3 de octubre. —Como debo hacer algo si no quiero volverme loco, escribo en este diario. Ahora son las seis en punto y dentro de media hora vamos a reunimos en el estudio. Después desayunaremos algo, ya que tanto el profesor Van Helsing como el doctor Seward son de la opinión de que si no comemos no podremos rendir al máximo. Y Dios sabe que hoy va a ser necesario. Tengo que aprovechar cada oportunidad que surja para seguir escribiendo, pues no me atrevo a pararme a pensar. Debo anotarlo todo, tanto lo importante como lo accesorio; quizá al final los pequeños detalles resulten ser los más reveladores. Todas las enseñanzas del mundo no podrían habernos llevado a Mina o a mí a una situación peor que en la que hoy nos encontramos. En cualquier caso, debemos confiar y no perder la esperanza. La pobre Mina me acaba de decir justo ahora, con los ojos llenos de lágrimas, que es en los momentos de desgracia y tribulaciones cuando nuestra fe es puesta a prueba, que tenemos que seguir confiando; y que Dios nos ayudará al final. ¡El final! ¡Oh, Dios mío! ¿Qué final?… ¡A trabajar! ¡A trabajar!
Cuando el doctor Van Helsing y el doctor Seward regresaron de ver al pobre Renfield, procedimos a discutir seriamente lo que íbamos a hacer a continuación. Antes que nada, el doctor Seward nos dijo que cuando él y el doctor Van Helsing bajaron a la habitación de Renfield le habían encontrado tirado en el suelo, hecho un guiñapo. Tenía el rostro aplastado y lleno de magulladuras, y los huesos del cuello rotos.
El doctor Seward le preguntó al celador que había estado de guardia en el pasillo si había oído algo. Éste dijo que estaba sentado descansando —confesó que medio adormilado— cuando había oído voces airadas en el interior de la habitación, y que luego Renfield había gritado varias veces: «¡Dios, Dios, Dios!» Después oyó un ruido de caída, y cuando entró en la habitación le encontró tirado en el suelo, boca abajo, tal y como le habían visto los doctores. Van Helsing le preguntó si había oído «voces» o «una sola voz», y el celador respondió que no podría asegurarlo; que en un principio le había parecido oír dos voces distintas, pero dado que no había nadie más con Renfield en la habitación, sólo había podido ser una. Podía jurar, de ser necesario, que la palabra «¡Dios!» había sido pronunciada por el paciente. El doctor Seward nos dijo, cuando nos quedamos a solas, que no deseaba incidir en este punto; había que tener en cuenta que existía la posibilidad de que se emprendiera una investigación, y que de nada serviría intentar sacar a relucir la verdad, puesto que nadie la creería. Tal y como estaban las cosas pensaba que, sirviéndose de la declaración del celador, podría extender un certificado de defunción accidental a causa de una caída de la cama. En caso de que el juez de instrucción lo exigiera, se llevaría a cabo una investigación formal que necesariamente debería arrojar el mismo resultado.
Lo primero que decidimos cuando empezamos a discutir cuál debería ser nuestro siguiente paso, fue que Mina debía contar de nuevo con nuestra plena confianza; y que no volveríamos a ocultarle nada, por muy doloroso que fuera. Ella misma reconoció la sensatez de esta decisión. Resultaba descorazonador verla tan entera y, sin embargo, tan afligida y profundamente desesperada.
—No debemos ocultar nada —dijo—. ¡Ay! Demasiados secretos ha habido ya. Además, nada en el mundo podría causarme más dolor que el que ya he soportado… ¡que el que ahora sufro! Suceda lo que suceda… ¡sólo podrá suscitarme nuevas esperanzas y nuevos ánimos!
Van Helsing la había estaba observando fijamente mientras hablaba y dijo súbitamente, aunque con calma:
—Pero, querida madam Mina, ¿acaso no teme después de lo que ha pasado, no por usted misma, sino por otros?
El rostro de Mina se endureció, pero sus ojos brillaron con la devoción de una mártir al responder:
—¡Ah, no! ¡Pues ya me he decidido!
