como ése, poco utilizado y muy diferente a la carretera de diligencias que va de Bukovina a Bistritz, más ancha y dura, y que tiene más uso.
De modo que descendemos este camino, donde encontramos otros caminos. No siempre estamos seguros de que fueran siquiera caminos, pues están descuidados y ya ha empezado a nevar; sólo los caballos lo saben. Yo les doy rienda suelta, y ellos avanzan pacientemente. Poco a poco vamos encontrando las cosas que Jonathan anotara en su extraordinario diario. Seguimos avanzando durante largas horas y más horas. Al principio le digo a madam Mina que duerma; ella lo intenta, y lo consigue. Duerme todo el tiempo; hasta que al final empiezo a sospechar e intento despertarla. Pero ella sigue durmiendo, y no consigo despertarla por mucho que lo intento. No deseo intentarlo demasiado bruscamente, no vaya a hacerle daño; pues sé que ha sufrido mucho, y el sueño en ocasiones es lo único que le ayuda. Creo que yo mismo me quedo adormilado, pues de repente me siento culpable, como si hubiera hecho algo; me levanto como un rayo y me encuentro con las riendas en la mano; los buenos caballos avanzan trotando, trotando, como siempre. Bajo la mirada y descubro que madam Mina aún duerme. Ahora ya no queda mucho para la puesta de sol, y su luz fluye por encima de la nieve como una gran corriente amarilla, de tal modo que arrojamos una larguísima sombra sobre la montaña que se alza tan escarpada. Pues estamos ascendiendo, y ascendiendo; y todo es… ¡oh!, tan agreste y rocoso, como si estuviéramos en el fin del mundo.
Entonces hago despertar a madam Mina. Esta vez se despierta sin demasiados problemas, y a continuación intento inducirle el trance hipnótico. Pero ella no duerme, como si yo no pudiera. Aun así, lo intento, y lo intento, hasta que de repente la veo a ella, y también a mí, sumidos en la oscuridad; de modo que miro a nuestro alrededor, y me doy cuenta de que el sol ha desaparecido. Madam Mina se ríe, y yo me vuelvo y la miro. Ahora está completamente despierta y tiene mejor aspecto que nunca desde aquella noche en Carfax, cuando entramos en casa del Conde por primera vez. Estoy sorprendido, y nada tranquilo; pero ella se muestra tan animada y tierna y atenta conmigo que olvido todo temor. Enciendo una hoguera, pues hemos traído con nosotros una carga de leña, y ella prepara comida mientras yo les quito los ronzales a los caballos y los ato en un refugio para que se alimenten. Entonces, cuando regreso junto a la hoguera, ella tiene mi cena lista. Voy a servirla; pero ella sonríe, y me dice que ya ha comido, que estaba tan hambrienta que no ha podido esperar. Esto no me gusta nada, y tengo serias dudas; pero temo afligirla, de modo que guardo silencio. Ella me sirve y como solo; después nos envolvemos en pieles y nos tumbamos junto al fuego, y yo le digo que duerma mientras vigilo. Pero al rato me olvido por completo de vigilar; y cuando de repente recuerdo que vigilo, la veo silenciosamente tumbada, pero despierta, observándome con unos ojos muy brillantes. Una y dos veces más ocurre lo mismo, y duermo mucho hasta poco antes del amanecer. Cuando me despierto, intento hipnotizarla; pero, por desgracia, aunque ella cierra los ojos obediente, no consigue dormir. El sol se alza, y se alza, y se alza. Y entonces, por fin, llega el sueño, pero es demasiado tarde. Sin embargo, es tan profundo que no se despierta. Cuando le he puesto los arreos a los caballos y lo he preparado todo, tengo que levantarla y subirla dormida al carruaje. Madam Mina aún duerme; y en su sueño se la ve más sana y más roja que antes. Y eso no me gusta. ¡Y tengo miedo, miedo, miedo! Temo todas las cosas, incluso pensar; pero debo seguir avanzando. Lo que está en juego es cuestión de vida o muerte, o de más que eso, y no debemos titubear.
5 de noviembre, mañana. —Permíteme que te cuente con precisión todo lo que ha sucedido, pues aunque tú y yo hemos visto algunas cosas extrañas juntos, ahora podrías pensar que yo, Van Helsing, estoy loco; que los muchos horrores y la prolongada tensión nerviosa han acabado por desequilibrar mi cerebro.
