(continuación)
Cuando terminé de leer, Jonathan me tomó entre sus brazos y me besó. Los demás me estrecharon repetidamente las manos, y el doctor Van Helsing dijo:
—Nuestra querida madam Mina es una vez más nuestra maestra. Ha sabido ver donde nosotros estábamos ciegos. Ahora volvemos a estar tras la pista, y esta vez podríamos triunfar. Nuestro enemigo está más indefenso que nunca; y si conseguimos alcanzarle de día, mientras sigue en el río, habremos concluido nuestra tarea. Nos lleva ventaja, pero ahora no quiere forzar la marcha, ya que no puede abandonar su caja para no despertar sospechas entre quienes le llevan; pues si sospecharan, podrían arrojarle a la corriente, donde perecería. Él lo sabe, y no lo hará. Ahora, señores, iniciemos nuestro Consejo de Guerra, pues debemos planear en este preciso instante qué vamos a hacer todos y cada uno de nosotros.
—Yo intentaré conseguir una lancha de vapor para perseguirle —dijo Lord Godalming.
—Y yo, caballos para perseguirle por la orilla, por si acaso desembarcara —dijo el señor Morris.
—¡Bien! —dijo el profesor—. Muy bien pensado en ambos casos. Pero ninguno debe ir solo. Necesitarán fuerza para vencer a la fuerza: los eslovacos son duros y violentos y llevan armas rudimentarias.
Los hombres sonrieron, pues entre todos acarreaban un pequeño arsenal.
—He traído algunos Winchester —dijo el señor Morris—; son muy útiles contra las multitudes y además podría haber lobos. Recuerden que el Conde tomó algunas otras precauciones e hizo algunas exigencias que la señora Harker no consiguió oír o comprender. Debemos estar preparados para cualquier contingencia.
El doctor Seward dijo:
—Creo que lo mejor será que yo acompañe a Quincey. Estamos acostumbrados a cazar juntos y, bien armados, podremos ocuparnos de lo que sea. Tú tampoco debes ir solo, Art. Quizá tengas que luchar con los eslovacos, y una puñalada desafortunada, pues no creo que estos tipos lleven revólveres, echaría a perder nuestros planes. Esta vez no podemos dejar nada al azar, ni descansar hasta que la cabeza del Conde haya sido seccionada de su cuerpo y estemos seguros de que no puede reencarnarse.
Miró a Jonathan mientras hablaba, y Jonathan me miró a mí. Pude ver que la indecisión le estaba desgarrando el alma. Por supuesto, quería quedarse conmigo; pero, por otra parte, el grupo del barco sería, con casi total seguridad, el que destruyera al… al… al… Vampiro. (¿Por qué he dudado al escribir la palabra?) Jonathan guardó silencio, y el profesor Van Helsing se dirigió a él:
—Amigo Jonathan, esta misión le corresponde a usted por dos motivos. Primero, porque es joven y valiente y sabe luchar, y es posible que al final sean necesarias todas las energías; por otra parte, porque suyo es el derecho de destruir a aquel (a eso) que tantos sufrimientos ha traído sobre usted y los suyos. No se preocupe por madam Mina; yo la protegeré, si usted me lo permite. Soy viejo. Mis piernas ya no pueden correr con tanta rapidez como antaño; no estoy acostumbrado a cabalgar tanto, ni a las persecuciones, ni a luchar con armas letales. Pero puedo tener otra utilidad; puedo luchar de otro modo. Y si fuera necesario, puedo morir tan dignamente como un hombre más joven. Ahora, permítanme que les diga lo que haría yo. Mientras ustedes, milord Godalming y mi amigo Jonathan, remontan el río en esa pequeña pero rápida lancha de vapor, y mientras John y Quincey rastrean las riberas en las que podría desembarcar, yo conduciría a madam Mina hasta al mismo corazón del país del enemigo. Mientras nuestro viejo zorro siga atrapado en su caja, flotando sobre la corriente que no le permite escapar a tierra, sin atreverse a levantar la tapa de su ataúd para evitar que sus portadores eslovacos le abandonen aterrorizados a una muerte segura, madam Mina y yo seguiremos la ruta de Jonathan, desde Bistritz hasta el Borgo, y alcanzaremos el castillo de Drácula. El poder hipnótico de madam Mina nos servirá de ayuda, y seremos capaces de encontrar el camino, por muy oscuro y desconocido que sea, tan pronto como el amanecer nos encuentre cerca de ese fatídico lugar. Aún queda una misión por cumplir allí, y muchos lugares por santificar, para que ese nido de víboras pueda ser aniquilado.
Llegado este punto, Jonathan le interrumpió acaloradamente:
—¿Pretende decir, profesor Van Helsing, que llevaría usted a Mina, en su triste condición y contagiada como está con la enfermedad de ese demonio, precisamente a la boca del infierno? ¡Por nada en el mundo! ¡Ni por todo el Cielo ni el Infierno!