—¿A qué? —preguntó Van Helsing amablemente, mientras los demás guardábamos perfecto silencio; pues cada uno a su modo se había hecho una vaga idea de a qué se estaba refiriendo. Mina respondió con naturalidad, como si sencillamente estuviera constatando un hecho:
—A que si encuentro en mi interior, y puede estar seguro de que no voy a dejar de buscar indicios, la más mínima señal de peligro para aquellos a los que amo… ¡moriré!
—¿No pensará matarse usted misma? —preguntó él roncamente.
—¡Lo haría; si no contase con ningún amigo que me quisiera tanto como para ahorrarme semejante dolor y tan desesperado esfuerzo!
Mientras decía esto, Mina le dirigió una mirada llena de significado. Hasta entonces Van Helsing había permanecido sentado, pero en este momento se levantó y se acercó a ella, poniendo una mano sobre su cabeza mientras decía con solemnidad:
—Hija mía, si fuera por su bien, no dude que podría contar con uno. En lo que a mí respecta, no dudaría en asumir la responsabilidad ante Dios por aplicarle a usted semejante eutanasia, incluso en este momento… si fuera lo mejor. No. ¡Si fuera seguro! Pero, hija mía —por un momento pareció ahogarse, y un gran sollozo luchó por brotar de su garganta; él lo engulló y prosiguió—, hay aquí quien no dudará en interponerse entre usted y la muerte. No debe morir. No debe morir por ninguna mano; y menos que ninguna por la suya propia. Hasta que aquel que ha contaminado su dulce vida esté realmente muerto, usted no debe morir; pues mientras él siga no-muerto, la muerte de usted le convertiría en una como él. ¡No, debe usted vivir! Debe luchar y esforzarse por vivir, aunque la muerte parezca la mayor de las recompensas. Debe luchar con la Muerte en persona, sin importar que venga a usted en momentos de dolor o alegría; de día o de noche; ¡en la seguridad o en el peligro! Yo la exhorto, por su alma eterna, a que no muera, es más, a que ni siquiera piense en la muerte, hasta que todo este gran mal haya pasado.
Mi querida esposa se puso mortalmente blanca, y empezó a temblar y a estremecerse, igual que he visto estremecerse y temblar las arenas movedizas ante la llegada de la marea. Todos guardamos silencio, pues no podíamos hacer nada. A la larga ella consiguió calmarse un poco y, volviéndose hacia Van Helsing, dijo con dulzura pero… ¡oh!, con tantísima tristeza, mientras le tendía una mano:
—Le prometo, querido amigo, que mientras Dios me permita vivir lucharé por hacerlo hasta el momento en el que, con Su beneplácito, haya pasado este horror.
Era tan buena y tan valiente que todos sentimos que nuestros corazones se fortalecían para trabajar y perseverar por ella, de modo que empezamos a discutir qué íbamos a hacer. Yo dije que Mina debía encargarse de todos los papeles que teníamos guardados en la caja fuerte, y de todos los documentos, diarios o cilindros de fonógrafo que pudiéramos utilizar a partir de entonces; y que volviera a llevar el registro de todo lo acontecido tal y como había hecho anteriormente. Ella se sintió complacida ante la perspectiva de tener algo que hacer… si es que la palabra «complacida» puede utilizarse en relación a tan sombrío asunto.
Como de costumbre, Van Helsing se había adelantado en sus previsiones a todos los demás y había hecho una ordenación exacta de nuestro trabajo.
—Tal vez fue acertado —dijo— que decidiéramos no hacer nada con las cajas de tierra que había en Carfax cuando fuimos allí. De haberlo hecho, el Conde habría adivinado nuestros propósitos, y sin duda habría tomado medidas de antemano para frustrar un esfuerzo similar respecto a las otras; sin embargo, ahora ignora nuestras intenciones. Es más, con toda probabilidad ni siquiera sabe que tenemos a nuestro alcance el poder de esterilizar sus guaridas, asegurándonos así de que no pueda utilizarlas como antaño. Ahora tenemos muchas más pistas sobre la distribución de las cajas, y es posible que cuando hayamos examinado la casa de Piccadilly podamos rastrear hasta la última de ellas. El día de hoy, por lo tanto, es nuestro; y en él hemos de depositar nuestras esperanzas. El mismo sol que esta mañana se alzó para alumbrar nuestra desdicha, nos protege con su recorrido. Hasta que vuelva a ocultarse esta noche, ese monstruo no podrá cambiar de forma, sea cual sea la que ahora tenga. Está confinado a las limitaciones de su envoltorio terrenal. No puede fundirse en el aire, ni desaparecer a través de grietas o resquicios o rendijas. Si quiere traspasar un umbral, ha de abrir la puerta como cualquier mortal. Por eso, tenemos este día para encontrar todas sus guaridas y esterilizarlas. De este modo conseguiremos, si no capturarle y destruirle, sí al menos acorralarle en algún lugar en el que su captura y destrucción estén, a su tiempo, aseguradas.
