l de octubre. —Renfield vuelve a desconcertarme por completo. Sus humores cambian con tanta rapidez que me resulta difícil seguirles el ritmo, y como siempre están relacionados con algo más que su propio bienestar, constituyen un estudio más que interesante. Esta mañana, cuando he ido a verle después de que hubiera desairado a Van Helsing, ha mostrado un comportamiento digno de un hombre que controlara su destino. De hecho, lo estaba controlando… subjetivamente. No sentía la menor preocupación por los acontecimientos terrenales; estaba en las nubes, observando con condescendencia, desde las alturas, las debilidades y deseos de los pobres mortales; es decir, del resto de nosotros. Pensé que aprovecharía la ocasión para aprender algo, de modo que le pregunté:
—¿Qué tal las moscas últimamente? —él sonrió con aire de superioridad (una sonrisa digna del rostro de Malvolio[233]), y respondió:
—La mosca, mi querido señor, tiene un rasgo destacado: sus alas son un buen ejemplo de los poderes aéreos de las facultades psíquicas. ¡Los antiguos hicieron bien al representar el alma como una mariposa![234]
Se me ocurrió llevar la analogía hasta su extremo lógico y le dije rápidamente:
—Oh, ¿entonces es un alma, detrás de lo que va ahora? —su locura frustró su razonamiento, y una expresión de desconcierto se apoderó de su rostro, mientras negaba con la cabeza con una decisión que raras veces había visto en él, y dijo:
—¡Oh, no; oh, no! No quiero almas. Lo único que quiero es la vida —al decir esto se animó—. Aunque ahora mismo todo me resulta bastante indiferente. La vida está bien, pero ya tengo cuanta pudiera desear. ¡Tendrá que buscarse un nuevo paciente, doctor, si desea seguir estudiando la zoofagia!
Esto me desconcertó un poco, de modo que insistí:
—Entonces controla usted la vida; ¿es un dios, supongo? —él sonrió con una inefable y benigna superioridad.
—¡Oh, no! Lejos de mí el arrogarme los atributos de la Divinidad. Ni siquiera me interesan particularmente sus obras espirituales. ¡Si pudiera definir en qué posición intelectual me encuentro, en lo que a asuntos puramente terrenales se refiere, diría que en cierto modo es equivalente a la posición que ocupaba Henoc espiritualmente!
Esto me planteó un problema, pues no conseguía recordar en ese momento el posicionamiento de Henoc; de modo que tuve que recurrir a hacerle una pregunta sencilla, aunque sentí que obrando de aquella manera me estaba degradando a los ojos del lunático:
—¿Y por qué Henoc?
—Porque él anduvo con Dios[235] —no conseguí entender la analogía, pero no quise admitirlo; de modo que volví a su anterior negación:
—De modo que ya no le interesa la vida y no quiere almas. ¿Por qué no? Formulé mi pregunta con mucha rapidez, y con cierta severidad, con el propósito de desconcertarle. Y dio resultado; pues por un momento volvió a caer inconscientemente en su servilismo de antaño, se inclinó ante mí, y realmente me aduló mientras respondía:
—¡No quiero ninguna alma, en efecto, en efecto! No las quiero. ¡No me servirían de nada aunque las tuviera! No tendrían ninguna utilidad para mí. No podría comérmelas ni…
Se interrumpió bruscamente, y la expresión astuta volvió a cubrir su rostro, como una ráfaga de viento barriendo la superficie del agua.
—En cuanto a la vida, doctor, ¿qué es, a fin de cuentas? Cuando uno tiene cuanto necesita, y sabe que nunca necesitará nada más… eso es todo. Tengo amigos, buenos amigos, como usted, doctor Seward —dijo con una recelosa sonrisa de astucia inexpresable—. ¡Sé que nunca me faltarán medios de vida!
Creo que, a través de la nubosidad de su locura, percibió algún antagonismo en mi persona, pues de inmediato recurrió al último refugio de los que son como él: un terco silencio. Al cabo de un rato vi que, por el momento, era inútil hablar con él. Estaba de mal humor, así que me marché.
