1 de octubre, tarde. —Encontré a Thomas Snelling en su casa de Bethnal Green, pero por desgracia no estaba en condiciones de recordar nada. La misma previsión de cerveza que el anuncio de mi visita había despertado en él resultó ser excesiva, de modo que se había entregado demasiado pronto a la esperada libación. En todo caso, supe por su mujer, que parecía una persona decente, que en realidad Snelling sólo era el ayudante de Smollet, de los dos socios el más responsable. Así que tomé un coche hasta Walworth y encontré a Don Joseph Smollet en casa, en mangas de camisa, bebiendo un té tardío directamente del platillo. Es un tipo decente e inteligente, sin duda un buen trabajador, fiable y con la cabeza en su sitio. Lo recordaba todo sobre el incidente de las cajas, y tras consultar una sorprendente libreta de notas completamente desgastada, llena de apuntes jeroglíficos escritos con un grueso lápiz medio borrado, que extrajo de algún misterioso receptáculo situado en los fondillos de su pantalón, me proporcionó los destinos de las cajas. Había llevado seis en una primera carretada al 197 de la calle Chicksand, Mile End New Town, y otras seis a Jamaica Lañe, Bermondsey[224]. Si, por lo tanto, la intención del Conde era repartir por todo Londres sus espantosos refugios, éstos tenían que ser los lugares que había escogido como cabeza de puente, de modo que más tarde pudiera distribuir las cajas de un modo más amplio. La manera sistemática en la que había obrado me hizo sospechar que sus intenciones no podían limitarse únicamente a dos extremos de Londres. Ahora contaba con refugios en el extremo más oriental de la zona norte, al este de la zona sur, y en el sur. Estaba convencido de que no tenía intención de dejar el norte y el oeste al margen de su diabólico plan… y mucho menos la City[225] propiamente dicha, así como el mismo corazón de la moderna Londres, al oeste y sudoeste. Me volví a Smollet y le pregunté si sabía si alguien más había extraído cajas de Carfax.
Él respondió:
—Bueno, jefe, como me ha tratado más que generosamente —le había dado medio soberano—, le diré todo lo que sé. Hace cuatro noches, oí a un hombre que responde al nombre de Bloxam contar en el «Haré and Hounds»[226], en Pincher’s Alley, que él y su socio habían cumplido un extraño encargo en una vieja mansión polvorienta de Purfleet. Como no hay muchos trabajos de ese estilo, se me ocurre que quizá Sam Bloxam pueda contarle algo.
Le pregunté si sabría decirme dónde encontrarle. Le dije que si me conseguía la dirección, se habría ganado otro medio soberano. De modo que se acabó lo que le quedaba de té de un solo trago y se levantó, diciendo que iba a empezar la búsqueda en aquel mismo momento. Al llegar a la puerta se detuvo, y dijo:
—Escuche, jefe, no tiene sentido que le haga esperar aquí. Quizá encuentre pronto a Sam, o quizá no; en cualquier caso, esta noche no estará en condiciones de contarle mucho. Sam es de los que se ponen raros cuando empinan el codo. Si puede darme un sobre con un sello y me escribe en él su dirección, averiguaré dónde puede localizar a Sam y se lo enviaré esta noche por correo. Lo mejor será que vaya a buscarle por la mañana temprano, o quizá no le encuentre; pues Sam se levanta temprano, no importa la cantidad de alcohol que se haya metido entre pecho y espalda la noche anterior.
Me pareció una solución práctica, de modo que una de sus hijas salió con un penique a comprar un sobre y una hoja de papel, con instrucciones de quedarse el cambio. Cuando regresó, puse la dirección del doctor Seward en el sobre y lo sellé, y cuando Smollet me volvió a prometer fielmente que me enviaría la dirección de Bloxam tan pronto como la hubiera averiguado, emprendí el camino de regreso a casa. En cualquier caso, estamos sobre la pista. Esta noche estoy muy cansado y me apetece dormir. Mina está profundamente dormida, y parece demasiado pálida; tiene aspecto de haber estado llorando, a juzgar por sus ojos. Pobrecita mía, no tengo la menor duda de que lamenta que la estemos manteniendo al margen y quizá esté más preocupada aún por mí y por los demás. Pero es mejor así. Mejor sufrir una decepción y preocupaciones como las actuales que terminar con los nervios destrozados. Los doctores tuvieron mucha razón al insistir en que la apartáramos de este horrendo asunto. Debo mantenerme firme, dado que esta carga de silencio recae particularmente sobre mis hombros. No debo hablarle nunca de nuestra situación, bajo ninguna circunstancia. Después de todo, en realidad no debería ser una tarea tan difícil, ya que ella misma se ha vuelto algo reticente al tema, y no ha vuelto a hablar del Conde ni de sus fechorías desde que le hicimos saber nuestra decisión.
