Capítulo XIX

DIARIO DE JONATHAN HARKER

1 de octubre, 5 a.m. —Acudí a registrar la casa con los demás con la conciencia tranquila, pues creo que nunca había visto a Mina tan fuerte y con tan buen aspecto. Me alegra mucho que haya consentido en abstenerse, y que deje que seamos nosotros, los hombres, quienes hagamos el trabajo. En cierto modo, me llenaba de aprensión verla mezclada aunque fuera en lo más mínimo en este horrible asunto; pero ahora que su trabajo ha terminado y que gracias a su energía, a su inteligencia y a su previsión, hemos conseguido hilar la historia de tal modo que todos los detalles cuenten, Mina puede sentirse satisfecha de haber dado por finalizada su contribución, y dejar, a partir de ahora, el resto en nuestras manos. Creo que nos sentíamos todos un poco alterados tras la escena con el señor Renfield. Cuando salimos de su habitación, permanecimos en silencio hasta que volvimos al estudio. Entonces, el señor Morris le dijo al doctor Seward:

—Oye, Jack, si ese hombre no estaba intentando engañarnos, debe de ser el lunático más cuerdo que he visto en mi vida. No estoy seguro, pero creo que tenía un propósito serio. Si así fuera, tiene que haber sido muy duro para él que no le hayamos dado ninguna oportunidad.

Lord Godalming y yo permanecimos en silencio, pero el doctor Van Helsing añadió:

—Amigo John, sabes de lunáticos más que yo, y me alegro por ello, pues temo que si la decisión hubiera quedado en mis manos le habría devuelto su libertad antes de ese último arrebato de histeria. Pero vivimos y aprendemos, y en nuestra presente tarea no debemos correr ningún riesgo, como diría mi amigo Quincey. Mejor que todo siga como hasta ahora.

El doctor Seward pareció responderles distraídamente a ambos:

—Lo único que sé es que estoy de acuerdo con usted. Si ese hombre hubiera sido un lunático normal y corriente habría corrido el riesgo de confiar en él; pero el comportamiento de Renfield parece depender tanto del Conde que temo cometer una grave equivocación accediendo a sus caprichos. No consigo olvidar cómo me rogó con idéntico fervor que le dejara tener un gato, para luego intentar desgarrarme la garganta con los dientes[219]. Además, llamó al Conde «amo y señor», por lo que tal vez quiera salir de aquí para prestarle ayuda de algún modo diabólico. Ese horrendo ser cuenta con la ayuda de los lobos y de las ratas y de los de su propia especie, así que imagino que tampoco tendría por qué tener inconveniente en servirse de un respetable lunático. Sin embargo, es cierto que parecía hablar en serio. Sólo espero que hayamos hecho lo correcto. Todo esto, sumado a la tarea que tenemos entre manos, contribuye a desconcertar a cualquiera.

El profesor dio un paso al frente y, poniendo una mano sobre su hombro, dijo con su tono serio y amable:

—Amigo John, no te aflijas. Estamos intentando cumplir con nuestro deber en una situación triste y terrible; sólo podemos hacer lo que consideramos mejor. ¿En qué otra cosa podemos confiar, salvo en la misericordia del buen Dios?

Lord Godalming regresó en aquel momento, tras haberse ausentado un par de minutos. Nos mostró un pequeño silbato de plata, mientras afirmaba:

—Una casa tan vieja podría estar llena de ratas. Si es así, tengo la solución a mano.