Algo más tarde me mandó llamar. Normalmente no habría acudido sin un buen motivo, pero en este momento me interesa tanto su caso que de buena gana hice el esfuerzo. Además, me alegra tener algo me ayude a matar el tiempo. Harker está fuera, siguiendo pistas; igual que Lord Godalming y Quincey. Van Helsing está en mi despacho, estudiando el informe preparado por los Harker; está convencido de que un conocimiento exhaustivo de todos los detalles podría proporcionarle alguna pista. No desea que le interrumpan sin motivo mientras trabaja. Le habría dicho que me acompañara a visitar al paciente, pero se me ha ocurrido que, después del último desaire, podría haber perdido el interés en verle de nuevo. También había otra razón: Renfield podría no hablar tan libremente frente a una tercera persona como lo hacía cuando estábamos él y yo a solas.
Le encontré sentado en mitad de la habitación, sobre su taburete, una postura que generalmente es indicativa de actividad mental por su parte. Cuando entré, me dijo de inmediato, como si la pregunta hubiera estado esperando en sus labios:
—¿Qué pasa con las almas? —estaba claro que mi suposición había sido correcta. La cerebración inconsciente estaba cumpliendo su cometido, incluso en la mente de un lunático. Me decidí a poner aquel asunto en claro.
—¿Qué cree usted que pasa con ellas? —pregunté. Él permaneció algún tiempo sin contestar, limitándose a mirar a su alrededor, y de arriba abajo, como si esperara encontrar inspiración para su respuesta.
—¡No quiero ninguna alma! —dijo débilmente, como disculpándose. El asunto parecía haber calado hondo en su mente, de modo que me decidí a utilizarlo, a «ser cruel sólo para ser bueno»[236]. De modo que le dije:
—¿Le gusta la vida, y ansia tener vida?
—¡Oh, sí! Eso es correcto. ¡Por eso no tiene que preocuparse!
—Sin embargo —pregunté—, ¿cómo conseguir la vida sin conseguir también el alma? —esto pareció desconcertarle, de modo que proseguí—: Menudos ratos pasará usted cuando vuelva a estar en libertad, con las almas de miles de moscas y arañas y pájaros y gatos, zumbando y piando y maullando a su alrededor. ¡Si ha absorbido sus vidas, deberá cargar también con sus almas! ¿Sabe usted?
Esto pareció afectar a su imaginación, pues se tapó los oídos con los dedos, y cerró los ojos, apretándolos con tanta fuerza como un niño pequeño cuando le están enjabonando la cara. Había cierto patetismo en esta imagen que me impresionó; también aprendí una lección, pues tuve la impresión de encontrarme frente a un niño, aunque fuese un niño de rasgos ajados y abundante barba blanca. Resultaba evidente que estaba inmerso en algún proceso de perturbación mental y, sabiendo que sus anteriores cambios de humor habían servido de indicador de acontecimientos aparentemente ajenos para él, pensé que intentaría penetrar en su mente tanto como me fuera posible con objeto de intentar averiguar algo. El primer paso era devolverle la confianza, de modo que le pregunté, hablando muy alto para que pudiera oírme a través de sus taponados oídos:
—¿Quiere que le consiga algo de azúcar para que pueda volver a reunir sus moscas?
Pareció espabilarse de inmediato, y negó con la cabeza. Con una carcajada, respondió:
—¡Más bien no! ¡Al fin y al cabo, las moscas son criaturas sin importancia!
Tras hacer una pausa, añadió:
—En cualquier caso, no quiero sus almas zumbando a mi alrededor.
—¿O las de las arañas? —continué.
—¡Al diablo con las arañas! ¿Qué utilidad tienen las arañas? Apenas tienen nada que comer o…
Se interrumpió repentinamente, como si le hubieran recordado un tema tabú. «¡Vaya, vaya!», pensé para mí mismo, «ésta es la segunda vez que se interrumpe antes de pronunciar la palabra “beber”; ¿qué significará?» Renfield pareció consciente de haber cometido un error, pues se apresuró a añadir, como si quisiera distraer mi atención:
—No tengo el menor interés en seres tan diminutos. Como dice Shakespeare: «Ratas y ratones y esa clase de animales»[237]; «comida para pollos», podríamos llamarlos nosotros. Ya he superado toda esa tontería. Antes conseguiría convencer a un hombre de que comiera moléculas con un par de palillos que interesarme a mí en los carnívoros inferiores, ahora que sé lo que me espera.
