11 de octubre, tarde. —Jonathan Harker me ha pedido que registre esto, ya que afirma no sentirse capaz de hacerlo él mismo y quiere una relación exacta de todo lo ocurrido.
Creo que ninguno de nosotros se sorprendió demasiado cuando nos pidieron que fuéramos a ver a la señora Harker, poco antes de que el sol empezara a ponerse. Últimamente hemos llegado a comprender que tanto el amanecer como la puesta de sol son para ella momentos de especial libertad; aquellos en los que su antiguo yo puede manifestarse sin que ninguna fuerza externa la subyugue o la reprima, o la incite a pasar a la acción. Este estado o condición comienza aproximadamente media hora antes del momento exacto del amanecer o la puesta de sol, y se prolonga hasta que el sol ha salido por completo, o mientras las nubes siguen reflejando los últimos rayos que se derraman desde más allá del horizonte. Al principio se da en ella una especie de disposición negativa, como si se aflojara una atadura, seguida rápidamente de una libertad absoluta; en todo caso, cuando esa libertad cesa, el retroceso o recaída se produce con extrema rapidez, precedido únicamente por un periodo de silencio premonitorio.
Cuando nos reunimos esta noche ella parecía en cierta manera coartada y daba muestras de estar librando una lucha interna. Lo atribuí al violento esfuerzo que había realizado por liberarse en el preciso instante en el que pudo empezar a hacerlo. En cualquier caso, le bastaron un par de minutos para obtener un completo control de sí misma; entonces, tras indicarle a su esposo que se sentara junto a ella en el sofá en el que estaba medio reclinada, hizo que el resto de nosotros acercáramos nuestras sillas. Tomando la mano de su marido entre las suyas, dijo:
—¡Puede que ésta sea la última vez que estemos todos juntos en libertad! Lo sé, querido; sé que tú estarás conmigo hasta el final —dijo volviéndose a su marido, quien, según pude ver, le había apretado la mano—. Mañana partiremos para llevar a cabo nuestra misión. Y sólo Dios sabe lo que el destino nos deparará a cada uno de nosotros. Han sido ustedes tan buenos como para dejarme acompañarles. Sé que harán ustedes todo lo que unos hombres ardientes y valerosos pueden hacer por una pobre y débil mujer, cuya alma quizá ya esté perdida… no, no, aún no, pero en cualquier caso está en juego. Pero deben recordar que yo ya no soy como ustedes. En mi sangre, en mi alma, hay un veneno que puede destruirme… que sin duda me destruirá, a menos que recibamos algún alivio. Ay, amigos míos, saben ustedes tan bien como yo que mi alma está en juego; y aunque sé que todavía me queda una salida, ¡ni ustedes ni yo debemos tomarla!
Paseó su mirada suplicante por todos nosotros, empezando y terminando por su marido.
—¿Cuál es esa salida? —preguntó Van Helsing con voz ronca—. ¿Cuál es esa salida que no debemos… no podemos tomar?
—Que muera ahora mismo, bien por mi propia mano, bien por la de otro, antes de que pueda consumarse el mal mayor. Yo sé, y también ustedes lo saben, que una vez muerta podrían (y sé que lo harían) liberar mi alma inmortal, tal y como hicieron con la de mi pobre Lucy. Si la muerte, o el temor a la muerte, fuera lo único que se interpusiera en mi camino, nada me impediría morir aquí, en este preciso instante, rodeada de amigos que me aman. Pero la muerte no lo es todo. No puedo creer que morir en semejantes circunstancias, cuando todavía nos queda esperanza y tenemos una misión por cumplir, pueda ser la voluntad de Dios. Por lo tanto, por mi parte, renuncio a partir de este momento a la certeza del descanso eterno, ¡y me dispongo a salir a la oscuridad, donde quizá me esperan las más nefastas criaturas surgidas del mundo o del inframundo!
Guardamos silencio, pues sabíamos instintivamente que esto era sólo un preludio. Los rostros de los demás mostraron decisión, pero el de Harker se puso de un gris ceniciento; quizá adivinó mejor que cualquiera de nosotros lo que se avecinaba. Ella continuó:
—Eso es lo que puedo aportar a la colación de bienes[272] —no pude evitar que me llamara la atención el modo en el que se había servido, en semejante situación y con toda seriedad, de tan pintoresca frase legal—. Pero ¿qué darán cada uno de ustedes? Sus vidas, lo sé —agregó rápidamente—; pero para los hombres valientes eso es fácil de dar. Después de todo, sus vidas pertenecen a Dios, y pueden ustedes devolvérselas; pero ¿qué me darán a mí?
La señora Harker nos miró de nuevo interrogativamente, pero esta vez evitó el rostro de su marido. Quincey pareció entenderla; asintió a modo de respuesta, y la cara de ella se iluminó.
—Entonces les diré exactamente lo que quiero, pues en esta comunión que ahora existe entre nosotros no debe haber lugar a ninguna duda. Deben prometerme, todos y cada uno de ustedes, incluido tú, mi querido esposo, que en caso de que llegue el momento no dudarán en matarme.
—¿A qué momento se refiere? —dijo Quincey en voz baja, tensa.
—A cuando se convenzan ustedes de que he cambiado tanto que es mejor que muera a que siga viviendo. Entonces, cuando mi carne haya muerto, deberán atravesarme el corazón con una estaca y cortarme la cabeza sin un instante de demora; ¡o hacer lo que sea necesario para otorgarme el descanso!