Después de saltar el muro nos dirigimos hacia la casa, procurando mantenernos a la sombra de los árboles del jardín cuando asomaba la luna. Al llegar al porche el profesor abrió su maletín y extrajo varios objetos que procedió a extender sobre los escalones, separándolos en cuatro pequeños grupos, evidentemente uno para cada uno. A continuación, dijo:

—Amigos míos, vamos al encuentro de un peligro terrible y necesitaremos armas de muchas clases. Nuestro enemigo no es meramente espiritual. Recuerden que tiene la fuerza de veinte hombres y que, aunque nuestros cuellos y nuestras tráqueas sean normales y corrientes, y por lo tanto rompibles o aplastables, él no es susceptible a la mera fuerza física. Un hombre más fuerte, o un grupo de hombres más fuertes en conjunto que él, podrían, dependiendo del momento, reducirle; pero aun así no podrían dañarle tal y como él podría dañarles a ellos. Debemos, por lo tanto, evitar su toque. Mantengan esto cerca de su corazón —dijo mientras escogía un pequeño crucifijo de plata y me lo tendía, ya que era el que más cerca se encontraba de él—; y pónganse estas flores alrededor de su cuello —me entregó una guirnalda de flores de ajo marchitas—. Para enemigos más mundanos, este revólver y este cuchillo; y para ayudarse en todo, estas diminutas linternas eléctricas que pueden abrocharse en el pecho; por último, para todo y por encima de todo, tenemos esto, que no debemos profanar en vano.

Se refería a una porción de la Hostia sagrada, que guardó en un sobre que me entregó a continuación. Los demás fueron equipados del mismo modo.

—Y ahora —dijo—, amigo John, ¿dónde están las llaves maestras? Así podremos abrir la puerta y no tendremos que irrumpir en la casa por la ventana, como tuvimos que hacer en casa de la señorita Lucy.

El doctor Seward probó una o dos llaves maestras sirviéndose de su destreza como cirujano. Al cabo de un rato obtuvo una que encajaba y, tras un breve forcejeo, el cerrojo cedió y retrocedió con un oxidado ruido metálico. Empujamos la puerta; las oxidadas bisagras chirriaron y se abrió lentamente. La escena me resultó sobrecogedoramente similar a la imagen que me había hecho de la entrada en el panteón de la señorita Westenra leyendo el diario del doctor Seward; imagino que a los demás debió de ocurrírseles la misma idea, puesto que retrocedieron al unísono. El profesor fue el primero en adelantarse y entrar por la puerta abierta.

—In manus tuas, Domine[220]'.—dijo persignándose al traspasar el umbral. Una vez dentro, cerramos la puerta a nuestras espaldas, no fuéramos a llamar la atención de alguien que pasara por la carretera al encender nuestras linternas. El profesor probó cuidadosamente la cerradura para asegurarse de que fuéramos capaces de abrirla desde el interior en caso de que nos viéramos obligados a efectuar una salida apresurada. Después, todos encendimos nuestras linternas e iniciamos el registro.

La luz de las diminutas linternas alumbró todo tipo de formas extrañas, mientras los haces se entrecruzaban y la opacidad de nuestros cuerpos arrojaba grandes sombras. Por mucho que lo intenté, no conseguí desprenderme de la sensación de que no estábamos solos. Supongo que fue el recuerdo de mis terribles experiencias en Transilvania, intensamente reavivado por el siniestro entorno. Creo que todos experimentamos la misma sensación, pues me di cuenta de que los otros no dejaban de mirar a sus espaldas cada vez que oían un ruido o veían una sombra, igual que hacía yo.

Todo el lugar estaba cubierto por una espesa capa de polvo. En el suelo parecía alcanzar varias pulgadas de profundidad, excepto allí donde había huellas recientes. Al iluminarlas con mi linterna pude ver marcas de botas claveteadas donde el polvo se había apelmazado. Las paredes estaban llenas de polvo y pelusas y en los rincones se amontonaban las telarañas, sobre las que el polvo se había ido acumulando hasta darles una apariencia de viejos harapos hechos jirones, ya que el peso las había desgarrado parcialmente. Sobre una mesa, en el vestíbulo, encontramos un gran manojo de llaves, cada una con una etiqueta amarilleada por el tiempo. Habían sido utilizadas en varias ocasiones, ya que en la capa de polvo que había sobre la mesa se apreciaban varias marcas parecidas a la que había quedado expuesta cuando el profesor tomó las llaves. A continuación se volvió hacia mí, y dijo:

—Usted conoce este lugar, Jonathan. Ha copiado mapas, y por lo menos ya sabe algo más que nosotros. ¿Por dónde se va a la capilla?