2 de octubre, tarde. —Un día largo, duro y emocionante. A primera hora de la mañana recibí por correo el sobre que yo mismo había escrito, en cuyo interior encontré un sucio trozo de papel, en el que estaba escrito, con lápiz de carpintero y caligrafía desgarbada, lo siguiente:
«Sam Bloxam, Korkrans, 4 Poters Cort, Bartel Street, Walworth. Preguntar por el suplente».
Cuando me entregaron la carta aún seguía en la cama, de modo que me levanté sin despertar a Mina. Se la veía agotada y adormilada, y pálida, y no tenía ni mucho menos buen aspecto. No la desperté, pero decidí que, tan pronto como regresara de esta nueva pesquisa, me encargaría de hacer los preparativos necesarios para que regresara a Exeter. Creo que será más feliz en su propia casa —donde podrá entretenerse con sus tareas diarias—, que aquí entre nosotros, sumida en la ignorancia.
Únicamente vi al doctor Seward un momento y le informé de adonde me dirigía, prometiéndole regresar para contárselo a los demás tan pronto como hubiera averiguado algo. Fui en coche hasta Walworth y encontré, con algunas dificultades, Potters Court. La ortografía del señor Smollet me llevó a engaño, pues pregunté por Poter’s Court en vez de por Potters Court. En cualquier caso, una vez localicé el callejón[227] no tuve dificultades para encontrar la casa de huéspedes del señor Corcoran. Cuando le pregunté al hombre que abrió la puerta por el «suplente», él negó con la cabeza mientras decía:
—No le conozco. Ése no vive aquí; nunca he oído hablar de él en todo el maldito tiempo que llevo aquí. No creo que haya nadie de esa clase viviendo aquí o en ninguna otra parte.
Saqué la carta de Smollet, y al releerla se me ocurrió que todo podía deberse a otro de sus errores ortográficos.
—¿Quién es usted? —pregunté.
—Soy el superintendente —respondió. Vi de inmediato que estaba siguiendo la pista correcta; la ortografía me había vuelto a desorientar. Una propina de media corona puso los conocimientos del superintendente a mi disposición, y me enteré de que el señor Bloxam, que, efectivamente había estado aquella noche durmiendo la mona en Corco— ran’s, se había marchado a trabajar a Poplar[228] a las cinco en punto de la mañana. No supo decirme dónde estaba situado exactamente su lugar de trabajo, pero tenía una idea aproximada de que se trataba de una especie de «almacén moderno»; y con esta escuálida pista tuve que partir hacia Poplar. Ya habían dado las doce en punto antes de que consiguiera una pista satisfactoria sobre semejante edificio, cuando, tras preguntar en una cafetería en la que algunos trabajadores estaban tomando su almuerzo, uno de ellos sugirió que en Cross Angel Street estaban levantando un nuevo edificio de «almacenamiento en frío» y, como esto encajaba con la descripción de «almacén moderno», tomé inmediatamente un coche hasta allí. Sendas entrevistas con un malhumorado portero y con un capataz más malhumorado aún —apaciguados en ambos casos con moneda del reino—, me pusieron tras la pista de Bloxam; cuando le sugerí a su capataz que estaba dispuesto a pagarle su tarifa del día únicamente a cambio del privilegio de hacerle un par de preguntas a Bloxam al respecto de un asunto privado, envió a buscarle de inmediato. Se trataba de un tipo lo suficientemente listo, aunque de bruscas maneras y hablar rudimentario. Cuando le prometí pagarle a cambio de su información, y le di un adelanto, me contó que había hecho dos viajes entre Carfax y una casa de Piccadilly, llevando a esta última nueve grandes cajas —muy pesadas—, utilizando un caballo y un carro que él mismo había alquilado para este fin. Le pregunté si podía decirme el número de la casa en Piccadilly, a lo que él respondió:
—Verá, patrón, el número lo he olvidado, pero sólo estaba a un par de puertas de una gran iglesia blanca, o algo por el estilo, construida no hace mucho. Además, es una vieja casa polvorienta, aunque nada comparable a la otra de la que sacamos las malditas cajas.
