DIARIO DE JONATHAN HARKER

3-4 de octubre cerca de la medianoche. —Pensaba que el día de ayer no terminaría jamás. Sentía una especie de anhelo por irme a dormir, como dominado por una especie de fe ciega en que cuando volviera a despertarme algo habría cambiado, y que cualquier cambio debe ser, ahora, necesariamente para mejor. Antes de darnos las buenas noches debatimos cuál debería ser nuestro siguiente paso, pero no conseguimos llegar a ninguna conclusión. Lo único que sabemos es que sigue quedando una caja de tierra, y que sólo el Conde sabe dónde está. Si escoge permanecer escondido, podría esquivarnos durante años; ¡y entretanto…! Es una idea demasiado horrible, que no me atrevo a pensar ni siquiera en estos momentos. Una cosa sí sé: si alguna vez hubo una mujer que fuera toda perfección, ésa es mi pobre y ultrajado amor. Después de su generosa piedad de anoche —una piedad que ha hecho que mi propio odio por el monstruo parezca despreciable— la quiero mil veces más. A buen seguro, Dios no permitirá que el mundo se empobrezca con la pérdida de semejante mujer. En este pensamiento tengo puestas mis esperanzas. Estamos siendo arrastrados hacia los arrecifes, y la fe es nuestra única ancla. Gracias a Dios, Mina está durmiendo, aparentemente sin soñar. Temo cómo podrían ser sus sueños, teniendo tan terribles recuerdos para alimentarlos. Desde que se ha puesto el sol ha estado muy calmada, al menos que yo haya visto. Después, durante un rato, apareció en su rostro una expresión de reposo comparable a la primavera tras las tormentas de marzo. En aquel momento pensé que se debía a las suaves tonalidades de la roja puesta de sol al iluminar su cara, pero ahora pienso que de alguna manera tenía un significado más profundo. Yo particularmente no tengo sueño, aunque estoy agotado… muerto de cansancio. En cualquier caso, debo intentar dormir; pues hay que pensar en el día de mañana, y para mí no podrá haber descanso hasta que…

Más tarde. —Debo de haberme quedado dormido, pues me ha despertado Mina, sentada en la cama con una expresión de sobresalto en el rostro. He podido verla sin problemas, ya que no habíamos dejado la habitación a oscuras; ella me ha puesto una mano de advertencia sobre la boca y me ha susurrado al oído:

—¡Shhh! ¡Hay alguien en el pasillo! —me he levantado suavemente, he atravesado la habitación, y he abierto la puerta con sigilo.

Justo afuera, tumbado sobre un colchón, estaba el señor Morris, completamente despierto. Ha levantado una mano solicitando silencio, mientras me susurraba:

—¡Shhh! Vuelva a la cama; no pasa nada. Uno de nosotros pasará aquí toda la noche. ¡No pensamos correr ningún riesgo!

Su gesto y expresiones no permitían discusión, de modo que he vuelto a la cama y se lo he contado a Mina. Ella ha suspirado, y la sombra de una auténtica sonrisa ha asomado en su pobre y pálido rostro, mientras me abrazaba diciendo suavemente:

—¡Oh, gracias a Dios por los hombres buenos y valientes!

Con un suspiro, ha vuelto a quedarse dormida. Como yo no tengo sueño, escribo esto, aunque debo intentarlo otra vez.

4 de octubre, mañana. —Anoche Mina volvió a despertarme una segunda vez. En esta ocasión los dos habíamos disfrutado de un sueño reparador, pues la claridad grisácea del cercano amanecer hacía que resaltaran los cristales rectangulares de las ventanas, y la llama del gas parecía más una chispa que un disco de luz. Mina me dijo con impaciencia:

—Ve a llamar al profesor. Necesito verle de inmediato.

—¿Por qué? —pregunté.

—No tengo ni idea. Debe de ser una idea que se me ha ocurrido durante la noche, y que ha madurado sin que yo fuera consciente. Debe hipnotizarme antes de que amanezca, y entonces podré hablar. Date prisa, querido mío; se acerca el momento.

Cuando abrí la puerta encontré al doctor Seward descansando en el colchón. Al verme, se puso en pie de un salto.