Ayer viajamos durante todo el día, acercándonos cada vez más a las montañas, y adentrándonos en una región cada vez más agreste y desierta. Hay profundos y amenazadores precipicios, y muchas cascadas de agua; y la Naturaleza parecía haber celebrado aquí su carnaval en algún momento. Madam Mina duerme y duerme; y aunque me entra hambre y la calmo, no puedo despertarla, ni siquiera para comer. Empecé a temer que el fatal hechizo del lugar se hubiera apoderado de ella, contaminada como está por el bautismo del Vampiro. «Bueno», me dije, «si resulta que ella duerme durante todo el día, tampoco yo dormiré por la noche». Dejando que los caballos avanzaran por la rudimentaria carretera, pues era una carretera primitiva e imperfecta, agaché la cabeza y dormí. De nuevo me desperté con una sensación de culpa y de tiempo transcurrido, y descubrí que madam Mina seguía dormida, y que el sol estaba bajando. Pero todo lo demás había cambiado; las ceñudas montañas parecían más lejanas y nos encontrábamos cerca de la cumbre de una escarpadísima colina, en cuya cumbre había un castillo como aquel del que habla Jonathan en su diario. Me sentí jubiloso y temeroso a la vez; pues ahora, para bien o para mal, el fin estaba cerca. Desperté a madam Mina y de nuevo intenté hipnotizarla. ¡Pero ay! Sin resultado. Entonces, antes de que la gran oscuridad cayera sobre nosotros —pues incluso después del ocaso los cielos siguieron reflejando sobre la nieve los rayos del sol, y todo se mantuvo durante un tiempo como en un gran crepúsculo—, desengancho a los caballos, los llevo al primer refugio que encuentro y los alimento. A continuación preparo una hoguera y le digo a madam Mina, ahora despierta y más encantadora que nunca, que se siente cerca, cómodamente entre sus pieles. Preparo comida; pero ella no quiere comer, diciendo sencillamente que no tiene hambre. No la presiono, pues sé que es en vano. Pero yo sí como, pues ahora necesito ser fuerte por todos nosotros. Entonces, sintiendo mucho miedo por lo que pueda suceder, dibujo un círculo —lo suficientemente grande como para que ella esté cómoda— alrededor de donde está sentada madam Mina; y sobre el anillo paso la Hostia, desmenuzándola para que todo quede bien protegido. Ella permaneció inmóvil todo el tiempo… tan inmóvil como una muerta; y palideció e incluso palideció más aún, hasta que ni siquiera la nieve fue tan blanca; y no dijo ni una sola palabra. Pero cuando me acerqué más, se abrazó a mí, y noté que la pobre temblaba de la cabeza a los pies con tal intensidad que daba lástima. Cuando se tranquilizó un poco, le dije:
—¿No quiere acercarse más al fuego? —pues deseaba poner a prueba lo que podía hacer. Ella se levantó obedientemente, pero cuando dio un paso se detuvo y permaneció inmóvil, como paralizada.
—¿Por qué no sigue? —pregunté. Ella negó con la cabeza y, retrocediendo, volvió a sentarse en su sitio. Entonces, mirándome con los ojos completamente abiertos, como alguien que acaba de despertar del sueño, dijo simplemente:
—¡No puedo! —y permaneció en silencio. Aquello me alegró, pues sabía que si ella no podía, tampoco podría ninguno de aquellos a los que temíamos. ¡Aunque su cuerpo peligrara, su alma aún seguía a salvo!
Al cabo de un rato los caballos empezaron a relinchar nerviosamente, y tiraron de sus ronzales hasta que me acerqué a calmarles. Cuando notaron mis caricias, relincharon suavemente, como si estuvieran alegres, y me lamieron las manos y se quedaron tranquilos un rato. Tuve que volver a tranquilizarlos varias veces durante la noche, hasta que llegó la hora gélida en la que toda la naturaleza se encuentra en su punto más bajo; y cada vez mi llegada les tranquilizaba. Cuando llegó la hora gélida, el fuego empezó a morir, y yo me dispuse a acercarme para alimentarlo, pues ahora nevaba a ráfagas y se había levantado una niebla helada. A pesar de la oscuridad, había cierta claridad, como sucede siempre en la nieve; y las ráfagas de nieve y las espirales de niebla parecían cobrar la forma de mujeres que arrastraran largos vestidos. Todo estaba envuelto en un silencio fúnebre, siniestro. El único sonido era el de los caballos relinchando y encogiéndose, completamente aterrorizados. Empecé a sentir miedo, un miedo horrible; pero entonces me inundó la sensación de seguridad que desprendía aquel anillo en cuyo interior me encontraba. Empecé a creer, también, que la noche y la penumbra y la falta de sueño acumulada y todas las terribles preocupaciones estaban afectando a mi imaginación. Era como si mis recuerdos de la horrenda experiencia de Jonathan me estuvieran engañando; pues los copos de nieve y la niebla empezaron a girar y a arremolinarse, hasta que pude ver como una imagen difusa de aquellas mujeres que querían besarle. Entonces los caballos se encogieron aún más y gimieron de terror tal y como lo hacen los hombres heridos. Ni siquiera podían recurrir a la locura como vía de escape. Cuando estas extrañas figuras se acercaron a nosotros y nos rodearon, temí por mi querida madam Mina. Me volví a mirarla, pero ella estaba tranquilamente sentada y me sonrió; cuando iba a acercarme a echar más troncos al fuego, ella me agarró y me lo impidió, susurrando en un tono tan bajo que su voz parecía salida de un sueño:
—¡No! ¡No! No salga de aquí. ¡Aquí está usted a salvo!