Quincey fue el primero en levantarse tras la pausa que se produjo a continuación. Se arrodilló frente a ella y, tomándola de la mano, dijo solemnemente:
—Sólo soy un rudo patán, que posiblemente no haya vivido tal y como debería vivir un hombre para llegar a ganar semejante distinción, pero le juro por todo lo que me es sagrado y querido que, en caso de que llegara el momento, no dudaré en cumplir la tarea que nos ha encomendado. ¡Y también le prometo que me aseguraré de que así sea, pues tan pronto como empiece a dudar, tendré que asumir que ha llegado el momento!
—¡Mi fiel amigo! —fue todo lo que pudo decir la señora Harker, ahogada por las lágrimas, mientras se inclinaba y le besaba la mano.
—¡Yo también se lo juro, mi querida madam Mina! —dijo Van Helsing.
—¡Y yo! —dijo Lord Godalming.
Cada uno de ellos, a su turno, se arrodilló frente a ella para hacer su juramento. Luego les seguí yo. Finalmente, su marido se volvió hacia ella con ojos tristes y en el rostro una palidez verdosa que suavizaba la nívea blancura de sus cabellos, y preguntó:
—¿También yo, esposa mía, debo hacer tal promesa?
—¡También tú, amado mío! —dijo ella, con un infinito anhelo de compasión en su voz y en su mirada—. No debes retroceder. Eres la persona más cercana y más querida que tengo en el mundo; nuestras almas se han entretejido en una sola para toda la vida y por toda la eternidad. Piensa, querido, que hubo tiempos en los que los hombres valientes mataban a sus esposas, y a todas las mujeres de su familia, para evitar que cayeran en manos del enemigo. Sus manos no titubearon más cuando oyeron a aquellas a las que amaban implorarles que las sacrificasen. ¡Es un deber de los hombres para con las mujeres que aman, en los momentos de grandes suplicios! Y, oh, amado mío, si debo encontrar la muerte a manos de alguien, que sean las manos de aquel que más me ama. Doctor Van Helsing, no he olvidado su compasión, en el caso de la pobre Lucy, hacia aquel que la amó… —en este momento se interrumpió ruborizándose y cambió la frase—. Hacia aquel que más derecho tenía a otorgarle la paz. Si ese momento llegara de nuevo, espero que convierta usted en un feliz recuerdo para la vida de mi esposo el hecho de que fue su amorosa mano la que me liberó de la horrible esclavitud a la que había sido sometida.
—¡Una vez más, lo juro! —retumbó la voz del profesor.
La señora Harker sonrió —realmente sonrió—, mientras se reclinaba dejando escapar un suspiro, y añadía:
—Y ahora, unas palabras de advertencia; una advertencia que no deben ustedes olvidar jamás. Si este momento llegara alguna vez, podría hacerlo inesperadamente y con gran rapidez. En tal caso, no deberán ustedes perder tiempo en aprovechar la oportunidad. Pues a partir de ese momento yo misma podría estar… ¡Mejor dicho!… estaré aliada con su enemigo en contra de ustedes. Y ahora, una última petición —dijo esto con mucha solemnidad—. No es vital ni necesario, como todo lo demás, pero en cualquier caso quiero que hagan una cosa por mí, si lo desean.
Todos nos mostramos de acuerdo, pero ninguno dijo nada; no había necesidad de palabras:
—Quiero que me lean el Oficio de Difuntos.
En este momento se vio interrumpida por un angustiado gemido de su esposo; agarrando su mano, se la colocó sobre el corazón y prosiguió:
—Antes o después tendrán que leérmelo. Al menos de este modo y sea cual sea el resultado de este terrible asunto, será un dulce recuerdo para todos o para algunos de nosotros. Espero que seas tú, amado mío, quien lo lea, pues así será con tu voz como perdure en mi recuerdo para siempre… ¡suceda lo que suceda!
—Pero… ¡amada mía! —suplicó él—. La muerte aún está muy lejos de ti.
—No —dijo ella, levantando una mano en gesto de advertencia—. ¡En este momento me encuentro más profundamente sumida en la muerte que si una tumba yaciera con todo su peso sobre mí!
—Esposa, ¿de verdad tengo que leerlo? —volvió a preguntar él.
—¡Me reconfortaría, esposo mío! —fue todo lo que dijo ella; y Harker comenzó a leer tan pronto como ella le tendió el libro.
¿Cómo podría yo —cómo podría cualquiera— describir esta extraña escena; su solemnidad, su melancolía, su tristeza, su horror y, sin embargo, su ternura? Incluso a un escéptico, incapaz de ver nada salvo un trasunto de amarga verdad en cualquier acontecimiento sagrado o emocional, se le habría derretido el corazón de haber visto a nuestro reducido grupo de amantes y devotos amigos, arrodillados alrededor de aquella afligida y apenada mujer; o de haber oído la tierna pasión en la voz de su marido, mientras leía, ahogado por la emoción —tanto que tuvo que detenerse a menudo—, el sencillo y hermoso Oficio de Difuntos.
—No… no puedo continuar… Me… me fallan la… la voz y… las palabras…
El instinto de la señora Harker fue acertado. Por muy extraño que fuera todo —por muy extravagante que pudiera llegarnos a parecer en un futuro, a pesar de que en aquel momento experimentamos su potente influencia—, lo cierto es que nos reconfortó mucho; y esta vez el silencio, que anunciaba que Mina Harker estaba a punto de volver a perder la libertad de su alma, no nos pareció a ninguno de nosotros tan lleno de desesperación como habíamos temido.