Llegado este punto me levanté de un salto, pues no podía seguir soportando la idea de que estuviéramos dejando escapar los minutos y segundos de los que dependían la vida y la felicidad de Mina dedicándonos a hablar en vez de pasar a la acción. Pero Van Helsing levantó una mano en señal de admonición.
—No, amigo Jonathan —dijo—. En este caso, el camino más rápido es el más largo, como dice el proverbio de ustedes[247]. Cuando llegue el momento, actuaremos, y actuaremos con desesperada rapidez. Pero reflexione: con toda probabilidad, la respuesta a nuestras preguntas se encuentra en esa casa de Piccadilly. El Conde podría haber comprado muchas otras casas. Por lo tanto, debe de tener títulos de propiedad, llaves y muchas otras cosas: el papel en el que escribe, su talonario de cheques… En algún sitio habrá tenido que reunir todas sus pertenencias. ¿Por qué no en este lugar tan céntrico, tan tranquilo, en el que puede entrar y salir tranquilamente por la puerta principal o por la trasera, a la hora que se le antoje, perdido entre la muchedumbre y el tráfico, sin que nadie se fije en él? Tenemos que ir allí y registrar esa casa; y cuando hayamos descubierto sus secretos procederemos, como diría nuestro amigo Arthur en su jerga de cazador, a «taponar las madrigueras»[248]. Así haremos correr a nuestro viejo zorro. ¿Y bien? ¿Qué le parece?
—¡Entonces vayamos de inmediato! —grité—. ¡Estamos perdiendo un tiempo precioso!
El profesor no se movió, sino que simplemente dijo:
—¿Y cómo vamos a entrar en esa casa en Piccadilly?
—¡De cualquier modo! —grité—. Por la fuerza si fuera necesario.
—Y sus policías, ¿dónde estarán y qué dirán?
Me quedé pasmado; pero sabía que si quería retrasarse debía de tener un buen motivo para ello. De modo que dije, con toda la tranquilidad que fui capaz de reunir:
—No se demore más de lo que sea estrictamente necesario; estoy seguro de que sabrá a qué tortura estoy sometido.
—Ah, hijo mío, bien que lo sé; y le aseguro que no tengo el más mínimo deseo de aumentar su angustia. Piense únicamente esto: ¿acaso podemos hacer algo antes de que el resto del mundo se ponga en movimiento? Cuando lo haga, llegará nuestro momento. He estado pensando mucho en esto, y me parece que la mejor manera es la más sencilla. Nuestro problema es que deseamos entrar en la casa pero no tenemos llave, ¿no es así?
Yo asentí.
—Ahora suponga que fuera usted realmente el propietario de esa casa y que aun así no pudiera entrar. Piense que no tuviera usted la más mínima conciencia de estar allanando una morada, ¿qué es lo que haría?
—Me procuraría los servicios de un cerrajero respetable y le pondría a trabajar para que me abriera la cerradura.
—Y la policía no interferiría, ¿verdad que no?
—¡Oh, no! No si supieran que el cerrajero ha sido debidamente empleado.
