28 de octubre. —Creo que, cuando recibimos el telegrama anunciando la llegada del Zarina Catalina a Galatz, ninguno de nosotros se sintió tan conmocionado como habría sido de esperar. Cierto; no sabíamos desde dónde, o cómo, o cuándo nos alcanzaría el rayo; pero creo que todos sabíamos que algo extraño iba a suceder. Su retraso en llegar a Varna nos había convencido individualmente de que los acontecimientos no se iban a desarrollar exactamente como los habíamos previsto; sólo esperábamos a saber dónde se produciría el cambio. En cualquier caso, no por ello dejó de ser una sorpresa. Supongo que nuestra naturaleza está tan basada en la esperanza que a menudo creemos, a pesar nuestro, que las cosas serán como deberían ser, y no como deberíamos saber que serán. El trascendentalismo[278] es un faro para los ángeles, aunque para el hombre no sea sino una quimera. Fue una rara experiencia, que cada uno asumió de un modo diferente. Van Helsing elevó un momento las manos por encima de la cabeza, como protestando ante el Todopoderoso; pero no dijo ni una palabra, y unos segundos más tarde se levantó con el rostro severamente rígido. Lord Godalming se puso muy pálido y se sentó, respirando con dificultad. Yo mismo quedé medio aturdido, observando asombrado a unos y a otros. Quincey Morris se apretó el cinturón con ese rápido movimiento que tan bien conozco; en nuestros viejos tiempos de vagabundeo significaba «acción». La señora Harker se puso tan pálida como un fantasma, de tal modo que la cicatriz en su frente pareció arder, pero juntó las manos mansamente y alzó la mirada en oración. Harker sonrió —realmente sonrió—; la sonrisa siniestra y amarga de aquel que ha perdido la esperanza; pero al mismo tiempo su acción contradijo sus palabras, pues las manos buscaron instintivamente la empuñadura de su gran machete kukri y reposaron allí.
—¿Cuándo sale el próximo tren para Galatz? —preguntó Van Helsing a nadie en particular.
—¡A las 6:30 mañana por la mañana!
Todos nos sobresaltamos, pues la respuesta vino de la señora Harker.
—¿Cómo rayos lo sabe? —dijo Art.
—Olvida, o quizá no lo sabe, aunque Jonathan sí, y también el doctor Van Helsing, que soy una entusiasta de los trenes. Cuando estaba en Exeter solía memorizar los horarios para serle de alguna ayuda a mi esposo. Me resultó tan útil en ciertos momentos, que desde entonces siempre estudio los horarios. Sabía que si por alguna circunstancia nos viéramos obligados a llegar hasta el castillo de Drácula, deberíamos ir por Galatz, o como mínimo a través de Bucarest, de modo que memoricé los horarios cuidadosamente. Por desgracia, no hay demasiado que memorizar, puesto que el único tren es el de mañana, tal y como les he dicho.
—¡Maravillosa mujer! —murmuró el profesor.
—¿No sería posible conseguir un tren privado? —preguntó Lord Godalming.
Van Helsing meneó la cabeza:
—Me temo que no. Este país es muy diferente del suyo o del mío; aunque alquiláramos un tren privado, probablemente tardaría más en llegar que la línea regular. Además, tenemos preparativos que hacer. Debemos pensar. Ahora, organicémonos. Usted, amigo Arthur, vaya a la estación, consiga los billetes para ese tren y asegúrese de que todo esté listo para que podamos partir mañana. Usted, amigo Jonathan, vaya a ver al agente de la compañía naviera y solicítele una carta dirigida a su agente en Galatz en la que nos otorgue la misma autoridad para registrar el barco que teníamos aquí. Quincey Morris, usted vaya a hablar con el vicecónsul[279] y solicítele que nos eche una mano con su camarada en Galatz, así como todo lo que pueda hacer por allanarnos el camino, de modo que no tengamos que perder tiempo una vez hayamos cruzado el Danubio. John, usted se quedará aquí a deliberar con madam Mina y conmigo. Pues es posible que se retrasen; y de este modo no importará que se ponga el sol, pues yo estaré aquí con madam para poder hipnotizarla de nuevo.
