Capítulo XXIII

DIARIO DEL DOCTOR SEWARD

3 de octubre. —El tiempo se nos hizo terriblemente largo mientras esperábamos el regreso de Godalming y Quincey Morris. El profesor intentó mantener activas nuestras mentes obligándonos a utilizarlas todo el tiempo. Comprendí su propósito benefactor al ver las miradas de reojo que le echaba de vez en cuando a Harker. El pobre hombre está tan abrumado por su desgracia que da pena verlo. Anoche era un hombre franco, de aspecto alegre, con un rostro joven y fuerte, lleno de energía, y cabellos de color castaño oscuro. Hoy es un viejo demacrado y reservado cuyos blancos cabellos están en consonancia con los ardientes ojos hundidos y las líneas grabadas por la pena en su rostro. Su energía sigue intacta; de hecho, es como una llama viviente. Podría ser su salvación, ya que, si todo va bien, será lo que le sostenga durante este periodo de desesperación; ya despertará más adelante, de algún modo, a las realidades de la vida. Pobre hombre, y yo que pensaba que mis propias desgracias eran graves. ¡Pero las suyas…! El profesor lo sabe de sobra y está haciendo todo lo posible por mantenerle entretenido. Lo que le ha estado contando era, teniendo en cuenta las circunstancias, de un interés absorbente. Hasta donde puedo recordarlo, esto es lo que ha dicho:

—Desde que llegaron a mis manos, he estudiado una y otra vez todos los documentos relacionados con este monstruo; y cuanto más los he estudiado, mayor me ha parecido la necesidad de aplastarle por completo. En rodos ellos hay indicios de su avance; no sólo de su poder, sino también de su conocimiento del mismo. Tal y como supe gracias a las investigaciones de mi amigo Arminius de Buda-Pest, fue en vida un hombre extraordinario. Soldado, estadista y alquimista, actividad que más tarde representaría el mayor desarrollo de la ciencia y el conocimiento de su tiempo. Tenía un cerebro prodigioso, conocimientos sin parangón y un corazón que no conocía el miedo ni el remordimiento. Se atrevió incluso a atender a la Escolomancia, y no hubo ninguna rama del conocimiento que no abordara. Además, en su caso, las facultades del cerebro sobrevivieron a la muerte física; aunque se diría que su memoria fuese incompleta. En lo que a algunas facultades mentales se refiere, ha sido, y sigue siendo, sólo un niño; pero está creciendo, y algunos comportamientos que eran infantiles al principio, han adquirido ahora una estatura de hombre. Está experimentando, y lo está haciendo bien; de no haber sido porque nosotros nos hemos cruzado en su camino, se habría convertido en el progenitor o propiciador de un nuevo orden de seres, cuyo camino discurriría a través de la muerte, y no de la vida. ¡Aún podría serlo, si fracasamos!

Harker gimió y dijo:

—¡Y todo esto está dispuesto en contra de mi amada! Pero ¿de qué modo está experimentando? ¡El conocimiento podría ayudarnos a derrotarlo!

—Desde que llegó ha estado poniendo constantemente su poder a prueba, de un modo lento, pero seguro; ese gran cerebro infantil suyo no ha dejado de trabajar. Es bueno para nosotros que aún sea un cerebro infantil, pues si se hubiera atrevido desde un principio a intentar ciertas cosas, haría mucho tiempo ya que habría quedado fuera de nuestro alcance. En cualquier caso, su propósito es triunfar, y un hombre que tiene siglos por delante puede permitirse el lujo de esperar y avanzar lentamente. Festina lente[251] bien podría ser su lema.

—No consigo entenderle —dijo Harker con cansancio—. ¡Oh, hábleme más claro! Quizá la pena y las desgracias me estén embotando el cerebro.