Tenía una idea aproximada de su ubicación, a pesar de que en mi anterior visita no había sido capaz de acceder a su interior; de modo que abrí la marcha. Tras equivocar el camino un par de veces, me encontré frente a una pequeña y arqueada puerta de roble, reforzada con bandas de hierro.

—Aquí es —dijo el profesor enfocando su linterna sobre el pequeño mapa de la casa, copiado del archivo de mi correspondencia original relacionada con la compra. Aunque tuvimos algunos problemas para encontrar la llave adecuada entre todas las del manojo, finalmente abrimos la puerta. Estábamos preparados para encontrar algo desagradable, pues mientras intentábamos abrir la puerta un ligero aire maloliente había parecido filtrarse por entre las rendijas, pero jamás habríamos esperado semejante hedor. Ninguno de mis compañeros había visto al Conde a escasa distancia, y siempre que yo le había visto había sido bien en sus habitaciones, durante su etapa de ayuno, o bien ahíto de sangre fresca en un edificio en ruinas, al aire libre; pero este lugar era pequeño y cerrado, y el largo abandono había estancado el aire hasta hacerlo hediondo. Un olor terroso, como el de una miasma seca, podía percibirse por encima del aire más pestilente. Pero en cuanto al hedor en sí mismo… ¿cómo describirlo? No era sólo que estuviera compuesto de todos los males de la muerte, y del acre y pungente olor de la sangre, sino que parecía como si la corrupción en sí misma se hubiera corrompido. ¡Ugh! Me da náuseas sólo pensar en ello. Se diría que cada aliento exhalado por aquel monstruo se hubiera adherido a aquel lugar, intensificando su repugnancia.

En circunstancias normales, un hedor semejante habría puesto punto final a nuestra empresa; pero éste no era un caso ordinario, y el elevado y terrible propósito que nos guiaba nos proporcionaba una fuerza que nos alzó por encima de consideraciones meramente físicas. Tras un retroceso involuntario, consecuencia de la primera vaharada nauseabunda, todos y cada uno de nosotros nos enfrascamos en nuestras tareas como si aquel odioso lugar Riera un jardín de rosas.

Antes de que empezáramos a realizar un exhaustivo registro, el profesor dijo:

—Lo primero es ver cuántas cajas quedan; después debemos examinar cada agujero y rincón y grieta, por si encontráramos alguna pista sobre qué ha sucedido con el resto.

Bastó un vistazo para asegurarnos de cuántas quedaban, pues los grandes cofres de tierra eran voluminosos y no había modo de equivocarse.

¡De los cincuenta sólo quedaban veintinueve! En una ocasión me llevé un buen susto, pues, al advertir que Lord Godalming se volvía repentinamente para mirar hacia el exterior de la puerta abovedada, en dirección al oscuro pasadizo que se extendía más allá, también yo miré, y por un instante mi corazón dejó de latir. Allí, escondido entre las sombras, observando, me pareció ver los rasgos del maligno rostro del Conde: el puente de la nariz, los ojos rojos, los labios carmesíes, la funesta palidez… Pero sólo fue un momento, pues al decir Lord Godalming: «Me ha parecido ver un rostro, pero sólo eran las sombras», y proseguir con su labor, enfoqué mi linterna en aquella dirección y salí al pasillo. No había rastro de nadie, y dado que no había esquinas, ni puertas, ni aberturas de ninguna clase, sino únicamente los sólidos muros del pasadizo, no podía haber ningún escondrijo, ni siquiera para él. Asumí que el miedo había alimentado mi imaginación y no dije nada.

