30 de septiembre. —Llegué a casa a las cinco en punto y descubrí que Godalming y Morris no sólo habían llegado ya, sino que además habían leído la transcripción de los varios diarios y cartas que Harker y su maravillosa mujer han mecanografiado y ordenado. Harker aún no había regresado de entrevistarse con los transportistas de la agencia, sobre los que me escribió el doctor Hennessey. La señora Harker nos ofreció una taza de té, y puedo decir sinceramente que, por primera vez desde que vivo en ella, esta vieja casa ha parecido realmente un hogar. Cuando terminamos, la señora Harker dijo:
—Doctor Seward, ¿puedo pedirle un favor? Quiero ver a su paciente, el señor Renfield. Permítame verle. ¡Me interesa mucho todo lo que ha contado sobre él en su diario!
Lo dijo en un tono tan suplicante, y estaba tan bonita, que no pude negárselo; y tampoco había ninguna razón en particular por la que debiera hacerlo; de modo que la llevé conmigo. Entré en el cuarto de mi paciente y le dije que una dama deseaba verle, a lo que él simplemente respondió:
—¿Por qué?
—Está visitando la casa, y quiere ver a todos los que residen en ella —respondí.
—Oh, muy bien —dijo—. Que pase, cómo no; pero deme un minuto para limpiar todo esto.
Su método de limpieza fue muy peculiar: sencillamente se tragó todas las moscas y arañas que tenía en sus cajas antes de que pudiera detenerle. Resultaba evidente que temía o recelaba de alguna intromisión. Cuando finalizó su repulsiva tarea, dijo alegremente:
—¡Que entre la dama! —y se sentó en el borde de la cama con la cabeza gacha, pero los párpados levantados, para poder verla cuando entrara. Por un momento pensé que podría albergar algún propósito homicida; recordé lo tranquilo que había estado justo antes de atacarme en mi propio estudio, y me aseguré de colocarme en una posición desde la que poder agarrarle de inmediato si intentaba abalanzarse sobre ella. La señora Harker entró en la habitación con una graciosa naturalidad que le habría ganado inmediatamente el respeto de cualquier lunático, pues la naturalidad es una de las cualidades que más respetan los locos. Se acercó hasta él, sonriendo agradablemente, y le tendió la mano.
—Buenas tardes, señor Renfield —dijo ella—. Como ve, le conozco, pues el doctor Seward me ha hablado de usted.
Él no respondió de inmediato, sino que la observó intensamente de arriba abajo con el ceño fruncido. Esta expresión dio paso a otra de asombro, que acabó convirtiéndose en duda; después, para mi intenso asombro, dijo:
—Usted no es la muchacha con la que quería casarse el doctor, ¿verdad? No puede serlo, ¿sabe? Pues ella murió.
La señora Harker sonrió dulcemente al responder:
—¡Oh, no! Yo ya tengo un marido, con el que me casé antes incluso de haber conocido al doctor Seward, o él a mí. Soy la señora Harker.
—Entonces, ¿qué está haciendo aquí?
—Mi esposo y yo estamos visitando al doctor Seward.
—Pues no se queden.
—Pero ¿por qué no?
Pensé que este tipo de conversación podría resultarle tan desagradable a la señora Harker como lo estaba siendo para mí, de modo que tercié:
—¿Cómo sabía que yo quería casarme?
Su respuesta fue sencillamente despectiva.
—¡Vaya una pregunta más estúpida! —dijo mientras retiraba sus ojos de la señora Harker para mirarme momentáneamente a mí, antes de volver nuevamente su atención hacia ella.