El profesor colocó una mano tiernamente sobre el hombro de Harker mientras decía:

—Ah, hijo mío, hablaré claro. ¿No se ha dado cuenta usted de cómo, últimamente, este monstruo ha aumentado sus conocimientos a base de experimentar? ¿Cómo se ha servido del paciente zoófago para efectuar su entrada en el hogar del amigo John, pues el Vampiro, aunque posteriormente pueda volver cuando y como lo desee, sólo puede entrar por primera vez en una casa cuando ha sido invitado por un residente? Pero éstos no son sus experimentos más importantes. ¿Acaso no hemos visto cómo al principio utilizó a otro para trasladar estas enormes cajas? Entonces aún no sabía sino que así debía ser. Pero durante todo este tiempo su gran cerebro infantil ha seguido creciendo. En primer lugar empezó a considerar si no podría mover él mismo las cajas. De modo que optó por ayudar a los transportistas; luego, cuando descubrió que podía hacerlo, intentó trasladarlas él solo. Y así continúa progresando y diseminando sus tumbas, de modo que nadie salvo él sepa dónde están escondidas. Quizá su intención sea enterrarlas profundamente en el suelo. Pues aunque sólo las use durante la noche, o en aquellos momentos en los que puede cambiar de forma, le harán idéntico servicio; ¡y nadie podría llegar hasta su escondrijo! Pero, hijo mío, no desespere; ¡este conocimiento le ha llegado demasiado tarde! Ya todas sus guaridas, menos una, han sido esterilizadas para él y, antes de que se ponga el sol, también ésa lo será. Entonces no tendrá ningún lugar en el que refugiarse o esconderse. Esta mañana me demoré para que pudiéramos estar seguros. ¿Acaso no hay más en juego para nosotros que para él? ¿Por qué no ser, entonces, más cuidadosos aún que él? Según mi reloj ya es la una, y si todo ha ido bien el amigo Arthur y Quincey estarán de camino para reunirse con nosotros. Hoy es nuestro día, y debemos avanzar seguros, aunque sea despacio, sin dejar escapar ninguna oportunidad. ¡Vea! Cuando los otros regresen, seremos cinco.

Mientras decía esto nos sobresaltaron unos golpes en la puerta del recibidor, era la típica doble llamada del chico del telégrafo. Los tres pasamos al vestíbulo con un solo impulso, y Van Helsing, alargando una mano hacia nosotros para indicarnos que guardáramos silencio, se dirigió hacia la puerta y la abrió. El chico le entregó un telegrama. El profesor volvió a cerrar la puerta y, tras mirar la dirección, lo abrió y lo leyó en voz alta:

«Cuidado con D. Acaba de salir apresuradamente de Carfax, a las 12:45, y se ha dirigido al sur. Parece estar haciendo la ronda y podría andar buscándoles - MINA».

Se produjo una pausa, rota por la voz de Jonathan Harker:

—¡Loado sea Dios, pronto nos encontraremos! —Van Helsing se volvió hacia él rápidamente y dijo:

—Dios obrará siguiendo Sus designios y a su debido momento. No tema. Y no se alegre todavía; pues el deseo del momento puede acabar siendo nuestra perdición.

—Ahora mismo no me importa nada —respondió él acaloradamente—, excepto borrar a esta alimaña de la faz de la creación. ¡Vendería mi alma para conseguirlo!

—¡Oh, calle, calle, hijo mío! —dijo Van Helsing—. Dios no compra almas de esta guisa; y el Diablo, aunque pueda comprarlas, no cumple su palabra. Pero Dios es misericordioso y justo, y conoce su dolor y su devoción para con nuestra querida madam Mina. Piense cómo se multiplicaría su dolor si oyera sus desaforadas palabras. No tema por ninguno de nosotros; todos estamos entregados a esta causa, y hoy veremos el fin. Se acerca el momento de la acción; hoy los poderes de este Vampiro están limitados a los de un hombre, y hasta la puesta de sol no puede volver a cambiar. Le llevará algún tiempo llegar hasta aquí, vea, pasan veinte minutos de la una… y por muy rápido que sea aún tardará un rato. Lo que debemos esperar es que Lord Arthur y Quincey lleguen antes.