—Entonces —me miró intensamente mientras hablaba—, lo único que se pone en tela de juicio en este caso es la conciencia del que encarga el trabajo. Y la creencia de sus policías sobre si dicha persona obra o no de buena fe. Estoy tan convencido de que los policías de este país son gente aplicada, y de que poseen una fabulosa capacidad para leer el corazón de los hombres, que dudo mucho que vayan a tomarse molestias con semejante asunto. No, no, amigo Jonathan, vaya usted a forzar la cerradura de cien casas vacías en Londres, o en cualquier otra ciudad del mundo; y si lo hace como debe hacerse, y a la hora que debe hacerse, nadie interferirá. Una vez leí una noticia sobre un caballero que tenía una casa muy elegante aquí, en su Londres. Se fue unos meses de veraneo a Suiza, cerrando su casa, y entonces llegó un ladrón, rompió una ventana de la parte trasera y entró. Después abrió los postigos de la fachada frontal y salió y entró por la puerta principal frente a las mismísimas narices de la policía. Después organizó una subasta y la anunció y puso un gran cartel; y en un solo día vendió, a través de un gran subastador, todos los bienes que eran propiedad del otro hombre. A continuación acudió a un constructor y le vendió la casa, con la condición de que la derrumbara y lo dejara todo despejado en un determinado periodo de tiempo. Y su policía, y otras autoridades, le ayudaron en todo lo que pudieron. Cuando el propietario regresó de sus vacaciones en Suiza, sólo encontró un gran boquete en el lugar en el que había estado su casa. Todo se hizo en régle; y también nuestro trabajo deberá hacerse en régle. No debemos ir tan temprano como para llamar la atención de los policías que en ese momento tienen poco en que pensar, sino que iremos poco después de las diez en punto, que es cuando la calle está llena de gente, y cuando haríamos algo así si realmente fuéramos los propietarios de la casa.
No pude sino admitir lo acertado de su razonamiento y la terrible desesperación del rostro de Mina se relajó un poco; un consejo tan bueno le daba esperanzas. Van Helsing prosiguió:
—Una vez estemos dentro de la casa, podríamos encontrar más pistas; en cualquier caso, algunos nos quedaremos allí mientras los demás localizan los otros lugares en los que podría haber más cajas de tierra: en Bermondsey y en Mile End.
Lord Godalming se levantó y dijo:
—Aquí podría ser de alguna utilidad. Enviaré un telegrama a mi gente para que tengan caballos y carruajes preparados allí donde vayamos a necesitarlos.
—Un momento, viejo amigo —dijo Morris—, me parece una idea fantástica que lo dejemos todo preparado por si acaso necesitáramos ir a caballo, pero ¿no crees que uno de tus elegantes carruajes, con sus escudos heráldicos, atraería demasiada atención en un camino poco frecuentado de Walworth o Mile End como para nuestros propósitos? Me parece a mí que lo mejor será tomar algún coche que nos lleve al sur o al este; e incluso dejarlo en las cercanías del vecindario al que nos dirijamos.
—¡El amigo Quincey tiene razón! —dijo el profesor—. Como dicen ustedes, tiene la cabeza sobre los hombros. La tarea que vamos a desempeñar es difícil y, si podemos evitarlo, no queremos que nadie nos vea.
Mina se mostraba cada vez más interesada por todo y yo me alegré de ver que la urgencia de nuestro trabajo la estaba ayudando a olvidar momentáneamente la terrible experiencia de la noche. Estaba muy, muy pálida, casi como un fantasma, y tan delgada que sus labios se habían contraído, haciendo que sus dientes parecieran de algún modo más prominentes. No mencioné esto último, pues no quería provocarle un dolor innecesario; pero se me congeló la sangre en las venas al pensar en lo que le había ocurrido a la pobre Lucy cuando el Conde le chupó la sangre. Aún no había señales de que los dientes hubieran empezado a afilarse, pero había pasado poco tiempo y aún había razones para temer.
Cuando llegó el momento de decidir la secuencia en la que llevaríamos a cabo nuestra labor y el reparto de nuestras fuerzas, surgieron nuevos motivos de duda. Finalmente decidimos que, antes de partir hacia Piccadilly, debíamos destruir la guarida más cercana del Conde. De este modo, a pesar de que lo descubriera demasiado pronto, seguiríamos estando por delante de él en nuestra labor de destrucción; y su presencia en una forma puramente material, y en su momento de máxima debilidad podría proporcionarnos una nueva pista.