Un par de minutos más tarde vi a Morris retroceder repentinamente de un rincón que estaba examinando. Los demás seguimos atentamente sus movimientos, pues no cabe duda de que cierto nerviosismo estaba haciendo mella en nosotros, y pudimos ver una masa fosforescente que parpadeaba como un cielo lleno de estrellas. Retrocedimos instintivamente. La estancia se estaba llenando de ratas.

Por un momento, nos quedamos inmóviles, horrorizados. Todos salvo Lord Godalming, quien al parecer había anticipado semejante contingencia. Abalanzándose sobre la gran puerta de roble ribeteada de hierro, que el doctor Seward había descrito desde el exterior, descorrió los enormes cerrojos y la abrió de par en par. Entonces, sacando su pequeño silbato de plata del bolsillo, lo sopló produciendo un pitido breve y estridente. Unos ladridos respondieron a la llamada desde la parte trasera de la casa del doctor Seward, y al cabo de un minuto aparecieron tres terriers doblando la esquina a toda velocidad. Inconscientemente, todos nos habíamos acercado a la puerta, y al movernos pudimos comprobar que en aquella zona el polvo estaba muy alterado: por allí habían sacado las cajas que faltaban. A pesar de que sólo había transcurrido un minuto, el número de ratas había aumentado enormemente. Parecían proliferar por toda la capilla a la vez, de forma que a la luz de las linternas, que alumbraban sus nerviosos cuerpos oscuros y sus ojos torvos y refulgentes, el lugar pareció un terreno repleto de luciérnagas. Los perros llegaron precipitadamente, pero cuando alcanzaron el umbral se detuvieron repentinamente, y se pusieron a gruñir, y luego, levantando simultáneamente los hocicos, empezaron a aullar de un modo de lo más lúgubre. Las ratas estaban multiplicándose por miles, así que salimos fuera.

Lord Godalming levantó a uno de los perros y, tras llevarlo en brazos al interior, lo volvió a dejar en el suelo. En el preciso instante en que sus pies tocaron el suelo, el animal pareció recobrar el valor y se arrojó sobre sus enemigas naturales. Las ratas huyeron con tanta rapidez que, antes de que hubiera matado una veintena, la mayor parte de ellas desaparecieron, de modo que los otros perros, que habían sido llevados al interior de igual forma, apenas pudieron cobrarse unas pocas presas.

Parecía como si junto con las ratas se hubiera marchado también una presencia maligna, pues los perros brincaron y ladraron alegremente mientras se abalanzaban sobre sus enemigas postradas, y las volteaban una y otra vez y las arrojaban al aire con despiadadas sacudidas. A todos nos subió la moral. Ya fuera porque la abertura de la puerta había purificado la mortal atmósfera de la capilla, o bien debido al alivio que habíamos sentido al encontrarnos a cielo descubierto, lo cierto es que la sombra del temor pareció escurrirse de nosotros como una toga, y el motivo de nuestra expedición perdió parte de su siniestro significado. En cualquier caso, nuestra resolución no disminuyó ni un ápice. Cerramos la puerta exterior y echamos los cerrojos, y llevando a los perros con nosotros procedimos a registrar la casa. No encontramos absolutamente nada salvo polvo en extraordinarias cantidades; todo estaba intacto, excepto por mis propias huellas de cuando había realizado mi primera visita. Ni una sola vez dieron los perros la más mínima muestra de intranquilidad, e incluso cuando regresamos a la capilla brincaron a nuestro alrededor, como si hubieran estando cazando conejos en un bosque un día de verano.

Cuando emergimos por la puerta principal el alba ya clareaba por el este. El doctor Van Helsing había cogido la llave de la puerta de entrada de entre todas las del manojo, y cerró la puerta de modo ortodoxo, guardándose la llave en el bolsillo cuando terminó.

