5 de octubre, tarde. —Después de la reunión de esta mañana he sido incapaz de pensar durante un buen rato. El nuevo rumbo que han tomado los acontecimientos ha sumido mi mente en un estado de continua interrogación que no deja sitio para el pensamiento activo. La decisión de Mina de no tomar parte en nuestras deliberaciones me ha dado mucho que pensar, pero como no he podido discutir el asunto con ella, tengo que limitarme a conjeturar. Sin embargo, estoy más lejos que nunca de llegar a conclusión alguna. También me ha desconcertado el modo en el que los demás han recibido la noticia; la última vez que hablamos del tema estuvimos de acuerdo en que no debíamos volver a tener secretos entre nosotros. Mina está durmiendo, tranquila y apaciblemente, como una niñita. Tiene los labios curvados y su rostro reluce de alegría. ¡Gracias a Dios que todavía puede disfrutar de momentos así!
Más tarde. —¡Qué extraño es todo! Mientras estaba sentado observando el feliz sueño de Mina, he estado tan cerca de ser feliz yo mismo como supongo que jamás podré llegar a serlo. A medida que ha ido cayendo la tarde, y la tierra se ha ido oscureciendo con las sombras del sol poniente, el silencio de la habitación se ha vuelto más y más solemne para mí. De repente, Mina ha abierto los ojos y, mirándome tiernamente, me ha dicho:
—Jonathan, quiero que me hagas una promesa bajo palabra de honor. Una promesa que, a pesar de que me la hayas hecho a mí, también será oída por Dios. Una promesa que no deberás romper ni aunque yo me arrojara de rodillas y te lo implorara con los ojos llenos de lágrimas. Rápido, debes hacérmela de inmediato.
—Mina —he dicho—, no puedo hacerte semejante promesa así como así. Podría no tener ningún derecho a hacerla.
—Pero, querido —ha respondido, con semejante intensidad espiritual que sus ojos parecían estrellas polares—, soy yo quien te lo pide; y no lo hago por mí. Puedes preguntarle al doctor Van Helsing si hago bien o no; si él no está de acuerdo, podrás hacer lo que desees. Más aún, si más adelante estáis todos de acuerdo, quedarás libre de tu promesa.
—¡Lo prometo! —he dicho, y por un momento ha parecido supremamente feliz; aunque, para mí, toda la felicidad que pudiera sentir al verla se ha visto contrarrestada por la roja cicatriz de su frente.
—Prométeme que no me contarás nada de vuestros planes para la campaña contra el Conde. Ni una sola palabra, ni una sola inferencia, ni una sola implicación, ¡no mientras siga teniendo esto! —y se ha señalado la cicatriz con solemnidad. He visto que hablaba muy en serio, y le he dicho solemnemente:
—¡Lo prometo! —pero al decirlo he sentido que, en ese preciso instante, una puerta se cerraba entre nosotros.
Más tarde, medianoche. —Mina ha estado toda la tarde muy animada y alegre. Tanto, que todos los demás han parecido recuperar cierta energía, como si se hubieran contagiado en cierto modo de su alegría; incluso yo me he sentido como si el sudario de tristeza que pesa sobre nosotros se hubiera levantado un poco. Todos nos hemos retirado pronto. Ahora mismo Mina duerme como una niñita. Es realmente extraordinario que no haya perdido la facultad de dormir entre tantos y tan terribles contratiempos. Le doy las gracias a Dios por ello, pues en esos momentos al menos puede olvidar sus preocupaciones. Quizá su ejemplo tenga el mismo efecto que esta noche ha tenido en mí su alegría. Lo intentaré. ¡Oh! ¡Ojalá pueda dormir sin soñar!
6 de octubre, mañana. —Otra sorpresa. Mina me despertó temprano, más o menos a la misma hora que ayer[271], y me pidió que fuera a buscar al doctor Van Helsing. Pensé que se trataría de otra sesión de hipnotismo, y fui a buscar al profesor sin hacer preguntas. Evidentemente, él estaba esperando un aviso por el estilo, pues le encontré vestido en su habitación. Tenía la puerta entreabierta, y pudo oír cómo se abría la puerta de nuestra habitación. Me acompañó de inmediato. Al entrar en la habitación, le preguntó a Mina si los demás podían venir también.
—No —dijo ella simplemente—, no será necesario. Podrá contárselo usted mismo. Debo acompañarles en su viaje.
El doctor Van Helsing se sobresaltó tanto como yo. Tras una pausa de un momento, le preguntó:
—Pero ¿por qué?
—Deben llevarme con ustedes. Estaré más a salvo con ustedes y ustedes también lo estarán.
—Pero ¿por qué, querida madam Mina? Sabe que su seguridad es lo más importante para nosotros. Nos dirigimos al encuentro de un peligro al que usted es, o podría ser, más propensa que ninguno de nosotros debido a… a circunstancias… a ciertas cosas que han…
El profesor se interrumpió avergonzado.
—Lo sé. Por eso es por lo que debo ir —respondió ella mientras levantaba el dedo para señalarse la frente—. Puedo decírselo ahora, mientras sale el sol; quizá más tarde no sea capaz. Sé que cuando el Conde me lo ordene, deberé ir a su lado. Y sé que si me dice que acuda en secreto, lo haré aunque tenga que servirme de toda mi astucia; aunque tenga que valerme de cualquier recurso que me permita engañar… incluso a Jonathan.