Jonathan se quedó casi sin habla durante un minuto, y luego continuó:
—¿Sabe usted lo que es ese lugar? ¿Acaso ha visto alguna vez esa horrible guarida de infamia infernal, en la que la propia luz de la luna cobra vida en horripilantes formas, y cada una de las motas de polvo que revolotean en el viento lleva consigo el embrión de un monstruo devorador? ¿Acaso ha sentido los labios del Vampiro sobre su garganta?
Tras haber dicho esto, se volvió hacia mí, y sus ojos cayeron sobre mi frente. Entonces elevó los brazos y gritó:
—¡Oh, Dios mío, qué hemos hecho para que este terror caiga sobre nosotros! —y se derrumbó sobre el sofá en un colapso de miseria. La voz del profesor, tan dulce y cristalina que pareció vibrar en el aire, nos calmó a todos:
—Oh, amigo mío, precisamente porque quiero salvar a madam Mina de ese horrible castillo es por lo que debo ir. ¡Dios me libre de llevarla al interior de semejante lugar! Pues allí me espera una tarea, una tarea atroz, que sus ojos no deben contemplar. Todos ustedes, caballeros, a excepción de Jonathan, han visto con sus propios ojos lo que debe hacerse antes de que ese lugar pueda ser purificado. Recuerden que nos encontramos en una situación terriblemente apurada. Si el Conde se nos escapa en esta ocasión, y recuerden que es fuerte, sutil y astuto, podría optar por dormir durante un siglo; y entonces, a su tiempo, nuestra querida madam Mina —mientras decía esto me cogió de la mano— acudiría a él para hacerle compañía, y sería como aquellas otras que vio usted, Jonathan. Ya nos ha descrito cómo se relamían los labios; y oyó su risa procaz cuando agarraron la bolsa temblorosa que el Conde les arrojó. Se estremece usted, y hace bien. Perdóneme por causarle tanto dolor, pero es necesario. Amigo mío, ¿acaso no nos enfrentamos a una necesidad extrema, por la que estoy dispuesto, de ser necesario, a dar mi vida? Si alguno tuviera que entrar en ese lugar para nunca volver, soy yo quien debe ir, para hacerles compañía.
—Haga lo que quiera —dijo Jonathan, con un sollozo que le estremeció por entero—. ¡Estamos en manos de Dios!
Más tarde. —Oh, cuánto bien me ha hecho ver trabajar a estos valientes. ¡Cómo van a evitar las mujeres amar a los hombres cuando son tan decididos y tan sinceros y tan valerosos! ¡También me ha hecho pensar en el extraordinario poder del dinero! ¡Cuánto puede llegar a conseguir cuando se usa adecuadamente; y cuánto mal puede provocar utilizado de manera indigna! Doy gracias porque Lord Godalming sea rico y porque tanto él como el señor Morris —que también tiene mucho dinero— estén dispuestos a gastarlo con tanta liberalidad. Pues de no ser así, nuestra pequeña expedición no podría partir con tanta rapidez, ni tan bien equipada, como lo hará dentro de una hora. No han pasado siquiera tres horas desde que decidimos qué papel iba a desempeñar cada uno de nosotros, y Lord Godalming y Jonathan ya tienen una preciosa lancha de vapor, humeante y preparada para partir de inmediato. El doctor Seward y el señor Morris se han hecho con media docena de hermosos caballos, bien pertrechados. Además, tenemos cuantos mapas y accesorios diversos pudiéramos desear. El profesor Van Helsing y yo saldremos en el tren de las 11:40 de esta noche rumbo a Veresti, y desde allí iremos en coche hasta el paso de Borgo[290]. Llevaremos encima una buena cantidad de dinero en metálico, puesto que tenemos que comprar un carruaje y caballos. Nosotros mismos lo conduciremos, ya que en este asunto no podemos confiar en nadie más. El profesor chapurrea muchos idiomas, de modo que nos las apañaremos bien. Todos iremos armados. Incluso a mí me han procurado un revólver de gran calibre; Jonathan no estará tranquilo a menos que también yo vaya armada como los otros. ¡Por desgracia no puedo llevar el otro tipo de arma que llevan los demás! La cicatriz de mi frente me lo impide. El encantador doctor Van Helsing intenta reconfortarme diciéndome que llevo todo el armamento que necesito, ya que podría haber lobos. A cada hora que pasa hace más frío, y las ráfagas de nieve vienen y van a modo de advertencia.
Más tarde. —He necesitado de todo mi valor para despedirme de mi amado. Podría ser que no volviéramos a vernos nunca. ¡Valor, Mina! El profesor te observa fijamente; su mirada es una advertencia. Éste no es momento de lágrimas… a menos que Dios permita que sean de alegría.