—A mí no me lo parece en absoluto, señor Renfield —dijo la señora Harker, poniéndose inmediatamente de mi parte. Él la respondió con tanta cortesía y respeto como desprecio me había mostrado a mí:
—Por supuesto, entenderá usted, señora Harker, que cuando un hombre es tan querido y honrado como nuestro anfitrión, todo lo que le concierne resulta de sumo interés para nuestra pequeña comunidad. El doctor Seward es apreciado no sólo por su servicio y sus amigos, sino también por sus pacientes, pese a que algunos de ellos, debido a sus carencias en lo que a equilibrio mental se refiere, tiendan a distorsionar las causas y los efectos. Dado que yo mismo he sido paciente de un manicomio, es natural que haya podido observar el modo en el que las tendencias sofistas de algunos de sus internos Ies llevan a cometer errores de non causa e ignorado elenchi[200].
Los ojos se me abrieron como platos ante aquel nuevo desarrollo. Aquí estaba mi lunático favorito —el más representativo de su tipo que jamás haya encontrado— hablando de filosofía elemental, con los modales de un educado caballero. Me pregunté si no habría tocado la presencia de la señora Harker un resorte en su memoria. En cualquier caso, tanto si esta nueva fase ha surgido de manera espontánea, como si se ha debido a la influencia inconsciente de ella, debe de poseer un extraño don o poder.
Continuamos hablando algún tiempo; y viendo que él parecía bastante razonable, la señora Harker se aventuró, tras lanzarme una mirada interrogativa, a llevar la conversación hacia su tema favorito. Una vez más quedé asombrado, pues Renfield trató la cuestión con una imparcialidad digna de la más completa cordura; incluso se puso a sí mismo como ejemplo al hablar de ciertas cosas.
—¡Vaya! Hasta hace poco, yo mismo era un buen ejemplo de hombre con extrañas creencias. De hecho, no es de extrañar que mis amigos se alarmaran e insistieran en que fuera puesto bajo vigilancia. Solía fantasear con que la vida era una entidad real y perpetua, y que consumiendo una multitud de seres vivos, no importa cuán bajos en la escala de la creación, uno podría prolongar su vida indefinidamente. En ocasiones, esa creencia estuvo tan firmemente arraigada que incluso intenté tomar una vida humana. Aquí el doctor podrá confirmar que, en una ocasión, intenté matarle con el propósito de reforzar mis poderes vitales mediante la asimilación, por parte de mi propio cuerpo, de su vida a través de la sangre, basándome, por supuesto, en la frase de las Escrituras: «Pues la sangre es la vida». Aunque lo cierto es que el vendedor de cierta panacea ha acabado por vulgarizar el tópico hasta el punto de envilecerlo[201]. ¿No es cierto, doctor?
Asentí con la cabeza, pues estaba tan perplejo que apenas sabía qué pensar o decir. Resultaba difícil creer que no hacía ni cinco minutos que le había visto comerse todas sus moscas y arañas. Al mirar mi reloj, vi que debía ir a la estación a buscar a Van Helsing, de modo que le dije a la señora Harker que era hora de marcharnos. Ella accedió de inmediato, tras decirle agradablemente al señor Renfield:
—Adiós, y espero poder verle a menudo, en mejores circunstancias para usted —a lo que, para mi asombro, él respondió:
—Adiós, querida mía. Ruego a Dios no volver a ver nunca su dulce rostro. ¡Que Él la bendiga y la proteja!
Me fui a la estación a recoger a Van Helsing, dejando a los muchachos en casa. El pobre Art parecía más animado de lo que ha estado desde que Lucy enfermó por primera vez, y Quincey vuelve a ser, por primera vez en largo tiempo, el mismo de siempre.
Van Helsing salió del vagón con la impaciente agilidad de un niño. Me vio de inmediato y corrió hacia mí, diciendo:
—Ah, amigo John, ¿cómo va todo? ¿Bien? ¡Estupendo! He estado muy ocupado, pues vengo para quedarme cuanto sea necesario. Todos mis asuntos están en orden, y tengo mucho que contar. ¿Madam Mina está contigo? Sí. ¿Y su fantástico esposo? ¿Y Arthur y mi amigo Quincey también están contigo? ¡Bien!
