1 de octubre, 4 a.m. —Justo cuando estábamos a punto de abandonar la casa, me trajeron un mensaje urgente de parte de Renfield, preguntando si podría verle de inmediato, ya que tenía algo sumamente importante que decirme. Respondí que le informaran de que por el momento estaba ocupado y que ya atendería a sus deseos por la mañana. Sin embargo, el celador añadió:
—Parece muy insistente, señor. Nunca le había visto tan impaciente. Tengo la impresión de que si no le ve pronto sufrirá uno de sus ataques violentos.
Sabía que no me habría dicho esto sin motivo, de modo que respondí: «Muy bien, iré ahora mismo», y les pedí a los demás que me esperaran un par de minutos, ya que tenía que ir a ver a mi paciente.
—Déjame acompañarte, amigo John —dijo el profesor—. Me ha interesado mucho todo lo que he leído sobre su caso en tu diario. Además, en ocasiones también ha tenido relación con nuestro caso. Me gustaría mucho verle, especialmente en un momento en el que su mente está perturbada.
—¿Puedo ir yo también? —preguntó Lord Godalming.
—¿Y yo? —dijo Quincey Morris. Asentí, y recorrimos juntos el pasadizo.
Aunque le encontramos en un estado de agitación considerable, nunca hasta entonces le había visto tan racional en su comportamiento y en su discurso. Mostraba un extraordinario entendimiento de su caso —sin parangón en ningún otro lunático que yo haya conocido—, y dio por hecho que sus razonamientos serían capaces de convencer a cualquiera en su sano juicio. Aunque los cuatro entramos en la habitación, ninguno de los demás dijo nada al principio. Lo que quería decirme Renfield era que le dejara salir inmediatamente del manicomio y que le enviara de regreso a casa. Respaldó su petición con argumentos que pretendían demostrar su completa recuperación, y presentó como prueba la cordura que mostraba en aquellos momentos.
—Apelo a sus amigos —dijo—; quizá a ellos no les importe juzgar mi caso. Por cierto, no me ha presentado.
Yo estaba tan estupefacto, que en aquel momento no reparé en lo extraño que resultaba presentar a un loco en un manicomio; como además había cierta dignidad en su actitud, como en un trato de igual a igual, hice las presentaciones de inmediato:
—Lord Godalming; profesor Van Helsing; señor Quincey Morris, de Texas; señor Renfield.
Él estrechó las manos de todos ellos, diciendo por turnos:
—Lord Godalming, tuve el honor de apoyar la candidatura de ingreso de su padre al Windham[214]; lamento saber, puesto que ahora ostenta usted el título, que ya no se encuentra entre nosotros. Fue un hombre querido y honrado por todos los que le conocieron; y en su juventud fue, según tengo entendido, el inventor de un ponche de ron quemado muy apreciado en la noche del Derby[215]. Señor Morris, debería sentirse usted orgulloso de su gran estado. Su inclusión en la Unión[216] ha sentado un precedente que podría tener grandes repercusiones en el futuro, pues podría llegar un momento en el que tanto el Polo como los Trópicos juraran lealtad a las Barras y Estrellas. El poder del Tratado aún puede revelarse como un vasto motor de ampliación, una vez la doctrina Monroe[217] haya ocupado el lugar que le corresponde como fábula política. ¿Cómo podría nadie ser capaz de expresar su placer al conocer a Van Helsing? Caballero, ni siquiera voy a disculparme por haber prescindido de todos los prefijos de tratamiento convencionales. Cuando un individuo ha revolucionado la terapéutica al descubrir la evolución continuada de la materia cerebral, las formas convencionales dejan de ser apropiadas, pues empequeñecerían su figura limitándole a una sola clase. A ustedes, caballeros, que bien por nacionalidad, herencia, o dones naturales, están capacitados para ocupar sus respectivos lugares en un mundo en marcha, recurro como testigos de que estoy tan cuerdo como, al menos, la mayoría de los hombres que se hallan en plena posesión de sus libertades. Y estoy convencido de que usted, doctor Seward, humanitario y médico-jurista[218], a la vez que científico, considerará un deber moral tratarme con la consideración que corresponde a mis excepcionales circunstancias.