Me volví hacia ella y, mirándole a los ojos, dije:
—Pero ¿y usted? ¡Es por usted por quien temo!
Ella se echó a reír… una risa grave e irreal, y dijo:
—¡Teme por mí! ¿Por qué temer por mí? Nadie está más a salvo de ellas en todo el mundo que yo.
Y mientras me preguntaba el significado de sus palabras, un soplo de viento avivó las llamas y vi la roja cicatriz de su frente. ¡Entonces, ay, lo supe! De no haberlo hecho entonces, lo habría sabido pronto, pues las ondulantes figuras de nieve y niebla se acercaron aún más, pero siempre manteniéndose fuera del círculo Sagrado. Entonces comenzaron a materializarse, hasta que —si Dios no me ha arrebatado la razón, pues lo vi con mis propios ojos— tuve frente a mí encarnadas a las mismas tres mujeres que Jonathan había visto en la habitación, cuando quisieron besar su garganta. Reconocí las formas redondas y oscilantes, los ojos duros y brillantes, los dientes blancos, el color rojizo, los labios voluptuosos. No dejaban de sonreír a la pobre madam Mina; y cuando su risa rompió el silencio de la noche, entrelazaron sus brazos y la señalaron, y dijeron con aquellas voces suaves y cantarinas que Jonathan comparó con la intolerable dulzura del tintineo de unas copas de cristal:
—Ven, hermana. Ven con nosotras. ¡Ven! ¡Ven!
Horrorizado, me volví hacia mi pobre madam Mina, y mi corazón saltó de alegría como una llama. Pues el terror de sus dulces ojos, su repulsión, su horror… le hablaban a mi corazón en tonos de esperanza. Alabado sea Dios, ella no era, todavía, una de ellos. Tomé unos troncos que tenía junto a mí y, extendiendo la Hostia, avancé hacia ellas, acercándome al fuego. Ellas retrocedieron ante mí, y rieron con su risa hórrida y grave. Alimenté el fuego sin temor; pues sabía que nuestras protecciones nos mantendrían a salvo. Ellas no podían acercarse a mí mientras estuviera armado de aquel modo, ni tampoco a madam Mina mientras permaneciera en el interior del anillo, que no podría abandonar más de lo que ellas podían penetrar en él. Los caballos habían dejado de gemir y yacían inmóviles en el suelo; la nieve caía sobre ellos suavemente, y los iba recubriendo de blanco. Supe que los pobres animales ya no sufrirían más terror.
Y así permanecimos, hasta que el rojo del amanecer comenzó a romper la penumbra de la nieve. Estaba desolado y atemorizado, lleno de pena y terror; pero cuando aquel hermoso sol comenzó a alzarse sobre el horizonte, volví a sentirme vivo. Tan pronto como llegaron los primeros indicios del alba, las horripilantes figuras se disolvieron entre la niebla y los remolinos de nieve; las espirales de oscura bruma se alejaron en dirección al castillo y desaparecieron.
Con la llegada del amanecer, me volví instintivamente hacia madam Mina, pretendiendo hipnotizarla; pero había caído en un sueño profundo y repentino del cual no pude despertarla. Intenté hipnotizarla dormida, pero no respondió; y se ha hecho de día. Aún temo moverme. He reavivado el fuego y he ido a ver a los caballos; están todos muertos. Hoy tengo mucho que hacer aquí, y sigo esperando hasta que el sol esté bien alto; pues podría tener que entrar en ciertos lugares en los que esa luz del sol, a pesar de que la nieve y la niebla la oscurezcan, será para mí una salvaguarda.
Recuperaré fuerzas con un buen desayuno, y luego iré a cumplir mi terrible misión. Madam Mina aún duerme. ¡Gracias a Dios su sueño es tranquilo…!