—Ya veo —dije— ¿Quiere animales grandes a los que poder hincarles bien el diente? ¿Qué le parecería desayunarse un elefante?
—¡Qué disparates tan ridículos dice! —se estaba reanimando por completo, de modo que decidí presionarle con dureza.
—Me pregunto… —dije reflexivamente—, ¿cómo será el alma de un elefante?
Obtuve el efecto que deseaba, pues inmediatamente se apeó del burro y volvió a comportarse como un niño.
—¡No quiero el alma de un elefante, ni ninguna otra alma! —dijo. Durante un rato se sentó abatido. De repente, se levantó de un salto, con los ojos llameantes y todas las señales de intensa excitación cerebral.
—¡Al infierno con usted y sus almas! —gritó— ¿Por qué me atormenta con las almas? ¿Es que acaso no tengo ya suficientes preocupaciones, y dolores, y distracciones, sin pensar en almas?
Parecía tan hostil que pensé que se avecinaba otro ataque homicida, de modo que soplé en mi silbato. En cualquier caso, en el preciso instante en el que lo hice, se calmó, y dijo disculpándose:
—Perdóneme, doctor; no he podido contenerme. No necesitará ninguna ayuda. Mi mente está tan preocupada que soy propenso a la irritabilidad. Si tan sólo conociera usted el problema al que me enfrento, y que estoy tratando de resolver, me compadecería usted, y me toleraría, y me perdonaría. Le ruego que no me ponga la camisa de fuerza. Quiero pensar, y cuando mi cuerpo está confinado no puedo pensar libremente. ¡Estoy seguro de que me entenderá!
Evidentemente, había recuperado el control de sí mismo; de modo que cuando llegaron los celadores les dije que no se preocuparan, y se retiraron. Renfield les observó y, cuando cerraron la puerta, me dijo con considerable dignidad y amabilidad:
—Doctor Seward, ha sido usted muy considerado conmigo. ¡Créame que le estoy muy, muy agradecido!
Me pareció bien dejarle en ese estado de ánimo y me marché. Desde luego, la situación de este hombre merece una buena reflexión. Varios aspectos de la misma parecen formar lo que el entrevistador americano llama «una historia», sólo con que consiguiera uno colocarlos en el orden adecuado. Son los siguientes:
No pronuncia la palabra «beber».
Le da miedo verse cargado con el «alma» de cualquier animal.
No tiene temor a necesitar «vida» en un futuro.
Desprecia por completo las formas de vida inferiores, aunque teme verse perseguido por sus almas.
¡Lógicamente, todas estas cosas apuntan en una única dirección! Cuenta con algún tipo de seguridad de que podrá conseguir una forma de vida superior. Pero teme las consecuencias… la carga de un alma. ¡Entonces es una vida humana lo que ansía!
¿Y la seguridad…?
¡Dios misericordioso! ¡El Conde ha llegado hasta él para poner un nuevo plan terrorífico en marcha!
Más tarde. —He ido a buscar a Van Helsing después de haber terminado mi ronda y le he contado mis sospechas. Se ha mostrado muy serio; y tras darle vueltas al asunto durante un rato me ha pedido que le condujera hasta Renfield. Así lo he hecho. Mientras nos acercábamos a la puerta hemos oído al lunático cantando alegremente en el interior, como solía hacer en aquella época que ahora parece tan lejana. Al entrar, hemos visto con asombro que había extendido su azúcar como antaño; las moscas, aletargadas por el otoño, ya estaban empezando a zumbar en la habitación. Hemos intentado hacerle hablar del tema de nuestra conversación previa, pero no nos ha hecho ningún caso. Ha continuado cantando como si no estuviéramos allí. Había conseguido un pedazo de papel y lo estaba doblando para hacer un cuaderno de notas con él. Nos hemos marchado tan ignorantes como habíamos llegado.
Realmente es un caso curioso; tendremos que vigilarle esta noche.