Hizo esta última apelación con un elegante aire de convicción no carente de encanto. Creo que todos nos quedamos anonadados. Por mi parte, me asaltó la convicción —a pesar de conocer su carácter y su historial— de que había recuperado el juicio; y sentí un fuerte impulso de decirle que había quedado convencido de su cordura y que a la mañana siguiente me encargaría de todas las formalidades necesarias para su liberación. En cualquier caso, se me ocurrió que sería mejor esperar antes de hacer una afirmación tan seria, pues ya conocía los repentinos cambios de humor a los que era proclive este paciente en particular. De modo que me contenté con declarar en términos generales que parecía estar mejorando rápidamente; que mantendría una charla más larga con él a la mañana siguiente, y que entonces vería qué podía hacer respecto al cumplimiento de sus deseos. Esto no le satisfizo en absoluto, pues dijo rápidamente:
—Me temo, doctor Seward, que apenas ha comprendido mi deseo. Deseo marcharme de inmediato, ahora mismo, en este preciso momento si fuera posible. El tiempo apremia y en nuestro acuerdo con el viejo de la guadaña es la esencia del contrato. Estoy seguro de que, ante un galeno tan admirable como el doctor Seward, solicitar un deseo tan sencillo y, sin embargo, tan trascendental, es suficiente como para asegurar su realización.
Me observó intensamente y, viendo la negativa en mi rostro, se volvió hacia los otros y les escrutó atentamente. Al no encontrar suficiente respuesta, añadió:
—¿Es posible que haya errado en mi suposición?
—Así es —dije con franqueza, pero al mismo tiempo, según me pareció, brutalmente. Se produjo un prolongado silencio, y después Renfield dijo lentamente:
—Entonces, supongo que únicamente debo cambiar la naturaleza de mi petición. Permítame que le solicite esta concesión, don, privilegio, como quiera llamarlo. No me importa implorarle en este caso, pues no es el deseo personal lo que me mueve, sino el bien de otros. No tengo libertad para exponerle todas mis razones; pero le aseguro que puede convencerse de que son buenas, íntegras y desinteresadas, y surgen del más alto sentido del deber. Si pudiera usted ver, caballero, en mi corazón, aprobaría por completo los sentimientos que me mueven. Más aún, me contaría entre los mejores y más auténticos de sus amigos.
Una vez más nos miró a todos atentamente. Yo tenía la convicción cada vez mayor de que este repentino cambio de todo su método intelectual no era sino otra forma o fase de su locura, de modo que me decidí a dejarle hablar un poco más, sabiendo por experiencia que, como todos los lunáticos, acabaría por delatarse a sí mismo. Van Helsing le observaba con una expresión de la máxima intensidad, sus pobladas cejas casi tocándose ante la fija concentración de su mirada. Con un tono que no me sorprendió en el momento, sino después, cuando pensé en ello, pues era el de alguien dirigiéndose a un igual, le dijo a Renfield:
—¿No puede contarnos francamente su auténtica razón para desear ser libre esta noche? Asumo que si logra convencerme a mí, un desconocido carente de prejuicios y con la costumbre de mantener una mente abierta, el doctor Seward le otorgará, bajo su propio riesgo y responsabilidad, el privilegio que usted pretende conseguir.
Él negó tristemente con la cabeza y con una conmovedora expresión de pesar en su rostro. El profesor prosiguió:
—Vamos, señor, recuerde su situación. Reclama usted el privilegio de la razón en su máximo grado y busca impresionarnos con su completo raciocinio. Pero es usted una persona de cuya cordura tenemos motivos para dudar, puesto que aún sigue en tratamiento médico por este mismo defecto. Si no nos ayuda usted en nuestro esfuerzo por escoger la decisión más sensata, ¿cómo podemos llevar a cabo la tarea que usted mismo nos ha impuesto? Sea usted sensato y ayúdenos; y si está en nuestra mano, nosotros le ayudaremos a conseguir su deseo.