—¿Cómo entró en la casa si ambas estaban vacías?
—El viejo que me contrató estaba esperándome en la casa de Purfleet. Me ayudó a levantar las cajas y a subirlas al carro. Maldito si no era uno de los tipos más fuertes que haya visto en mi vida. ¡Y eso que era un viejo de bigotes blancos, tan delgado que uno podría pensar que ni siquiera tuviera sombra!
¡Cómo me hizo temblar esta frase!
—¡Vaya! Que me zurzan si no levantó su extremo de las cajas como si fueran bolsas de té, y mientras yo allí, jadeando y sudando para poder levantar el mío… y eso que no soy ningún debilucho.
—¿Cómo entró en la casa de Piccadilly? —pregunté.
—También estaba allí. No sé cómo lo hizo, pero de algún modo salió y llegó hasta allí antes que yo, pues cuando llamé a la campana me abrió la puerta él mismo y me ayudó a meter las cajas en el recibidor.
—¿Las nueve? —pregunté.
—Sí, había cinco en la primera remesa y cuatro en la segunda. Fue un trabajo de esos que le dejan a uno seco. Lo que ya no recuerdo tan bien es cómo llegué a casa…
—¿Dejaron todas las cajas en el recibidor? —le interrumpí.
—Sí, era un recibidor muy grande y estaba completamente vacío.
Hice un último intento por averiguar algo más:
—¿No dispuso usted de ninguna llave?
—No utilicé ni llave ni nada. El anciano me abrió la puerta personalmente y luego la volvió a cerrar cuando me marché. No recuerdo la última vez… pero eso ya fue cosa de la cerveza.
—¿Y no puede recordar el número de la casa?
—No, señor. Pero no tendrá ninguna dificultad para encontrarla. Es una casa alta, con la fachada de piedra y un arco, y una empinada escalera que conduce hasta la puerta. Recuerdo perfectamente los escalones, pues subí las cajas hasta arriba con la ayuda de tres vagos que se acercaron para ganarse un cobre. El viejo caballero les dio algunos chelines y ellos, viendo que era hombre de dinero, le exigieron más; pero él cogió a uno por el hombro y amenazó con arrojarlo por las escaleras hasta que todo el grupo se marchó maldiciendo.
Pensé que esta descripción me bastaría para encontrar la casa, de modo que tras pagar a mi amigo por su información, partí hacia Piccadilly. Había conseguido una nueva y perturbadora información: era evidente que el Conde era capaz de manejar las cajas de tierra personalmente. En ese caso, el tiempo era precioso, pues ahora que ya había conseguido un primer nivel de distribución podía completar la tarea sin ser observado en el momento que le resultara más favorable. Despedí a mi taxi en Piccadilly Circus[229] y caminé en dirección oeste; pasado el Júnior Constitutional[230] encontré la casa descrita e inmediatamente me convencí de que ésta debía de ser la nueva guarida dispuesta por Drácula. La casa parecía llevar largo tiempo deshabitada. Las ventanas estaban incrustadas de polvo y los postigos echados. Todos los marcos estaban ennegrecidos por el tiempo y la mayor parte de la pintura se había desprendido del metal. Era evidente que, hasta hacía poco, un gran cartel había colgado del balcón; en cualquier caso, había sido violentamente arrancado, pero los montantes que lo habían aguantado aún seguían allí. Por entre los barrotes del balcón pude ver que había algunas tablas sueltas, cuyos bordes mellados parecían blancos. Habría dado cualquier cosa por haber sido capaz de ver el cartel intacto, ya que, quizá, me habría proporcionado alguna pista sobre quién había vendido la casa. Recordé mi experiencia en el proceso de búsqueda y adquisición de Carfax, y no pude evitar sentir que, encontrando al anterior propietario, podríamos dar también con algún medio de acceso a la casa.
