4 de octubre. —Cuando le he leído a Mina el mensaje que Van Helsing había grabado en el fonógrafo, la pobre muchacha se ha animado considerablemente. Ya sólo tener la certeza de que el Conde se ha marchado del país le ha proporcionado consuelo; y el consuelo le da fuerzas. En cuanto a mí, ahora que ya no estamos cara a cara con este horrible peligro, me resulta casi imposible creer en él. Incluso mis terribles experiencias en el castillo de Drácula parecen como un sueño largo tiempo olvidado. Aquí, a plena luz del sol, acariciados por el fresco y límpido aire otoñal… ¡Ay! ¡Cómo no voy a creer en él! En plena meditación, mi vista se ha posado sobre la roja cicatriz que marca la blanca frente de mi pobre amada. Mientras siga ahí, no habrá lugar a dudas. Y, más adelante, su mismo recuerdo mantendrá nuestra fe tan clara y cristalina como el agua. A Mina y a mí nos da miedo estar ociosos, así que hemos repasado todos los diarios una y otra vez. Por alguna razón, aunque la sensación de realidad parece hacerse mayor con cada nueva ocasión, el dolor y el temor parecen atenuarse. Hay en estos papeles un propósito manifiesto de guía que resulta reconfortante. Mina dice que quizá seamos los instrumentos del bien definitivo. ¡Podría ser! Intentaré pensar como ella. Aún no hemos hablado entre nosotros del futuro. Será mejor esperar a que el profesor y los demás regresen de sus pesquisas.
El día transcurre más rápidamente de lo que jamás habría pensado que un día pudiera volver a transcurrir para mí. Ahora son las tres en punto.