Una media hora después de haber recibido el telegrama de la señora Harker, oímos un golpe tranquilo y resuelto contra la puerta de entrada. Era un golpe ordinario, como el que dan cada hora miles de caballeros, pero hizo que el corazón del profesor y el mío latieran con fuerza. Nos miramos el uno al otro y salimos juntos al recibidor; cada uno estaba preparado para servirse de nuestros variados armamentos, el espiritual en la mano izquierda, el carnal en la derecha. Van Helsing echó atrás el pestillo y, manteniendo la puerta medio abierta, se echó hacia atrás, preparando ambas manos para la acción. La alegría de nuestros corazones debió de reflejarse en nuestros rostros cuando, en el último escalón, junto la puerta, vimos a Lord Godalming y a Quincey Morris. Entraron rápidamente y cerraron la puerta a sus espaldas. Mientras recorrían el vestíbulo, el primero dijo:

—Todo ha ido bien. Hemos encontrado ambas casas; había seis cajas en cada una, ¡y las hemos destruido todas!

—¿Destruidas? —preguntó el profesor.

—¡Para él!

Guardamos silencio durante un minuto, y luego Quincey dijo:

—Ya no queda nada que hacer salvo esperar aquí. Si, en todo caso, no aparece antes de las cinco, tendremos que marcharnos; pues no podemos dejar a la señora Harker sola tras la puesta de sol.

—Estará aquí dentro de poco —dijo Van Helsing, que había estado consultando su libreta de bolsillo—. Nota bene[252], el telegrama de madam Mina dice que se dirigía al sur desde Carfax, eso significa que se disponía a cruzar el río, algo que sólo puede haber hecho en el momento de bajamar, es decir, poco antes de la una en punto. Que se dirigiera hacia el sur tiene un claro significado para nosotros. Por el momento, sólo sospecha; por eso ha ido directamente desde Carfax al lugar en el que le parece menos probable una interferencia. Deben de haber estado ustedes en Bermondsley muy poco tiempo antes que él. Que no haya llegado aún aquí demuestra que a continuación fue a Mile End. Esto debe de haberle llevado algún tiempo, pues para entonces tendrá que haber encontrado algún modo de que le crucen por encima del río. Créanme, amigos míos, ya no tendremos que esperar mucho más. Deberíamos ultimar algún plan de ataque, con objeto de no desperdiciar ninguna oportunidad. ¡Silencio! Ahora ya no queda tiempo. ¡Saquen sus armas! ¡Prepárense!

Al decir esto levantó una mano amenazadoramente, pues todos pudimos oír una llave insertada suavemente en la cerradura de la puerta de entrada.

No pude dejar de admirar, incluso en un momento semejante, el modo en el que los espíritus dominantes tienden a reafirmarse. En todas nuestras partidas de caza y aventuras en diferentes partes del mundo, Quincey Morris había sido siempre el encargado de preparar el plan de acción, y Arthur y yo nos habíamos acostumbrado a obedecerle implícitamente. Ahora, el viejo hábito pareció renovarse instintivamente. Echando un rápido vistazo a la habitación, Quincey diseñó de inmediato un plan de ataque y, sin decir una sola palabra, sólo mediante gestos, nos situó a cada uno en su respectiva posición. Van Helsing, Harker y yo nos colocamos justo detrás de la puerta, de modo que cuando quedara abierta el profesor pudiera protegerla mientras nosotros dos nos interponíamos entre el recién llegado y la salida. Godalming al fondo, y Quincey al frente, se situaron fuera de vista, preparados para moverse frente a la ventana. Esperamos sumidos en una incertidumbre que hizo que los segundos transcurrieran con una lentitud de pesadilla. Unos pasos lentos y sigilosos recorrieron el vestíbulo; evidentemente, el Conde estaba preparado para alguna sorpresa… al menos la temía.