En cuanto al reparto de las fuerzas, el profesor sugirió que, después de haber visitado Carfax, deberíamos ir todos juntos a la casa de Piccadilly; después, los dos doctores y yo nos quedaríamos esperando allí, mientras Lord Godalming y Quincey localizaban y destruían las guaridas de Walworth y Mile End. El profesor nos advirtió de que era posible, si no probable, que el Conde apareciera por Piccadilly durante el día, y que de ser así tendríamos una oportunidad de encargarnos de él allí mismo. En cualquier caso, le perseguiríamos luego todos juntos. Al oír el plan protesté enérgicamente, al menos en lo que se refería a mi participación, pues pretendía quedarme con Mina para protegerla. No tenía ninguna intención de dar mi brazo a torcer en esta cuestión, pero Mina no quiso oír mis protestas. Dijo que era posible que surgiera algún asunto de leyes en el que mi presencia pudiera ser de utilidad; que entre los papeles del Conde podría surgir alguna pista que sólo yo pudiera comprender gracias a mis vivencias en Transilvania; y que, tal y como estaban las cosas, cuantos más fuéramos, más posibilidades tendríamos a la hora de enfrentarnos al extraordinario poder del Conde. Tuve que ceder, pues Mina se mostró inflexible; dijo que su última esperanza era que trabajáramos todos juntos.
—En cuanto a mí —dijo—, no tengo nada que temer. Mi situación ya es todo lo desesperada que puede serlo; y, suceda lo que suceda, me aportará esperanza o consuelo. ¡Ve, esposo mío! Si Dios así lo quiere, puede protegerme igual sola que acompañada.
De modo que me levanté, gritando:
—Entonces, en el nombre de Dios, vayamos inmediatamente, pues estamos perdiendo el tiempo. El Conde podría ir a Piccadilly antes de lo que pensamos.
—¡Ni mucho menos! —dijo Van Helsing, alzando una mano.
—Pero ¿por qué? —pregunté.
—¿Acaso ha olvidado —dijo, realmente con una sonrisa—, que anoche se dio un buen atracón, y hoy dormirá hasta tarde?
¡Que si lo había olvidado! ¡Nunca lo olvidaré! ¡Cómo podría! ¿Acaso podría cualquiera de nosotros olvidar alguna vez aquella terrible escena? Mina se esforzó por mantener un semblante bravio, pero el dolor fue superior a sus fuerzas y se tapó el rostro con las manos, y comenzó a sollozar y a temblar. Van Helsing no había pretendido recordarle su terrible experiencia. Simplemente había perdido de vista todo lo que tenía que ver con ella y su terrible prueba en el transcurso de su razonamiento intelectual. Cuando se dio cuenta de lo que había dicho, quedó horrorizado ante su falta de tacto e intentó consolarla.
—Oh, madam Mina —dijo—, querida, querida madam Mina. ¡Ay! ¡Que precisamente sea yo, de entre todos los que tanto la reverenciamos, quien haya dicho algo tan poco delicado! Mis estúpidos y viejos labios y mi estúpida y vieja sesera no se lo merecen, pero aun así, usted lo olvidará, ¿verdad que sí?
Se acuclilló junto a ella mientras hablaba. Mina estrechó sus manos y, mirándole a través de las lágrimas, dijo roncamente:
—No, no lo olvidaré, pues es bueno que lo recuerde; ya que también tengo muchos recuerdos gratos y dulces de usted y lo aceptaré todo junto. Ahora, deben marcharse pronto. El desayuno está listo, y todos tenemos que comer para estar fuertes.
El desayuno se nos hizo muy extraño. Intentamos parecer alegres y animarnos los unos a los otros, y Mina fue la más animada y más alegre de todos. Cuando hubimos terminado, Van Helsing se levantó y dijo:
—Ahora, queridos amigos, nos dirigimos a nuestra terrible empresa. ¿Vamos todos armados, tal y como lo estábamos aquella noche en la que por primera vez visitamos la guarida de nuestro enemigo, armados contra el ataque fantasmal así como contra el carnal?
Le aseguramos que así era.