El siguió negando con la cabeza mientras decía:
—Doctor Van Helsing, no tengo nada que decir. Su argumentación es perfecta y si fuera libre de hablar no dudaría un momento en hacerlo; pero en este asunto no soy amo de mi propio destino. Sólo puedo pedirles que confíen en mí. Si me deniegan la libertad, declino toda responsabilidad.
Pensé que ya era hora de acabar con aquella escena, que estaba comenzando a ser cómicamente grave, de modo que me dirigí hacia la puerta, diciendo simplemente:
—Vamos, amigos míos, tenemos trabajo que hacer. Buenas noches.
Sin embargo, en cuanto me acerqué a la puerta, un nuevo cambio sobrevino en el paciente. Se abalanzó sobre mí tan rápidamente que, por un momento, temí que su intención fuera otro ataque homicida. Mis temores eran, en cualquier caso, infundados, pues se limitó a elevar los brazos, implorante, y repetir su petición de un modo conmovedor. Al ver que su mismo exceso de emoción jugaba en su contra, devolviendo nuestra relación a su vieja dinámica, se volvió aún más vehemente. Miré a Van Helsing y vi mi convicción reflejada en sus ojos, de modo que adopté una actitud más firme, si no más severa, y le indiqué mediante un gesto que sus esfuerzos eran en vano. Ya le había visto anteriormente presa de aquella misma agitación creciente, en otras ocasiones en las que me había hecho peticiones sobre las cuales había reflexionado mucho en su momento, como, por ejemplo, cuando había querido un gato; por lo tanto, estaba preparado para que, de un momento a otro, acogiera mi negativa con la misma hosca aquiescencia. Sin embargo, mis expectativas no se cumplieron, pues cuando se convenció de que su apelación no iba a surtir efecto, cayó en un estado bastante frenético. Se arrojó sobre las rodillas y elevó las manos, retorciéndolas en una súplica quejumbrosa, arrojando un torrente de ruegos, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas y su rostro y todo su cuerpo expresaban la más profunda emoción:
—Permítame que se lo ruegue, doctor Seward. ¡Oh, permítame que le implore: permítame salir de esta casa de inmediato! Envíeme tan lejos como guste, a cualquier lugar que se le antoje. Haga que me acompañen guardianes armados con látigos y cadenas; permita que me lleven, con camisa de fuerza, esposado, con grilletes en las piernas, aunque sea a una cárcel; pero déjeme salir de aquí. No sabe lo que hace reteniéndome aquí. Le hablo desde lo más profundo de mi corazón… de mi mismísima alma. No sabe usted a quién está agraviando, ni cómo; y yo no puedo decírselo. ¡Ay de mí! ¡No puedo decírselo! Por todo lo que considera sagrado… por todo lo que considera querido… por su amor fallecido… por su esperanza que aún vive… por el amor del Todopoderoso, ¡sáqueme de aquí y salve mi alma de la culpa! ¿No puede oírme, hombre? ¿No puede entenderlo? ¿Es que nunca aprenderá? ¿No sabe que estoy cuerdo y soy sincero; que no soy un lunático en un ataque de locura, sino un hombre cuerdo luchando por su alma? ¡Oh, escúcheme! ¡Escúcheme! ¡Déjeme ir! ¡Déjeme ir! ¡Déjeme ir!
Pensé que cuanto más se alargara aquello, más frenético se pondría él, y que acabaría sufriendo un ataque; de modo que le tomé de las manos y le levanté.
—Vamos —dije severamente—. Ya no más; hemos tenido suficiente. Váyase a la cama e intente comportarse con más discreción.
De pronto se calló y me observó intensamente durante unos instantes. Entonces, sin decir una sola palabra, se levantó y Ríe a sentarse en el borde de la cama. El colapso había llegado igual que en anteriores ocasiones, tal y como había esperado.
Cuando el último de nuestro grupo estaba abandonando la habitación, me dijo con voz tranquila, cortés:
—Espero, doctor Seward, que más adelante me hará la justicia de recordar que hice todo cuanto pude por convencerle esta noche.