—Y yo —dijo la señora Harker animadamente, como si hubiera vuelto a ser ella misma por primera vez en muchos y largos días— intentaré serles de utilidad en todos los sentidos, y meditaré y escribiré para ustedes como solía hacerlo antes. ¡Algo está cambiando en mí de alguna forma extraña, y me siento más libre que últimamente!
Los tres hombres más jóvenes parecieron alegrarse al darse cuenta del significado de sus palabras; pero Van Helsing y yo, volviéndonos el uno hacia el otro, intercambiamos una mirada grave e inquieta. En todo caso, no dijimos nada en aquel momento.
Cuando los tres se marcharon hacia sus respectivas tareas, Van Helsing le pidió a la señora Harker que revisara las copias de los diarios y localizara la parte del diario de Harker en el castillo. Ella fue a buscarla; cuando la puerta se cerró a sus espaldas, el profesor me dijo:
—¡Pensamos lo mismo! ¡Habla!
—Se ha producido algún cambio. Es una esperanza que me produce vértigo, pues podría engañarnos.
—Muy correcto. ¿Sabes por qué le he pedido que fuera a buscar el manuscrito?
—¡No! —dije—. A menos que fuera para tener una oportunidad de verme a solas.
—En parte llevas razón, amigo John, pero sólo en parte. Quiero decirte algo. Y, oh, amigo mío, voy a correr un riesgo enorme… ¡y terrible! Pero creo que será el acertado. En el preciso momento en el que madam ha dicho esas palabras que han arrestado nuestro entendimiento, he tenido una inspiración. Hace tres días, durante su trance hipnótico, el Conde envió su espíritu a leer su mente; o más probablemente llevó el de ella hasta su caja de tierra, hasta ese barco que navega en alta mar, en el momento en que quedó libre a la salida y a la puesta del sol. Supo entonces que estamos aquí; pues ella, que no vive confinada, que tiene ojos para ver y oídos para escuchar, tiene muchas más cosas que contar que él, encerrado como está en su caja-ataúd. Ahora su mayor preocupación es escapar de nosotros. Por el momento no necesita a la señora Harker. Tiene la completa seguridad de que ella acudirá a su llamada; pero por ahora ha interrumpido la comunicación… la ha aislado de su propio poder, tal y como es capaz de hacer, para que ella no pueda ir hasta él. ¡Ah! Eso me da la esperanza de que nuestros cerebros de hombre, que llevan mucho tiempo siendo adultos y que no han perdido la gracia de Dios, acabarán superando a su cerebro infantil, que ha yacido en una tumba durante siglos y que aún no ha crecido hasta alcanzar nuestra propia estatura, pues sólo sabe trabajar con fines egoístas y, por tanto, ínfimos. ¡Aquí viene madam Mina! ¡Ni una palabra sobre su trance! No sabe nada de esto; y la abrumaría y la sumiría en la desesperación justo cuando más necesitados estamos de su esperanza y su valentía; cuando más necesitados estamos de su gran cerebro, que aunque está entrenado como el cerebro de un hombre es en realidad el de una encantadora mujer, y que tiene un poder especial que le ha otorgado el Conde, y que quizá no haya podido retirar por completo… aunque él piense que sí. ¡Shhh! Déjame hablar y verás. Oh, John, amigo mío, nos encontramos en una situación terriblemente desesperada. Nunca en mi vida había tenido tanto miedo como ahora. Sólo nos queda confiar en el buen Dios. ¡Silencio! ¡Aquí viene!
Pensé que el profesor iba a derrumbarse y a sufrir un ataque de histeria, tal y como le había sucedido al morir Lucy, pero hizo un gran esfuerzo por controlarse, y volvió a recobrar un perfecto equilibro emocional antes de que la señora Harker entrara en la habitación, animada y risueña. Aparentemente, tener un trabajo que hacer le ayudaba a olvidar sus desgracias. Al entrar, le tendió a Van Helsing unas cuantas hojas mecanografiadas. Él las repasó gravemente, y su rostro se iluminó mientras leía. Entonces, agarrando las páginas entre los dedos índice y pulgar, dijo:
—Amigo John, he aquí una lección para ti, a pesar de tu experiencia, y también para usted, querida madam Mina, que todavía es joven: nunca tengan miedo a pensar. Hace ya algún tiempo que un esbozo de idea ha estado zumbando a menudo en mi cerebro, pero me daba miedo dejarle alzar el vuelo. Sin embargo, ahora, con nuevos conocimientos, he regresado al mismo lugar del que surgió aquel esbozo de idea para descubrir que no era ni mucho menos un esbozo, sino una idea completamente formada, aunque tan joven que aún no tiene la fuerza suficiente como para utilizar sus pequeñas alas. Más aún, tal y como le sucedía al «patito feo» de mi amigo Hans Andersen, no se trata ni mucho menos de una idea-pato, sino de una gran idea-cisne, que volará majestuosamente con sus grandes alas tan pronto como llegue el momento de probarlas. Vean, voy a leerles lo que escribió Jonathan:
«Otro de su raza quien, tiempo después, condujo a sus fuerzas una y otra vez al otro lado del río a Turquía; quien, a pesar de ser rechazado, regresó una y otra y otra y otra vez, aunque tuviera que volver completamente solo del ensangrentado campo de batalla en el que sus tropas estaban siendo masacradas, puesto que sabía que sólo él podría, en última instancia, triunfar».