—Entonces todo está en regla. Madam Mina, aquí estará usted bastante segura hasta la puesta de sol; y antes ya habremos vuelto… sí… ¡Habremos vuelto! Pero antes de que nos vayamos, permítame que la proteja contra el ataque personal. Yo mismo he preparado su habitación, aprovechando que usted había bajado, colocando ciertos objetos que ya conocemos, de modo que Él no pueda entrar. Ahora, permítame que proteja también su persona. Voy a tocarle la frente con este pedazo de la Sagrada Forma, en el nombre del Padre, del Hijo, y…
Mina profirió un horrible grito que casi nos heló los corazones. Al colocar Van Helsing la Hostia sobre su frente, la había quemado… había hecho arder la carne como si fuese un trozo de metal al rojo vivo. Mi pobre amada entendió el significado del hecho con la misma rapidez con la que sus nervios notaron el dolor provocado por el mismo: y ambos la sobrecogieron tanto que su naturaleza, ya de por sí sobrecargada, se expresó en aquel espantoso grito. Pero también las palabras llegaron rápidamente a su pensamiento; aún no había dejado de sonar en la habitación el eco de su grito, cuando llegó la reacción, y ella se dejó caer al suelo, derrumbándose sobre las rodillas, en una agonía de humillación. Colocando su hermoso pelo frente a su rostro, tal y como el leproso de antaño había colocado su manto, gimió:
—¡Impura! ¡Impura! ¡Incluso el Todopoderoso rechaza mi carne corrupta! Llevaré esta marca de mi vergüenza sobre mi frente hasta el Día del Juicio[249].
Nadie supo qué decir. Yo me había arrojado a su lado en una agonía de pena e indefensión, y la abracé con fuerza. Durante un par de minutos nuestros desdichados corazones latieron juntos, mientras los amigos que nos rodeaban apartaban sus ojos, llorando en silencio. Entonces, Van Helsing se volvió y dijo, con tal gravedad que no pude evitar sentir que, de alguna forma, estaba recibiendo algún tipo de inspiración y que nos estaba transmitiendo unas palabras que procedían de fuera de sí mismo:
—Quizá tenga usted que cargar con esa marca hasta que Dios Todopoderoso juzgue apropiado, como a buen seguro hará el Día del Juicio, enmendar todos los males de la tierra y de sus hijos que Él ha situado en ella. Y… oh, madam Mina, mi querida y adorada madam Mina, ojalá los que la amamos podamos estar allí para ver desaparecer esa cicatriz roja, ese sello con el que Dios ha expresado su conocimiento de lo ocurrido, y para volver a ver su frente tan pura como el corazón que conocemos. Pues tan seguro como que vivimos, esa cicatriz desaparecerá en el momento en el que Dios considere justo levantar la carga que tanto pesa sobre nosotros. Hasta entonces soportaremos nuestra cruz, tal y como hizo Su Hijo en obediencia a Su voluntad. Tal vez seamos los instrumentos elegidos por Sus designios y quizá ascendamos a Su presencia igual que lo hizo aquel otro, entre azotes y vergüenza; entre lágrimas y sangre; entre dudas y temores, y todo aquello que marca la diferencia entre Dios y el hombre.
Había esperanza y consuelo en sus palabras, y consiguieron nuestra resignación. Tanto Mina como yo así lo sentimos, y cada uno tomó simultáneamente una de las manos del anciano, y nos inclinamos sobre ellas y las besamos. Entonces, sin mediar palabra, todos nos arrodillamos juntos y, agarrándonos de las manos, juramos permanecer fieles los unos a los otros. A continuación, los hombres juramos alzar el velo de dolor que cubría el rostro de aquella a la que, cada uno a su manera, amábamos; y pedimos ayuda y consejo para la terrible tarea que teníamos frente a nosotros.
Llegó entonces la hora de partir. De modo que me despedí de Mina —una separación que ninguno de los dos olvidará hasta el día de nuestra muerte— y nos marchamos.
Una cosa he decidido: si descubrimos que finalmente Mina va a acabar convertida en vampiro, no deberá adentrarse sola en esa tierra terrible y desconocida. Supongo que así es como, en los viejos tiempos, un vampiro acababa engendrando a muchos; de igual modo que sus abominables cuerpos sólo pueden descansar en tierra consagrada, así se encargaba el amor más sagrado de reclutar a sus espantosas huestes.
Entramos en Carfax sin problemas y lo hallamos todo igual que en la primera ocasión. Resultaba difícil creer que en mitad de tan prosaico entorno de abandono, polvo y podredumbre, hubiera lugar para horrores como los que ya conocíamos. De no estar decididos, y de no haber tenido terribles recuerdos para espolearnos, a duras penas habríamos proseguido con nuestra tarea. No encontramos ningún papel en la casa, ni tampoco ninguna señal de uso; y en la vieja capilla las grandes cajas parecían seguir igual que cuando las habíamos visto por última vez. El doctor Van Helsing nos dijo solemnemente colocándose frente a nosotros:
—Y ahora, amigos míos, tenemos un deber que cumplir. Debemos esterilizar esta tierra, consagrada con tan buenos recuerdos, que él ha traído desde su lejana tierra para tan indigno uso. Escogió esta tierra porque había sido consagrada. Ahora debemos derrotarle con su propia arma, pues vamos a hacerla más sagrada aún. Si entonces fue santificada para el uso del hombre, ahora nosotros vamos a santificarla para Dios.