Mientras volvíamos en coche a casa, le conté lo que había pasado, y cómo mi propio diario había resultado ser de alguna utilidad gracias a la sugerencia de la señora Harker. Al oír esto, el profesor me interrumpió:
—¡Ah, la maravillosa madam Mina! Tiene el cerebro de un hombre… el cerebro que debería tener un hombre muy dotado, y el corazón de una mujer. El buen Dios tuvo que crearla con un propósito para servirse de tan buena combinación, puedes creerme. Amigo John, hasta ahora la fortuna ha querido que esa mujer nos sirviera de ayuda, pero a partir de esta noche no deberá mezclarse más en este terrible asunto. No es bueno que corra un riesgo tan grande. Nosotros, los hombres, estamos decididos a destruir a ese monstruo. Es más, ¿acaso no hemos hecho un juramento? Pero ésta no es tarea para una mujer. Aunque no resultase herida, su corazón podría quedar afectado ante tantos y tan variados horrores; y durante el resto de su vida podría sufrir, tanto despierta, a causa de los nervios, como dormida, por culpa de los sueños. Además, es una mujer joven y recién casada; dentro de poco tiempo tendrá otras cosas en las que pensar, si no las tiene ya[202]. Me dices que se ha encargado de mecanografiarlo todo. Siendo así, esta noche participará en nuestras deliberaciones, pero mañana se despide de este trabajo y continuamos solos.
Me mostré completamente de acuerdo con él, y luego le conté lo que habíamos descubierto en su ausencia: que la casa que había comprado Drácula era exactamente la contigua a la mía. Él se quedó atónito, y una gran inquietud pareció dominarle.
—¡Oh, si tan sólo lo hubiéramos sabido antes! —dijo—. Entonces podríamos haberle alcanzado a tiempo de salvar a la pobre Lucy. En cualquier caso, «no hay que llorar por la leche derramada», como decís vosotros. No debemos pensar más en eso, sino seguir nuestro camino hasta el final.
Entonces se sumió en un silencio que no volvió a romper hasta que entramos por mi portal. Antes de ir a prepararnos para la cena, le dijo a la señora Harker:
—Mi amigo John me ha contado, madam Mina, que usted y su marido han ordenado cronológicamente todos los acontecimientos que han sucedido, hasta este momento.
—No hasta este preciso momento, profesor —dijo ella impulsivamente—, sino sólo hasta esta mañana.
—¿Y por qué no hasta ahora? Ya hemos visto qué buena luz han arrojado todos los pequeños detalles. Nos hemos contado mutuamente nuestros secretos y, sin embargo, ninguno se siente peor por eso.
La señora Harker empezó a ruborizarse y, extrayendo un papel de su bolsillo, dijo:
—Doctor Van Helsing, ¿quiere leer esto, y decirme si debe añadirlo? Es mi entrada de hoy. También yo he entendido la necesidad de apuntarlo todo, por trivial que parezca; pero poco hay en esto, salvo lo meramente personal. ¿Debo incluirla?
El profesor lo leyó seriamente, y se lo devolvió, diciendo:
—No tiene por qué incluirla si usted no lo desea; pero le agradecería que lo hiciera. Lo único que puede pasar es que su esposo la ame más, y que todos nosotros, sus amigos, la honremos más y le tengamos más cariño y afecto.
Ella la tomó con una deslumbrante sonrisa, ruborizándose de nuevo.
Así que ahora, hasta este preciso instante, todos nuestros documentos están completos y en orden. El profesor se ha llevado una copia para estudiarla tras la cena, y antes de nuestra reunión, que hemos fijado para las nueve en punto. Los demás ya lo hemos leído todo, de modo que cuando nos encontremos en el estudio estaremos bien informados de todo cuanto ha acontecido, y podremos preparar nuestro plan de batalla contra este terrible y misterioso enemigo.