»¿Qué nos dice esto? ¿No demasiado? ¡No! El pensamiento infantil del Conde es incapaz de ver; por eso habla sin reservas. Tu pensamiento adulto también es incapaz de ver; igual que el mío, que ha sido incapaz de ver hasta este preciso momento. ¡No! Pero entonces esta dama dice sin pensar algo que tampoco ella sabe lo que significa… lo que podría significar. Igual que hay elementos que permanecen inmóviles, pero que, sin embargo, siguiendo las leyes de la naturaleza, se echan a andar y chocan y entonces… ¡Bum! Se produce una explosión de luz que cubre todo el cielo, que ciega y mata y destruye a unos cuantos; pero que ilumina toda la tierra que hay por debajo en un radio de muchas leguas a la redonda. ¿No es así? En fin, se lo explicaré. Para empezar, ¿alguna vez han estudiado la filosofía del crimen? «Sí» y «no». Tú, John, sí; pues es un estudio de la locura. Usted, madam Mina, no; pues el crimen no la ha afectado… más que una vez. Aun así, tiene usted una mente despierta, y no razona a particulari ad universale[280]. Sin embargo, en los criminales se da esta particularidad. Es tan constante, en todos los países y en todas las eras, que incluso la policía, que no sabe demasiado de filosofía, ha llegado a conocerla empíricamente; sabe que es así. Eso es ser empírico. El criminal siempre comete el mismo crimen; me estoy refiriendo al auténtico criminal, que parece predeterminado al crimen y que no querrá saber nada de ninguna otra cosa. Este criminal no tiene un cerebro de adulto bien formado. Puede ser listo y astuto y estar lleno de recursos; pero en lo que se refiere al cerebro no tiene estatura de hombre. Como mucho, tiene un cerebro infantil. Este criminal nuestro también está predeterminado al crimen; también tiene un cerebro infantil, pues lo que ha hecho es propio de niños. El pajarito, el pececillo, el cachorro de cualquier animal aprende no por principios, sino empíricamente; y una vez ha aprendido algo, lo utiliza como punto de partida para aprender algo más. Dos pou sto, dijo Arquímedes: «¡Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo!»[281] Aquello que se ha hecho una vez es el punto de apoyo mediante el que el cerebro infantil se convierte en un cerebro adulto; y mientras no surja un nuevo propósito, continuará haciendo lo mismo una y otra vez… ¡tal y como lo hizo anteriormente! Oh, querida mía —dijo dirigiéndose a la señora Harker—, veo que se le abren los ojos, y que la explosión de luz le ha iluminado todas las leguas —pues ella había empezado a dar palmadas con los ojos relucientes. Van Helsing añadió—: Ahora le toca hablar a usted. Cuénteles a estos dos envarados hombres de ciencia qué ve usted con esos ojos tan brillantes.
Van Helsing tomó la mano de la señora Harker y la mantuvo agarrada mientras ella hablaba, cerrando el índice y el pulgar sobre su muñeca —como si le estuviera tomando el pulso—, de un modo instintivo e inconsciente, según me pareció.