Mientras decía esto, sacó de su maletín un destornillador y una palanca, y enseguida arrancamos por completo la tapa de una de las cajas. La tierra olía a moho y a cerrado; pero de algún modo no nos importó, pues nuestra atención estaba centrada en el profesor. Tras extraer de su caja un pedazo de la Sagrada Forma, lo colocó con reverencia sobre la tierra y luego, tras haber vuelto a colocar la tapa, volvió a atornillarla, y nosotros le ayudamos.
Una tras otra, tratamos del mismo modo cada una de las grandes cajas, y volvimos a dejarlas aparentemente como las habíamos encontrado; pero en el interior de cada una de ellas había una porción de la Hostia.
Cuando cerramos la puerta a nuestras espaldas, el profesor afirmó con solemnidad:
—Ya hemos conseguido mucho. ¡Si tenemos el mismo éxito con todas las demás, esta noche la puesta de sol podría iluminar la frente de madam Mina, inmaculada y blanca como el mármol!
Mientras nos dirigíamos a la estación para coger el tren, pasamos frente a la fachada del manicomio. Yo busqué ansiosamente con la mirada, y vi a Mina asomada a la ventana de nuestra habitación. La saludé con la mano y asentí para comunicarle que habíamos completado con éxito nuestro trabajo allí. Ella asintió a su vez para demostrar que lo había entendido. Lo último que he visto ha sido a ella, despidiéndose con la mano. Hemos llegado a la estación con el corazón apesadumbrado y hemos subido al tren justo a tiempo, pues ya estaba empezando a humear cuando entrábamos en el andén.
He escrito esto en el tren.
Piccadilly, 12:30. —Justo antes de que llegáramos a Fenchurch Street, Lord Godalming me dijo:
—Quincey y yo iremos a buscar a un cerrajero. Será mejor que usted no nos acompañe, por si acaso surgiera alguna dificultad; pues dadas las circunstancias, que nosotros irrumpiéramos en una casa vacía podría no parecer tan grave. Pero usted es abogado, y la Incorporated Law Society[250] podría recriminarle su proceder.
Yo puse reparos a que no me permitieran compartir ningún riesgo, ni siquiera el del oprobio, pero él insistió:
—Además, cuantos menos seamos menos llamaremos la atención. Mi título servirá para convencer al cerrajero y a cualquier policía que pudiera aparecer. Lo mejor será que usted, Jack y el profesor esperen en Green Park, en algún sitio desde el que se divise la casa; y cuando vean que hemos abierto la puerta y que el cerrajero se ha marchado, crucen la calle. Estaremos esperándoles y les dejaremos entrar.
—¡Muy buen consejo! —aplaudió Van Helsing, de modo que no hubo nada más que decir. Godalming y Morris partieron en un coche y nosotros les seguimos en otro. Nos bajamos en la esquina de Arlington Street y fuimos caminando hasta Green Park. Mi corazón empezó a latir con fuerza tan pronto como vi la casa de la que dependían tantas de nuestras esperanzas, alzándose sombría y silenciosa, en su desierta condición, entre sus pulcras y alegres vecinas. Nos sentamos en un banco desde el que teníamos buena vista y nos pusimos a fumar unos cigarros, para atraer tan poca atención como fuera posible. Los minutos parecieron transcurrir con pies de plomo mientras esperamos a que llegaran los otros.