De repente, con un único salto, se abalanzó al interior de la habitación superándonos a todos antes de que ninguno de nosotros hubiera podido tan siquiera levantar una mano para detenerle. Hubo en su movimiento, parecido al de una pantera, algo tan inhumano que pareció sacarnos a todos de la impresión que nos había causado su llegada. El primero en reaccionar fue Harker, quien, con un rápido movimiento, se arrojó frente a la puerta que conducía al vestíbulo. Cuando el Conde nos vio, una especie de horrible gruñido cruzó su rostro, mostrando los colmillos largos y puntiagudos; pero la maléfica sonrisa se transformó con idéntica rapidez en una fría mirada de desdeño leonino. Su expresión cambió de nuevo cuando, siguiendo un único impulso, todos avanzamos hacia él. Fue una lástima no haber dispuesto de un plan de ataque mejor organizado, pues incluso en aquel momento me pregunté qué íbamos a hacer. Yo mismo ignoraba si nuestras armas letales servirían de algo. Harker, evidentemente, pretendía averiguarlo, pues tenía preparado su gran machete kukri[253], con el que le lanzó un tajo fiero y repentino. El golpe fue poderoso; sólo la diabólica rapidez de su salto hacia atrás salvó al Conde. Si se hubiera demorado un solo segundo, la afilada hoja le habría traspasado el corazón. Tal y como sucedió, el extremo tínicamente llegó a cortar la tela de su abrigo, provocando un gran desgarrón por el que se derramaron un puñado de billetes bancarios y un torrente de oro. La expresión en el rostro del Conde fue tan infernal que por un momento temí por Harker, aunque le vi levantar una vez más su terrible machete para asestar otra cuchillada. Instintivamente, me adelanté con un impulso protector, sosteniendo el crucifijo y la Hostia en mi mano. Noté que una poderosa energía recorría mi brazo y no sentí sorpresa al ver al monstruo retroceder frente a un movimiento similar realizado espontáneamente por cada uno de nosotros. Sería imposible describir la expresión de odio y contrariada malevolencia —de furia y cólera infernal— que se apoderó del rostro del Conde. Su tez cerúlea se volvió de un amarillo verdoso en contraste con sus ardientes ojos, y la cicatriz roja de la frente destacó sobre la pálida piel como una herida palpitante. Un instante después se zambulló sinuosamente por debajo del brazo de Harker antes de que éste pudiera asestar su golpe y, agarrando un puñado de dinero del suelo, atravesó a toda velocidad la habitación y se arrojó contra la ventana, desplomándose en el patio adoquinado que había abajo, acompañado del estruendo y los destellos de los cristales. Entre todo el ruido del cristal haciéndose añicos, pude oír el repiquetear del oro cuando algunos de los soberanos cayeron sobre los adoquines.

Corrimos hasta la ventana y le vimos levantarse ileso del suelo. Tras bajar a la carrera los escalones, atravesó el patio adoquinado y abrió de un empujón la puerta del establo. Desde allí se volvió hacia nosotros y habló:

—Pensabais frustrarme, vosotros… con vuestras pálidas caras puestas en fila, como borregos en el matadero. ¡Aún lo lamentaréis, todos y cada uno de vosotros! Creéis que me habéis privado de mis lugares de reposo. ¡Pero tengo más! ¡Mi venganza sólo acaba de empezar! La prolongaré durante siglos, y el tiempo está de mi parte. Las mujeres que amáis ya son mías; y a través de ellas vosotros, y también otros, acabaréis por ser míos… mis criaturas, para cumplir mi voluntad y para ser mis chacales cuando quiera alimento. ¡Bah!

Con una mueca de desprecio atravesó rápidamente la puerta, y oímos el oxidado cerrojo crujir cuando lo aseguró tras él. Luego oímos otra puerta abrirse y cerrarse más allá. El primero de nosotros en hablar fue el profesor, cuando, percibiendo la dificultad de seguirle a través del establo, nos condujo de vuelta al recibidor.

—Hemos aprendido algo. ¡Mucho! A pesar de sus bravatas, nos teme; ¡teme el tiempo, teme la necesidad! De no ser así, ¿por qué apresurarse tanto? O mis oídos me engañan, o su mismo tono le ha traicionado. ¿Por qué llevarse ese dinero? Ustedes, síganle rápido. Son cazadores de bestias salvajes y las entienden. En cuanto a mí, me aseguraré de que no quede aquí nada que pueda serle de utilidad, en caso de que regrese.