—Por lo pronto —dijo—, nuestra noche ha sido bastante productiva. No hemos sufrido ningún daño, como yo temía y, sin embargo, hemos averiguado cuántas cajas han desaparecido. Sobre todo me congratulo de haber podido completar nuestro primer paso, quizá el más difícil y peligroso, sin haber tenido que involucrar a nuestra encantadora madam Mina y sin turbar sus pensamientos y sueños con horribles visiones, ruidos y olores que podría no olvidar jamás. Una lección, también, hemos aprendido, si se me permite argumentar a particulari[221]: que los animales controlados por el Conde no son en sí mismos susceptibles a su poder espiritual; vean, si no, cómo esas ratas que han acudido a su llamada, igual que los lobos que convocó desde lo alto de su castillo ante su intento de marcha y ante el grito de aquella pobre madre, por mucho que acudan a él, huyen en tropel ante unos perritos tan pequeños como los de mi amigo Arthur. Nos aguardan otras tareas, otros peligros, otros temores; y la de esta noche no será la única ni la última vez que ese monstruo utilice su poder sobre el mundo animal. Por ahora se ha marchado a otra parre. ¡Bien! En cierto modo, nos ha brindado la oportunidad de gritar «jaque» en esta partida de ajedrez que jugamos por la salvación de almas humanas. Ahora vayamos a casa. El amanecer está próximo y tenemos motivos para sentirnos satisfechos de nuestra primera noche de trabajo. Quizá esté decretado que a ésta le sigan otras muchas noches, y días, llenos de riesgos; pero debemos continuar, y no retroceder ante ningún peligro.

Cuando regresamos, la casa estaba en silencio, salvo por los gritos de algún pobre hombre en uno de los pabellones más alejados, y un ruido suave y quejumbroso que surgía de la habitación de Renfield. El pobre desgraciado estaba sin duda torturándose, tal y como hacen los dementes, con innecesarios y dolorosos pensamientos.

He entrado de puntillas en nuestra habitación y he encontrado a Mina dormida, respirando tan débilmente que he tenido que poner el oído sobre su pecho para oírla. Parece más pálida de lo habitual. Espero que la reunión de esta noche no le haya alterado. Realmente agradezco que haya sido dejada al margen de nuestros futuros trabajos e incluso de nuestras deliberaciones. Es demasiada tensión como para que la soporte una mujer. Al principio no pensaba así, pero ahora sé más. Por lo tanto, me alegro de que el asunto esté arreglado. Quizá haya cosas que le asustarían si las oyera; y, sin embargo, ocultárselas podría ser peor que contárselas, en caso de que ella llegara a sospechar que se las estamos ocultando. Por lo tanto, nuestro trabajo ha de ser un libro cerrado para ella, al menos hasta que llegue el momento en el que podamos asegurarle que todo ha acabado y que la tierra ha quedado libre de un monstruo del inframundo. Creo que me resultará difícil empezar a tener secretos tras la confianza que siempre hemos tenido el uno con el otro; pero debo mantenerme firme. Mañana debo guardar silencio sobre los acontecimientos de esta noche, y me negaré a hablar de nada de lo que ha sucedido. Voy a dormir en el sofá para no molestarla.

1 de octubre, más tarde. —Supongo que es natural que hayamos dormido hasta tarde, pues el día de ayer fue muy ajetreado, y durante la noche apenas descansamos. Incluso Mina debe de haber compartido nuestro agotamiento, pues aunque he dormido hasta que el sol estaba bastante alto, me he despertado antes que ella y he tenido que llamarla dos o tres veces antes de conseguir que se despertara. De hecho, estaba tan profundamente dormida que por unos segundos no me ha reconocido, sino que me ha mirado con una especie de mudo terror, como mira alguien que acaba de despertarse de una pesadilla. Se ha quejado un poco de estar cansada, así que la he dejado descansar hasta más avanzado el día. Ahora sabemos que faltan veintiuna cajas, y si se diera la circunstancia de que en cualquiera de los transportes de los que tenemos constancia se hubieran trasladado varias a la vez, podríamos rastrearlas todas. Eso, por supuesto, simplificaría inmensamente nuestra labor, y cuanto antes atendamos el problema, mejor. Hoy voy a ir a hablar con Thomas Snelling.