Al cabo de un rato vimos llegar un coche de cuatro caballos. De su interior, muy relajadamente, salieron Lord Godalming y Morris; del pescante se apeó un trabajador de aspecto grueso cargado con su cesta de mimbre llena de herramientas. Morris pagó al cochero, que se tocó el sombrero y se marchó. Juntos ascendieron los escalones y Lord Godalming indicó lo que deseaba. El trabajador se quitó su abrigo relajadamente y lo colgó de una de las estacas de la barandilla, mientras le decía algo a un policía que acababa de aparecer. El policía asintió en aquiescencia y el hombre se arrodilló y colocó su bolsa junto a él. Tras rebuscar en el interior, extrajo una selección de herramientas, que procedió a repartir ordenadamente junto a sus pies. A continuación se levantó, miró a través de la cerradura, sopló en su interior y, volviéndose hacia sus empleadores, hizo algún comentario. Lord Godalming sonrió y el hombre levantó un manojo de llaves de buen tamaño; seleccionando una de ellas, empezó a tantear la cerradura, como si intentara familiarizarse con ella. Tras hurgar un rato, probó con una segunda, y luego con una tercera. De repente la puerta se abrió con un ligero empujón, y tanto el cerrajero como los otros dos entraron en el vestíbulo. Nosotros continuamos sentados inmóviles; mi cigarro ardía furiosamente, pero el de Van Helsing se había apagado por completo. Esperamos pacientemente hasta que vimos al trabajador salir y recoger su cesta. Este mantuvo la puerta parcialmente abierta, afianzándola con sus rodillas, mientras ajustaba una llave a la cerradura. Finalmente, le entregó dicha llave a Lord Godalming, quien extrajo su cartera y le dio algo. El hombre se tocó el sombrero, cogió su bolsa, se puso el abrigo y se marchó; ni una sola persona se apercibió en lo más mínimo de toda la transacción.
Una vez que el cerrajero se alejó, nosotros tres cruzamos la calle y llamamos a la puerta. Inmediatamente la abrió Quincey Morris, detrás del cual vimos a Lord Godalming, encendiendo un puro.
—Este sitio huele fatal —dijo el segundo cuando entramos. Y era cierto que hedía terriblemente, como la vieja capilla de Carfax, y teniendo en cuenta nuestra experiencia previa resultó evidente que el Conde había estado frecuentando el lugar. Nos dispusimos a explorar la casa, manteniéndonos en todo momento juntos, por si acaso sobreviniera un ataque; sabíamos que teníamos que vérnoslas con un enemigo fuerte y astuto, e ignorábamos si el Conde se encontraba o no en la casa. En el comedor, que se extendía por detrás del recibidor, descubrimos ocho cajas de tierra. ¡Ocho cajas de las nueve que buscábamos! Nuestro trabajo aún no había terminado y nunca terminaría a menos que encontráramos la caja ausente. En primer lugar abrimos las persianas de la ventana, que se asomaba al exterior por encima de un patio estrecho y adoquinado, en un extremo del cual había un establo, pintado para parecer la fachada de una casa en miniatura. No tenía ventanas, de modo que no tuvimos que preocuparnos de que alguien fuera a vernos. Examinamos las cajas sin perder tiempo. Sirviéndonos de las herramientas que habíamos traído con nosotros, las abrimos una a una y les dimos el mismo tratamiento que les habíamos dado a las de la capilla. Resultaba evidente que el Conde no estaba en casa en aquel momento, por lo que procedimos a buscar sus efectos.
Tras echar un vistazo superficial en el resto de las habitaciones, desde el sótano hasta el ático, llegamos a la conclusión de que todos los efectos que pudieran pertenecer al Conde estaban en el comedor, y procedimos a examinarlos minuciosamente. Estaban esparcidos en una especie de ordenado desorden sobre la gran mesa del comedor. En un gran fajo encontramos el título de propiedad de la casa de Piccadilly; contratos de compra de una casa en Mile End y otra en Bermondsey; papel de cartas, sobres, plumas y tinta. Todo estaba recubierto con papel ligero de envolver para protegerlo del polvo. También había un cepillo de ropa, un cepillo normal y un peine, una jarra y una bacineta. Esta última estaba llena de agua sucia, enrojecida como con sangre. En último lugar encontramos un pequeño manojo de llaves de todos los tipos y tamaños, probablemente pertenecientes a las otras casas. Cuando examinamos bien este último hallazgo, Lord Godalming y Quincey Morris, tomando detallada nota de las varias direcciones de las casas situadas al este y al sur, se llevaron con ellos las llaves en un gran manojo y partieron para destruir las cajas que hubiera en esos lugares. Los demás estamos esperando, con toda la paciencia de que hemos podido hacer acopio, su regreso… o la llegada del Conde.