Capítulo XXVI

DIARIO DEL DOCTOR SEWARD

29 de octubre. —Escribo esto en el tren de Varna a Galatz. Anoche nos reunimos todos un poco antes de la puesta de sol. Cada cual había desempeñado su cometido tan bien como había podido. En lo que a intención, empeño y oportunidad se refiere, estamos completamente preparados para nuestro viaje y para la tarea que nos aguarda en Galatz. Cuando llegó el momento oportuno, la señora Harker se preparó para sumirse en el trance hipnótico y, tras un esfuerzo más prolongado y agotador por parte de Van Helsing del que suele ser habitualmente necesario, se sumergió en él. Normalmente basta una sugerencia para hacerla hablar; pero esta vez el profesor tuvo que formularle preguntas, y formulárselas con mucha decisión, antes de que pudiéramos saber nada; finalmente conseguimos una respuesta:

—No puedo ver nada; estamos quietos; no oigo olas chapaleando, únicamente un remolino constante de agua rozando suavemente el calabrote. Oigo a unos hombres hablando a gritos, cerca y lejos, y el rodar y el crujir de los remos en los escálamos. Alguien ha disparado un arma en alguna parte; el eco parece lejano. Oigo ruido de pasos por encima; alguien arrastra sogas y cadenas. ¿Qué es esto? ¡Un rayo de luz! Puedo sentir la brisa.

Alcanzado este punto se interrumpió. Se levantó, como en un impulso, del sofá en el que estaba sentada, y elevó las dos manos, con las palmas hacia arriba, como si estuviera levantando un peso. Van Helsing y yo intercambiamos una mirada de comprensión. Quincey alzó ligeramente las cejas y observó con atención, mientras la mano de Harker se cerraba instintivamente sobre la empuñadura de su kukri. Se produjo un largo silencio. Sabíamos que el momento en el que la señora Harker podía hablar estaba pasando, pero sentimos que era inútil decir nada. De repente volvió a sentarse y, abriendo los ojos, dijo amablemente:

—¿A ninguno de ustedes les apetece una taza de té? ¡Deben de estar tan cansados!

Sólo podíamos hacerla feliz, de modo que aceptamos. Ella salió a buscar el té. Cuando se marchó, Van Helsing dijo:

—Ya lo ven, amigos míos. Está muy cerca de la costa; ha salido de su cajón de tierra. Pero aún ha de alcanzar la orilla. Durante la noche puede esconderse en cualquier parte; pero si nadie le acarrea hasta la orilla, o si el barco no atraca, no podrá desembarcar. En tal caso podría, si fuese de noche, cambiar de forma y saltar o volar hasta la orilla, como hizo en Whitby. Pero si amanece antes de que llegue a la orilla, entonces, a menos que alguien le lleve, será incapaz de escapar. Y si alguien le llevase, entonces los oficiales aduaneros podrían descubrir lo que contiene la caja. De modo que, si todo va bien… si no consigue llegar hasta la orilla esta misma noche o antes del amanecer, habrá perdido todo el día. En ese caso llegaríamos a tiempo: pues si no escapa durante la noche le alcanzaremos durante el día, encerrado en su caja y completamente a nuestra merced; pues no se atreve a mostrar su auténtico yo, despierto y visible, por temor a ser descubierto.

No había nada más que decir, de modo que esperamos pacientemente la llegada del amanecer, pues entonces podríamos saber más a través de la señora Harker.

Esta mañana temprano hemos escuchado su respuesta en trance con el aliento contenido por la ansiedad. El sueño hipnótico tardó aún más en llegar; y cuando por fin se produjo, quedaba tan poco tiempo para la salida del sol que empezamos a desesperarnos. Van Helsing pareció poner toda su alma en el esfuerzo; finalmente, obedeciendo su voluntad, ella respondió:

—Todo está oscuro. Oigo el chapaleo del agua, a mi altura, y crujidos de madera sobre madera.

Se interrumpió y el sol rojo apareció en todo su esplendor. Tendremos que esperar hasta esta noche.

Y así nos dirigimos hacia Galatz, sumidos en una agonía de expectación. Se supone que deberíamos llegar allí entre las dos y las tres de la mañana; pero ya en Bucarest hemos acumulado tres horas de retraso, de modo que va a ser imposible llegar antes del amanecer. Al menos así tendremos ocasión de recibir otros dos mensajes hipnóticos de la señora Harker; uno de ellos, o quizá ambos, podría arrojar algo más de luz sobre lo que está ocurriendo.