Mientras hablaba, guardó el dinero restante en su bolsillo; tomó los títulos de propiedad del montón, tal y como Harker los había dejado, y los arrojó a la chimenea junto a los restantes objetos, donde les prendió fuego con una cerilla.

Godalming y Morris habían salido corriendo al patio, y Harker había descendido por la ventana para seguir al Conde. En todo caso, éste había asegurado la puerta del establo; y para cuando consiguieron forzarla ya no había ni rastro de él. Van Helsing y yo intentamos preguntar en la parte trasera de la casa, pero los patios estaban desiertos y nadie le había visto partir.

Para entonces ya se estaba haciendo tarde, y 110 faltaba mucho para la puesta de sol. Tuvimos que reconocer que nuestra partida había terminado; y con los corazones acongojados, nos mostramos de acuerdo con el profesor cuando dijo:

—Volvamos junto a madam Mina. Pobre y querida madam Mina. Por ahora, hemos hecho todo cuanto podíamos hacer; al menos, mientras estemos allí podremos protegerla. Pero no debemos desesperar. Sólo queda una caja de tierra, y tenemos que encontrarla; si lo conseguimos, todo esto todavía podría acabar bien.

Noté que hablaba con toda la determinación que fue capaz de reunir para consolar a Harker. El pobre hombre estaba muy desmoralizado; una y otra vez se le escapaban gemidos que era incapaz de controlar. Estaba pensando en su esposa.

Con los corazones apesadumbrados regresamos a mi casa, donde encontramos a la señora Harker esperándonos, con una aparente entereza que honraba su valentía y generosidad. Cuando vio nuestras caras, la suya propia se puso tan pálida como la muerte; durante un par de segundos cerró los ojos, como si estuviera rezando en secreto, y a continuación dijo alegremente:

—Nunca podré agradecérselo lo suficiente a todos. ¡Oh, querido mío! —mientras decía esto estrechó los grises cabellos de su esposo entre sus manos y los besó—. Apoya tu pobre cabeza aquí y descansa. ¡Todo acabará bien, querido! Dios nos protegerá si tal es su voluntad.

El pobre hombre se limitó a gemir. No había lugar para las palabras en su sublime miseria.

Tomamos una especie de cena ligera, que creo nos animó en cierto modo. Quizá fuera el efecto del simple calor animal de la comida en unos hombres hambrientos, pues ninguno de nosotros había comido nada desde el desayuno; o puede que nos animara la sensación de compañerismo, pero en cualquier caso, nos sentimos algo menos desdichados y contemplamos el mañana no carentes de esperanza. Fieles a nuestra promesa, le contamos a la señora Harker todo lo que había sucedido; y aunque ella se puso blanca como la nieve al oír aquellos momentos en los que el peligro había parecido amenazar a su marido, y roja cuando su devoción hacia ella se puso de manifiesto, lo escuchó todo valientemente y con calma. Cuando llegamos a la parte en la que Harker se había arrojado tan temerariamente sobre el Conde, ella se agarró del brazo de su esposo y le apretó fuertemente, como si su abrazo pudiera protegerle de cualquier daño. No dijo nada, en cualquier caso, hasta que hubimos concluido la narración. Entonces, sin soltar la mano de su marido, se levantó y nos habló. ¡Oh! Ojalá fuera capaz de dar aunque fuese una mínima idea de lo que supuso para nosotros la escena; de esa encantadora y bondadosa mujer, en toda la radiante belleza de su juventud y vivacidad, con aquella cicatriz roja en la frente, de la que era plenamente consciente y que nosotros contemplábamos rechinando los dientes al recordar cuándo y cómo se había producido; de su generosa bondad, opuesta a nuestro odio sombrío; de su tierna fe, opuesta a todos nuestros temores y dudas; y de nosotros mismos, que sabíamos que, simbólicamente, ella era, a pesar de toda su bondad y pureza y fe, una paria de Dios.