Por el momento no había nada más que ver por el lado de Piccadilly, y además no podía hacer nada; de modo que di la vuelta para ver si averiguaba algo desde la parte trasera. Los patios[231] estaban llenos de gente, puesto que las casas de Piccadilly están en su mayor parte ocupadas. Pregunté a un par de mozos y ayudantes que vi por los alrededores, por si podían contarme cualquier cosa que supieran respecto a la casa vacía. Uno de ellos me dijo que había sido comprada recientemente, pero que no sabía quién había sido el anterior propietario. Me contó, en cualquier caso, que hasta hacía muy poco había habido un cartel de «se vende» colgado, y que quizá Mitchell, Sons & Candy, los agentes inmobiliarios, podrían decirme algo, ya que le parecía recordar haber visto el nombre de esa empresa en el cartel. No deseaba parecer demasiado impaciente, o dejar que mi informador supiera o adivinara demasiado, de modo que, mostrándole mi agradecimiento del modo habitual, me marché paseando. La oscuridad iba en aumento, y la noche otoñal cada vez estaba más cerca, de modo que no perdí tiempo. Tras averiguar la dirección de Mitchell, Sons & Candy consultando un directorio en el Berkeley, pronto me planté en su oficina de Sackville Street.
El caballero que me atendió fue particularmente refinado en sus modales, pero poco comunicativo en idénticas proporciones. Tras haberme dicho una vez que la casa de Piccadilly —a la que en todo momento se refirió como «mansión»— había sido vendida, dio por concluida nuestra entrevista. Cuando le pregunté quién la había adquirido, abrió los ojos como platos, y guardó silencio un par de segundos antes de responder:
—Está vendida, caballero.
—Discúlpeme —dije yo con idéntica educación—, pero tengo un buen motivo para desear saber quién la ha adquirido.
Esta vez, la pausa fue más larga, y sus cejas se elevaron más aún.
—Está vendida, caballero —fue una vez más su lacónica respuesta.
—Estoy seguro —dije yo— de que no tendrá usted inconveniente en revelarme un detalle de tan escasa importancia.
—El caso es que sí lo tengo —respondió—. Los intereses de nuestros clientes están completamente seguros en manos de Mitchell, Sons & Candy.
Estaba claro que se trataba de un gazmoño de primera categoría, y que no iba a arreglar nada discutiendo con él. Se me ocurrió que sería mejor enfrentarme a él en su propio terreno, de modo que le dije:
—Sus clientes, señor, pueden estar contentos de contar con tan celoso guardián de sus confidencias. También yo pertenezco a la profesión —al decir esto le tendí mi tarjeta—. En este caso no me mueve la curiosidad; vengo en representación de Lord Godalming, quien desea saber algo sobre esta propiedad que, según tiene entendido, ha estado a la venta hasta hace poco.
Estas palabras le dieron un matiz muy diferente al asunto.
—Estaría encantado de poder satisfacerle, señor Harker —dijo—, y me sentiría especialmente satisfecho de poder complacer a Su Señoría. En una ocasión nos encargamos de alquilar algunas habitaciones para él cuando todavía era el Honorable Arthur Holmwood. Si me deja usted la dirección de Su Señoría, consultaré con la dirección sobre el tema, y sea cual sea la respuesta, se la comunicaré a Su Señoría mediante el correo de esta noche. Sería un placer poder desviarnos hasta tal grado de nuestras normas como para ofrecerle a Su Señoría la información requerida.
Como quería asegurarme un amigo, y no hacer un enemigo, le di las gracias, le di la dirección del doctor Seward, y me marché. Para entonces ya había oscurecido y me sentía cansado y hambriento. Tomé una taza de té en la Aérated Bread Company[232] y regresé a Purfleet en el siguiente tren.