Dios vio la mirada que me dirigió mientras pronunciaba estas palabras, y si realmente existe un ángel encargado de registrar todos nuestros actos, esa mirada habrá quedado para su honor eterno. Yo únicamente pude agarrar su mano. Fui incapaz de hablar, y mi emoción era demasiado grande incluso para el alivio de las lágrimas. Ella añadió:
—Ustedes los hombres son valientes y fuertes. Son fuertes en número, pues juntos pueden enfrentarse a aquello que acabaría con la resistencia humana de uno solo. Además, podría serles de utilidad, ya que usted podría seguir hipnotizándome, aprendiendo así aquello que ni siquiera yo sé.
—Madam Mina, es usted, como siempre, la más sabia —dijo el doctor Van Helsing con mucha seriedad—. Por supuesto que nos acompañará, y juntos lograremos aquello que nos hemos propuesto conseguir.
Cuando el profesor terminó de hablar, me volví hacia Mina, pues me sorprendió su largo silencio. Había caído hacia atrás y se había quedado dormida sobre su almohada; ni siquiera se despertó cuando levanté la cortinilla, permitiendo que la luz del sol inundara la habitación. Van Helsing me indicó que saliera con él en silencio. Fuimos a su cuarto y un minuto más tarde estábamos con Lord Godalming, el doctor Seward y el señor Morris. El profesor les contó lo que había dicho Mina, y añadió:
—Mañana por la mañana partiremos para Varna. Ahora tenemos que tratar con un nuevo factor: madam Mina. ¡Pero, oh, su alma es verdadera! Ha debido de ser una agonía para ella contarnos tanto como ha hecho, pero tiene toda la razón y ha conseguido avisarnos a tiempo. No debemos dejar escapar ninguna oportunidad, y en Varna tendremos que estar preparados para actuar en el preciso instante en el que ese barco atraque.
—¿Qué haremos exactamente? —preguntó el señor Morris lacónicamente.
El profesor reflexionó unos instantes antes de responder:
—En primer lugar tenemos que abordar ese barco; después, cuando hayamos identificado la caja, deberemos colocar una rama de rosa silvestre sobre su tapa. Nos encargaremos de asegurarla bien, pues mientras permanezca ahí nada podrá emerger; eso dice, al menos, la superstición. Y en la superstición debemos confiar, pues fue la primera fe del hombre, y aún sigue hundiendo sus raíces en la fe. Después, cuando se nos presente la oportunidad que buscamos, cuando no haya nadie cerca que pueda vernos, abriremos la caja, y… y todo estará bien.
—Yo no pienso esperar a que se presente ninguna oportunidad —dijo Quincey—. Tan pronto como vea esa caja, la abriré y destruiré al monstruo. ¡Aunque hubiera mil hombres mirando y aunque deba ser aniquilado por ello inmediatamente después!
Yo le agarré de la mano instintivamente, y la encontré tan recia como un pedazo de acero. Creo que entendió mi mirada; espero que lo hiciera.
—Buen chico —dijo el doctor Van Helsing—. Valiente muchacho. Quincey es todo un hombre, y que Dios le bendiga por ello. Hijo mío, créeme, ninguno de nosotros titubeará ni se detendrá ante ningún temor. Sólo digo lo que podríamos hacer… lo que debemos hacer. Aunque en realidad… en realidad no podemos decir qué es lo que vamos a hacer. Podrían suceder tantas cosas, y sus modos y sus fines son tan variados, que mientras no llegue el momento no lo podremos saber. De todos modos, deberemos ir armados; y cuando por fin llegue el momento de acabar con todo esto, no flaquearemos. Ahora será mejor que dediquemos el día a dejar todos nuestros asuntos en regla. Solucionemos todo aquello que afecta a nuestros seres queridos, y a aquellos que dependen de nosotros; pues ninguno puede asegurar a ciencia cierta cuándo o cómo llegará el final. En lo que a mí respecta, todos mis asuntos están en regla; de modo que como no tengo otra cosa que hacer, me encargaré de los preparativos. Compraré los billetes y todo lo que necesitemos para el viaje.
No había nada más que decir, así que nos separamos. Ahora voy a poner en orden todos mis asuntos terrenales, así estaré preparado para lo que pudiera suceder…
Más tarde. —Ya he terminado; he redactado mi testamento. Mina es mi única heredera, en caso de que me sobreviva. De no ser así, serán estos amigos que tan buenos han sido con nosotros quienes reciban todo cuanto deje.
Se acerca el momento de la puesta de sol; el desasosiego de Mina me ha llamado la atención. Estoy convencido de que su mente oculta algo que será revelado en el momento exacto en el que se oculte el sol. Estas ocasiones se están convirtiendo en momentos de angustia para todos nosotros, pues cada amanecer y cada puesta de sol alumbra algún nuevo peligro, algún nuevo dolor que, en cualquier caso, podría ser, si así lo quiere Dios, un nuevo medio para un buen fin. Escribo todo esto en el diario, pues mi amada no debe oír estas palabras por ahora; pero si algún día pudiera volver a leerlas de nuevo, las encontrará aquí.
Me está llamando.