Más tarde. —El crepúsculo ha llegado y se ha ido. Afortunadamente, el sol se puso en un momento en el que nada podía distraernos; pues de haberlo hecho mientras nos encontrábamos en alguna estación, quizá no hubiéramos podido asegurarnos la tranquilidad y el aislamiento necesarios. La señora Harker estuvo incluso menos predispuesta a doblegarse ante la influencia hipnótica que esta mañana. Temo que su capacidad para leer las sensaciones del Conde esté desapareciendo justo cuando más la necesitamos. Me da la impresión de que su imaginación está empezando a intervenir. Hasta ahora, siempre que estaba en trance se limitaba a describir los hechos más sencillos. De continuar esto así, podría llevarnos a conclusiones erróneas. Si pudiera convencerme de que el poder que ejerce el Conde sobre ella está desvaneciéndose en la misma medida que la capacidad de ella para localizarle, ése sería un pensamiento feliz; pero temo que no sea así. Cuando la señora Harker habló, sus palabras fueron enigmáticas:

—Algo está saliendo; noto que me atraviesa como una ráfaga de viento frío. Oigo, en la lejanía, ruidos confusos… como de hombres hablando en lenguas extrañas, agua cayendo con violencia, y el aullido de los lobos.

Se quedó en silencio y un escalofrío recorrió todo su cuerpo, aumentando su intensidad durante un par de segundos, hasta que, al final, la pobre muchacha tembló como si hubiera sufrido un ataque de perlesía. No dijo nada más, ni siquiera para responder a las perentorias preguntas del profesor. Cuando despertó del trance tenía frío, y estaba agotada, y lánguida; pero su mente estaba completamente alerta. No podía recordar nada, pero preguntó qué había dicho; cuando se lo contamos, lo ponderó profundamente durante largo tiempo y en silencio.

30 de octubre, 7a.m. —Nos acercamos a Galatz, y más tarde quizá no tenga tiempo de escribir. Esta mañana, todos esperábamos con ansiedad la llegada del amanecer. Van Helsing, consciente de la creciente dificultad de sumir a la señora Harker en el trance hipnótico, inició sus pases más temprano que otros días. En cualquier caso, no produjeron ningún efecto hasta el momento habitual, cuando ella cedió con más dificultad que nunca, apenas un minuto antes de que saliera el sol. El profesor no perdió tiempo en interrogarla; su respuesta llegó con idéntica rapidez:

—Todo está oscuro. Oigo el agua arremolinándose a mi alrededor, a la altura de mis oídos, y la madera crujiendo sobre la madera. A lo lejos, el ganado. También hay otro ruido, uno muy raro, como de…

Se calló súbitamente y palideció, y luego palideció más aún.

—¡Siga! ¡Siga! ¡Hable, se lo ordeno! —dijo Van Helsing agónicamente. Al mismo tiempo, sus ojos mostraban desesperación, pues el sol naciente enrojecía incluso el pálido rostro de la señora Harker. Ella abrió los ojos, y todos nos sobresaltamos cuando dijo, con mucha dulzura y aparentemente muy preocupada:

—Oh, profesor, ¿por qué me pide que haga lo que sabe que no puedo hacer? No recuerdo nada.

Entonces, viendo la expresión de asombro en nuestros rostros, dijo, volviéndose de uno a otro:

—¿Qué he dicho? ¿Qué he hecho? No sé nada, sólo que estaba aquí tumbada, medio dormida, y le oí decir: «¡Siga! ¡Hable, se lo ordeno!» ¡Me ha parecido muy curioso oírle dándome órdenes como si fuera una niña mala!

—Oh, madam Mina —dijo él tristemente—. Es una prueba, si una prueba fuera necesaria, de cuánto la aprecio y la respeto, el que unas palabras dichas por su bien y pronunciadas con más ansiedad que nunca puedan resultarle tan extrañas… ¡pues pretendían dar órdenes a aquella a quien tengo el orgullo de obedecer!

Suenan los silbatos; estamos a punto de entrar en Galatz. Ardemos de ansiedad e impaciencia.