Encontré a los demás en casa. Mina parecía pálida y cansada, pero hizo un gallardo esfuerzo por mostrarse radiante y animada; me dio un vuelco el corazón al pensar que era yo quien había provocado su intranquilidad al haberle ocultado información. Gracias a Dios, ésta será la última noche que nos vea deliberando a solas y sintiendo el aguijón de nuestra falta de confianza. Tuve que reunir todo mi coraje para seguir manteniendo la sabia resolución de mantenerla al margen de nuestra siniestra tarea. De todas formas, Mina parece haber aceptado mejor la idea o, en cualquier caso, el tema en sí parece haberse vuelto repugnante para ella, pues cada vez que hacemos alguna alusión accidental se echa realmente a temblar. Me alegra que tomáramos la decisión a tiempo, de otro modo, y viendo semejante reacción, nuestras nuevas averiguaciones habrían representado una tortura para ella.
No podía comunicarles a los demás el descubrimiento del día mientras no estuviéramos a solas; de modo que tras la cena —seguida de un poco de música para guardar las apariencias incluso entre nosotros mismos— acompañé a Mina a su habitación y la dejé para que se fuera a la cama. La querida muchacha se mostró más afectuosa que nunca conmigo, y se abrazó a mí como si quisiera retenerme; pero teníamos mucho de lo que hablar y me marché. Gracias a Dios, el hecho de haber dejado de contarle cosas no ha suscitado ninguna diferencia entre nosotros.
Cuando volví a bajar, me encontré a los demás reunidos junto al fuego en el estudio. Como había aprovechado el desplazamiento en tren para poner mi diario al día, sencillamente me limité a leérselo, pues me pareció el mejor medio de ponerles al tanto de todo lo que había averiguado. Cuando terminé, Van Helsing dijo:
—El de hoy ha sido un espléndido día de trabajo, amigo Jonathan. Indudablemente, estamos tras la pista de las cajas desaparecidas. Si las encontramos todas en esa casa, nuestro trabajo estará cerca de llegar a su fin. Pero si faltara alguna, debemos seguir buscando hasta haberlas encontrado todas. Entonces será cuando asestemos nuestro coup final, y cazaremos a ese desgraciado hasta darle una muerte real.
Durante un rato, todos permanecimos sentados en silencio, hasta que el señor Morris dijo de repente:
—¡Oigan! ¿Y cómo vamos a entrar en esa casa?
—Ya entramos en la otra —respondió Lord Godalming rápidamente.
—Pero, Art, esto es diferente. Es cierto que irrumpimos en Carfax, pero amparados por la noche y por un parque vallado. Cometer un allanamiento en pleno Piccadilly, tanto da que sea de día o de noche, va a ser una cosa completamente diferente. Confieso que no se me ocurre ninguna manera de entrar, a menos que el «pollo» de la agencia pueda proporcionarnos alguna llave; quizá lo sepamos cuando recibas su carta mañana.
Las cejas de Lord Godalming se contrajeron, y se levantó para recorrer la habitación de un extremo a otro. Enseguida se detuvo y dijo, volviéndose hacia nosotros:
—Quincey tiene la cabeza en su sitio. Este asunto del allanamiento se está poniendo serio; ya nos salimos una vez con la nuestra; pero la tarea que ahora tenemos a mano es mucho más complicada… a menos que consigamos las llaves del Conde.
Como no podíamos hacer nada más por hoy, y era como mínimo recomendable esperar hasta que Lord Godalming recibiera noticias de Mitchell, hemos decidido no llegar a ninguna conclusión antes del desayuno. Durante un buen rato hemos seguido sentados, fumando y discutiendo el asunto desde varios puntos de vista; yo he aprovechado la oportunidad para actualizar mi diario hasta este preciso momento. Pero ahora tengo mucho sueño y voy a irme a la cama…
Sólo unas líneas más. Mina duerme profundamente y su respiración es regular. Tiene el ceño fruncido, como si pensara incluso mientras duerme. Sigue estando demasiado pálida, pero ahora no parece tan demacrada como esta mañana. Espero que mañana podamos solucionar todo esto; una vez esté de vuelta en casa, en Exeter, volverá a ser ella misma. ¡Oh, pero qué sueño tengo!