—¿Sucede algo? —preguntó alarmado.

—No —respondí—; pero Mina quiere ver inmediatamente al doctor Van Helsing.

—Iré a buscarle —dijo, y fue corriendo a la habitación del profesor.

Dos o tres minutos más tarde, Van Helsing estaba en nuestra habitación vestido con su bata de noche, y el señor Morris y Lord Godalming esperaban junto al doctor Seward en la puerta, haciendo preguntas. Cuando el profesor vio a Mina, un sonrisa —una auténtica sonrisa— disipó la preocupación de su rostro; y se frotó las manos mientras decía:

—Oh, mi querida madam Mina, esto sí que es un cambio. ¡Vea, amigo Jonathan, hoy volvemos a tener entre nosotros a nuestra madam Mina de siempre!

Entonces, volviéndose hacia ella, dijo alegremente:

—¿Y qué puedo hacer por usted? Pues a esta hora no me habrá llamado por naderías.

—¡Quiero que me hipnotice! —dijo ella—. Hágalo antes del amanecer, pues siento que entonces podré hablar, y hablar libremente. ¡Dese prisa, se agota el tiempo!

Sin decir una sola palabra, él le indicó que se sentara en la cama.

Mirándola fijamente, ejecutó una serie de pases desde lo alto de la cabeza hacia abajo, alternando las manos. Mina le observó atentamente durante un par de minutos, durante los cuales mi corazón latió como un martinete, pues sentí que se acercaba alguna crisis. Sus ojos se cerraron gradualmente, y se sentó completamente rígida e inmóvil; sólo el acompasado movimiento de su pecho demostraba que estaba viva. El profesor realizó un par de pases más y luego se detuvo. Observé que tenía la frente cubierta con grandes perlas de sudor. Mina abrió los ojos, pero no parecía la misma mujer. Había en ellos una mirada distante, y su voz tenía un matiz de triste ensoñación que yo no había oído nunca. Tras levantar una mano para imponer silencio, el profesor me indicó que hiciera entrar a los otros. Entraron de puntillas, cerrando la puerta a sus espaldas, y se quedaron a los pies de la cama, observando. Mina no pareció verles. Van Helsing rompió el silencio imperante hablando en un tono de voz lo suficientemente suave como para no interrumpir la corriente de los pensamientos de Mina:

—¿Dónde está?

—No lo sé —respondió Mina en un tono neutro—. El sueño no tiene ningún lugar que pueda llamar propio.

Durante varios minutos se impuso el silencio. Mina siguió rígidamente sentada, y el profesor continuó observándola con atención; los demás apenas nos atrevíamos a respirar. La habitación estaba empezando a clarear. Sin retirar sus ojos del rostro de Mina, el doctor Van Helsing me indicó que levantara la cortinilla. Así lo hice, y el día pareció brotar frente a nosotros. Un rayo rojo asomó por el horizonte, y una luz rosácea bañó la habitación. En aquel preciso instante el profesor volvió a preguntar:

—¿Dónde está ahora?

La respuesta llegó como en un sueño, pero con intención; era como si Mina estuviera interpretando algo. La he oído utilizar exactamente el mismo tono cuando lee sus notas.

—No lo sé. ¡Todo me resulta desconocido!

—¿Qué ve?

—No puedo ver nada; está completamente oscuro.

—¿Qué oye? —pude detectar la tensión en la paciente voz del profesor.

—Chapoteo de agua. Borboteos. Y un rumor de olas. Puedo oírlas en el exterior.

—¿Entonces se encuentra en un barco? —todos intercambiamos una mirada, intentando captar algo en el rostro de los demás. Nos daba miedo pensar. La respuesta llegó rápidamente:

—¡Oh, sí!

—¿Qué más puede oír?

—Pasos de hombres corriendo por cubierta. El chirriar de una cadena, y el fuerte tintineo del linguete del cabestrante al caer sobre la rueda de trinquete[254].

—¿Qué está haciendo?

—Estoy inmóvil… oh, tan inmóvil. ¡Es como estar muerta!