—El Conde es un criminal, del tipo criminal. Nordau y Lombroso[282] así lo clasificarían, y qua[283] criminal posee una mente imperfecta. Por eso, cuando se encuentra en apuros, ha de buscar recursos en el hábito. Su pasado es una pista, y la única página que de él conocemos, de sus propios labios, además, nos demuestra que ya anteriormente, cuando se encontró en lo que el señor Morris llamaría «un callejón sin salida», regresó a su propio país desde la tierra que había intentado invadir con su propósito intacto, para volver a planear un nuevo intento. Volvió a intentarlo, mejor equipado para su tarea; y venció. Del mismo modo, vino a Londres para invadir una tierra nueva. Fue derrotado, y cuando perdió toda esperanza de éxito, y vio que su existencia corría peligro, huyó por mar hacia su país; igual que en el pasado huyó de Turquía cruzando el Danubio.
—¡Bien, bien! ¡Oh, qué mujer tan lista! —dijo Van Helsing entusiasmado, mientras se inclinaba y le besaba la mano. Un momento después, me dijo tan calmadamente como si hubiéramos estado consultando en una habitación de enfermos:
—Sólo setenta y dos; ¡y con toda esta excitación! Tengo esperanzas —volviéndose de nuevo hacia ella, dijo con aguda expectación—: Pero continúe. ¡Continúe! Aún puede contarnos más cosas, si lo desea. No tenga miedo; John y yo ya lo sabemos. En cualquier caso, yo lo sé, y le diré si tiene razón. ¡Hable, sin miedo!
—Lo intentaré; pero espero que me perdonen ustedes si parezco ególatra.
—¡No! No tema. Debe ser ególatra, pues es en usted en quien pensamos.
—Entonces, igual que es criminal, es egoísta; y como su intelecto es reducido y su acción está basada en el egoísmo, se limita a sí mismo a un único propósito, al que se aplica sin ninguna clase de remordimientos. Igual que huyó cruzando el Danubio, abandonando a sus tropas para que fueran hechas pedazos, ahora se ha concentrado en salvarse, sin que nada más le importe. Por eso, como manifestación de su propio egoísmo, ha liberado de algún modo mi alma del terrible poder que adquirió sobre mí en aquella horrenda noche. ¡Lo noté! ¡Oh, lo noté! ¡Gracias a Dios por su misericordia! Mi alma vuelve a ser más libre de lo que lo ha sido desde aquel horrible momento; y lo único que me turba es el temor de que, mediante algún trance o sueño, él pueda haber utilizado mi conocimiento para sus fines.
El profesor se levantó:
—Efectivamente, se ha servido de su mente de ese modo; dejándonos aquí en Varna, mientras el barco que le llevaba se dirigía velozmente a través de la envolvente niebla hacia Galatz, donde, sin duda, lo tenía todo dispuesto para huir de nosotros. Pero su mente infantil sólo ha sabido ver hasta ahí; y podría ser que, como siempre sucede con la Divina Providencia, precisamente aquello con lo que el malhechor contaba para su propio bien egoísta, resulte ser su mayor perjuicio. El cazador cazado en su propia trampa, como dice el gran salmista[284]. Pues ahora que cree haber eliminado su rastro y llevarnos tantas horas de ventaja, su egoísta cerebro infantil le hará confiarse. También cree que, al haber interrumpido la comunicación con su mente, usted debe de haber perdido la comunicación con la suya; ¡y ahí es donde se equivoca! Aquel terrible bautismo de sangre que le administró le permite a usted ir hasta él en espíritu, como ya ha hecho en sus momentos de libertad, al amanecer y a la puesta de sol. En tales momentos usted obedece mi voluntad, no la de él; y este poder que procurará su bien y el de otros, lo ha ganado usted sufriendo a sus manos. Lo más precioso de todo es que él ignora este detalle, y para protegerse ha renunciado incluso al conocimiento de nuestra posición. Nosotros, en cualquier caso, no somos completamente egoístas, y creemos que Dios está con nosotros en toda esta negrura y en estas horas oscuras. Le seguiremos; y no nos arredraremos; a pesar de que exista el peligro de acabar convertidos en lo mismo que él. Amigo John, ésta ha sido una gran hora; y nos ha hecho avanzar mucho. Debes ejercer de escriba y anotarlo todo, de modo que cuando los demás regresen de su trabajo puedas dárselo a ellos, para que sepan lo mismo que nosotros.
Y así, mientras esperamos su regreso, he escrito —y la señora Harker lo ha mecanografiado con su máquina de escribir— todo lo sucedido desde que nos trajo el diario de su marido.