—Jonathan —dijo, y la palabra sonó como música en sus labios, de tanto amor y ternura con la que la pronunció—. Jonathan, amado mío, y también ustedes, mis auténticos y verdaderos amigos. Quiero que tengan algo en mente todo el tiempo que dure este horrendo asunto. Sé que deben ustedes luchar… que deben incluso destruir, tal y como destruyeron a la falsa Lucy para que la verdadera Lucy pudiera vivir en el más allá; pero tengan en cuenta que esta tarea no debe nacer del odio. Ese pobre diablo, que nos ha traído tantas desgracias, es quizá el más desdichado de todos. Piensen únicamente en su alegría cuando también él sea destruido en su peor parte, para que su mejor parte pueda alcanzar la inmortalidad espiritual. Deben compadecerle también, aunque eso no detenga sus manos cuando llegue el momento de destruirle.

Mientras hablaba, pude ver el rostro de su esposo ensombrecerse y tensarse, como si la furia que le consumía estuviera marchitando hasta lo más profundo de su ser. Sin darse cuenta, aumentó la presión que estaba ejerciendo sobre la mano de su esposa, hasta que se le pusieron los nudillos blancos. Ella ni siquiera parpadeó ante el dolor que supe estaba sufriendo, sino que le miró con unos ojos más suplicantes que nunca. Cuando ella terminó de hablar, Harker se puso en pie de un salto, casi arrancando su mano de la de ella, mientras decía:

—Sólo le pido a Dios que lo ponga al alcance de mi mano el tiempo suficiente como para destruir su vida terrenal. ¡Si más allá de eso, encontrara algún modo de arrojar su alma al infierno por toda la eternidad, también lo haría!

—¡Oh, calla! ¡Oh, calla! En nombre del buen Dios. No digas esas cosas, Jonathan, esposo mío; o me llenarás de miedo y horror. Piensa únicamente, querido, tal y como yo he estado pensando en ello durante todo este larguísimo día, que… quizá… algún día… también yo podría necesitar de tal piedad; y que quizá, algún otro como tú, teniendo idénticos motivos para su ira… ¡podría denegármela a mí! ¡Ay, esposo mío! Si hubiera tenido otra alternativa, realmente te habría ahorrado semejante pensamiento; pero rezo porque Dios no haya tenido en cuenta tus insensatas palabras, salvo como el desgarrado lamento de un hombre enamorado y profundamente afligido. ¡Oh, Dios mío, permite que estos pobres cabellos blancos sean la prueba de lo que ha sufrido, aquel que durante toda su vida no hizo ningún mal y sobre el que tantas penas han recaído!

En aquel momento, todos los hombres estábamos bañados en lágrimas. No había modo de resistirlas y lloramos abiertamente. También ella lloró, al ver que sus cariñosos consejos habían prevalecido. Su marido se arrodilló junto a ella y, abrazándola, enterró el rostro entre los pliegues de su vestido. Van Helsing nos hizo una señal y salimos silenciosamente de la habitación, dejando a los dos corazones amantes a solas con Dios.

Antes de que se retirara para pasar la noche, el profesor preparó la habitación contra cualquier venida del Vampiro y le aseguró a la señora Harker que podría descansar tranquila. Ella luchó por creer que así sería y, manifiestamente por el bien de su marido, intentó parecer convencida. Fue una lucha valiente; y pienso y creo que no quedó sin recompensa. Van Helsing les había dejado a mano una campanilla que cualquiera de ellos podría hacer sonar en caso de cualquier emergencia. Cuando se retiraron, Quincey, Godalming y yo decidimos que nos dividiríamos la noche por turnos y que velaríamos para asegurarnos de la seguridad de aquella pobre y afligida dama. Quincey va a encargarse del primer turno, de modo que los demás nos hemos ido a la cama tan pronto como hemos podido. Godalming ya se ha acostado, pues le toca encargarse de la segunda guardia. Ahora que he terminado mi trabajo, también yo me iré a la cama.