Su voz se desvaneció en la profunda respiración de alguien que duerme, y los ojos abiertos volvieron a cerrarse.

Para entonces el sol ya se había alzado y estábamos a plena luz del día. El doctor Van Helsing cogió a Mina de los hombros, y la recostó en la cama, apoyando su cabeza suavemente sobre la almohada. Durante un par de minutos, ella siguió reposando como una niña dormida, y luego, con un largo suspiro, se despertó y nos dirigió una mirada de asombro al vernos a todos a su alrededor.

—¿He estado hablando en sueños? —fue todo lo que dijo. Parecía, en todo caso, estar al tanto de la situación sin que nadie se lo contara; aunque estaba ansiosa por saber qué había dicho. El profesor repitió la conversación, y ella dijo:

—Entonces no tenemos un solo momento que perder; quizá aún no sea demasiado tarde.

El señor Morris y Lord Godalming se dirigieron hacia la puerta, pero la voz tranquila del profesor les volvió a llamar:

—Esperen, amigos míos. Ese barco, esté donde esté, levaba anclas en el preciso momento en el que ella hablaba. Y en su gran puerto de Londres hay muchos barcos levando anclas ahora mismo. ¿Cuál de todos ellos es el que buscan? Loado sea Dios, al menos volvemos a tener una pista, aunque aún ignoramos adonde podría conducirnos. En cierto modo hemos estado ciegos; ciegos a la manera de los hombres, puesto que, cuando echamos la vista atrás, vemos lo que habríamos visto al mirar hacia delante si hubiéramos sido capaces de ver lo que podríamos haber visto. ¡Ay! Pero esa frase es un galimatías, ¿no es así? El caso es que ahora sabemos lo que pasaba por la mente del Conde cuando agarró aquel dinero, a pesar de que el terrible machete de Jonathan suponía para él un peligro que incluso él teme: pretendía escapar. Escuchen bien lo que les he dicho: ¡ESCAPAR! Ha comprendido que, con tan sólo una caja de tierra, y perseguido por una partida de hombres, como perros tras el zorro, este Londres no era el lugar adecuado para él. Ha llevado su última caja de tierra a bordo de un barco, y en estos momentos está abandonando el país. Piensa escapar. ¡Pero no lo conseguirá! Porque nosotros vamos a seguirle. «¡Adelante!»[255], como diría mi amigo Arthur, vestido con su casaca roja. Nuestro viejo zorro es astuto. ¡Oh, muy astuto! Y debemos seguirle con astucia. Pero también yo soy astuto, y ahora ya sé cómo piensa. Mientras tanto, tenemos que descansar y relajarnos, pues nos separan de él unas aguas que no querrá cruzar; que no podría cruzar aunque quisiera… a menos que el barco fuera a tocar tierra, y aun así sólo durante la pleamar y la bajamar. Vean, acaba de salir el sol, y el día es nuestro hasta que vuelva a ponerse. Démonos un baño, y vistámonos, y tomemos un desayuno necesario para todos, del que podremos disfrutar tranquilamente sabiendo que él ya no pisa la misma tierra que nosotros.

Mina le miró con una expresión suplicante al preguntarle:

—Pero ¿por qué debemos seguir buscándole, cuando ya se ha marchado tan lejos de nosotros?

El tomó su mano y la palmeó mientras respondía:

—No me pregunte nada aún. Cuando hayamos desayunado, entonces responderé a todas sus preguntas.

No quiso decir más, y cada uno fue a su habitación para vestirse.

Después del desayuno, Mina repitió su pregunta. Van Helsing la miró con toda seriedad durante un minuto, y después dijo con tristeza:

—Porque, mi querida, querida madam Mina, ahora, más que nunca, debemos encontrarle aunque tengamos que seguirle hasta la mismísima boca del Infierno.

Ella palideció mientras preguntaba débilmente:

—¿Por qué?

—Porque —respondió solemnemente—, él puede vivir durante siglos mientras que usted no es sino una mujer mortal. El tiempo es nuestro peor enemigo… desde el momento en el que él puso esa marca en su garganta.

Llegué justo a tiempo de sujetarla antes de que cayera al suelo, desmayada.