DIARIO DE MINA HARKER

30 de septiembre. —Estoy tan contenta que apenas sé cómo contenerme. Supongo que es una reacción normal, después del miedo obsesivo a que este terrible asunto, y la reapertura de su vieja herida, pudiera perjudicar a Jonathan. Cuando le vi partir hacia Whitby puse la cara más alegre de la que fui capaz, pero por dentro estaba enferma de aprensión. En cualquier caso, el esfuerzo le ha sido beneficioso. Nunca fue tan decidido, nunca tan fuerte, nunca estuvo tan repleto de energía volcánica como ahora. Tal y como dijo el buen profesor Van Helsing, su valor es de ley, y se crece ante tensiones que acabarían con alguien de carácter más débil. Ha regresado rebosante de vida y esperanzas y determinación; ya lo tenemos todo en orden para esta noche. Yo misma me siento terriblemente excitada. Supongo que una debería compadecerse de una criatura tan acosada como el Conde. Pero de eso se trata precisamente: es una criatura, no un ser humano… ni siquiera un animal. Bastaría leer la crónica del doctor Seward sobre la muerte de la pobre Lucy, y sobre todo lo que ocurrió después, para secar las fuentes de la compasión en el corazón de cualquiera.

Más tarde. —Lord Godalming y el señor Morris han llegado antes de lo que esperábamos. El doctor Seward había tenido que salir por un asunto de negocios y se había llevado a Jonathan consigo, de modo que me he tenido que encargar yo de recibirles. Para mí ha sido un encuentro doloroso, pues me ha traído a la memoria todas las esperanzas que tenía la pobre Lucy hace tan sólo un par de meses. Por supuesto, Lucy ya les había hablado de mí, y parecía que el doctor Van Helsing también me había estado «dorando la píldora», tal y como lo ha expresado el señor Morris. Pobres. Ninguno de ellos está al tanto de que lo sé todo sobre las proposiciones de matrimonio que le hicieron a Lucy. Como no sabían muy bien qué hacer o decir, ya que ignoraban hasta dónde llegaban mis conocimientos, han optado por hablar únicamente de temas intrascendentes. En cualquier caso, he reflexionado sobre el asunto, y he llegado a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era ponerles al día. Sabía, por el diario del doctor Seward, que habían estado presentes en el momento de la muerte de Lucy —su muerte real—, y que por tanto no debía tener miedo de traicionar ningún secreto antes de tiempo. De modo que les he dicho, tan buenamente como he podido, que había leído todos los papeles y diarios y que mi marido y yo, tras haberlos mecanografiado, acabábamos de terminar de ponerlos en orden. A continuación les he dado una copia a cada uno para que la leyeran en la biblioteca. Cuando Lord Godalming ha recibido la suya, le ha dado la vuelta —forman un fajo bastante considerable— y me ha preguntado:

—¿Ha escrito usted todo esto, señora Harker?

He asentido, y él ha añadido:

—No acabo de comprender todo esto; pero son ustedes tan bondadosos y amables, y han estado trabajando con tanta entrega y energía, que todo lo que puedo hacer es aceptar ciegamente sus ideas e intentar ayudarles. Ya he recibido una lección al verme obligado a aceptar unos hechos que llevarían a un hombre a ser humilde hasta el final de sus días. Además, sé que quería usted a mi pobre Lucy.

Llegado este momento, se ha dado la vuelta y ha enterrado la cara entre las manos. He podido oír las lágrimas en su voz. El señor Morris, con instintiva delicadeza, ha posado un momento una mano sobre su hombro, y después ha salido silenciosamente de la habitación. Supongo que hay algo en la naturaleza de la mujer que hace que un hombre se sienta libre de desmoronarse frente a ella, y de expresar sus sentimientos más tiernos o emocionales sin sentirse menoscabado en su hombría; pues tan pronto como Lord Godalming se ha encontrado a solas conmigo, se ha sentado en el sofá y se ha abandonado francamente y por completo. Yo me he sentado junto a él y le he cogido de la mano. Espero que no lo considerara un atrevimiento por mi parte, y que si, más adelante, alguna vez piensa en ello, nunca se le ocurrirá semejante idea. Pero soy injusta con él; ^'que nunca lo hará, es todo un caballero. Al ver que tenía el corazón destrozado, le he dicho:

—Sí, yo quería a la pobre Lucy, y sé lo mucho que ella significaba para usted, y lo mucho que significaba usted para ella. Éramos como hermanas. Ahora que ella ya no está, ¿me permitirá que sea también como una hermana para usted, en su aflicción? Sé qué sufrimientos ha padecido, aunque sea incapaz de medir su hondura. Si la simpatía y la compasión pueden ayudarle a superar su pena, ¿permitirá usted que le brinde las mías? ¿Por Lucy?

En un instante, el pobre y querido muchacho ha quedado abrumado por la congoja. Me ha parecido como si dejara escapar de golpe todo lo que había estado sufriendo últimamente en silencio. Se ha puesto bastante histérico y, alzando las manos abiertas, ha juntado violentamente las palmas en un paroxismo de agonía. Se ha levantado y se ha vuelto a sentar, con las lágrimas corriendo por sus mejillas. He sentido una infinita lástima por él y he abierto los brazos sin pensarlo. Dejando escapar un sollozo, él ha apoyado la cabeza sobre mi hombro y se ha echado a llorar como un niño agotado, temblando de la emoción.

Algo de la madre que hay en nuestro interior hace que nosotras, las mujeres, nos elevemos por encima de las cuestiones triviales cada vez que se invoca el espíritu maternal; así, he sentido la cabeza de este hombre, grande y afligido, apoyada en mí, como si fuera la del bebé que algún día podría yacer contra mi pecho, y le he acariciado el pelo como si fuera mi propio hijo. En ese momento no se me ha ocurrido lo extraño que era todo.

Al cabo de un rato sus sollozos han cesado, y se ha levantado pidiéndome disculpas, aunque no ha ocultado su emoción. Me ha dicho que durante los últimos días y noches —días agotadores y noches insomnes— había sido incapaz de hablar con nadie tal y como debe hablar un hombre en sus momentos de aflicción. No había ninguna mujer que pudiese ofrecerle su simpatía, ni tampoco, debido a las terribles circunstancias que rodeaban su sufrimiento, ninguna con la que hablar libremente.

—Ahora sé cuánto he sufrido —ha dicho, mientras se secaba los ojos—, pero aún no sé, ni nadie lo sabrá nunca, cuánto han significado para mí su dulzura y su simpatía. Con el tiempo lo sabré mejor; y créame cuando le digo que, aunque no soy desagradecido ahora, mi gratitud crecerá junto a mi entendimiento. ¿Verdad que me dejará que sea como un hermano para usted, durante el resto de nuestras vidas… en memoria de la querida Lucy?

—En memoria de la querida Lucy —he respondido mientras nos estrechábamos las manos.

—Sí, y en la suya propia —añadió él—, pues si algún valor tuviese ganar la estima y la gratitud de un hombre, hoy ha ganado usted las mías. Si alguna vez el futuro le deparara un momento en el que necesite usted la ayuda de un hombre, créame cuando le digo que no acudirá a mí en vano. Dios permita que nunca llegue la ocasión que venga a turbar la alegría de su vida; pero si alguna vez llegase, prométame que me lo hará saber.

Estaba tan alterado y su pena era tan reciente que me ha parecido que le reconfortaría, de modo que le he dicho:

—Se lo prometo.

Al salir al pasillo he visto al señor Morris mirando hacia fuera por una ventana. Se ha vuelto en cuanto ha oído mis pasos.

—¿Cómo está Art? —ha dicho. Entonces, percibiendo mis ojos enrojecidos, ha proseguido—: Ah, veo que ha estado consolándole. ¡Pobre viejo amigo! Lo necesita. Sólo una mujer puede ayudar a un hombre cuando tiene problemas del corazón; y él no tenía a nadie que le consolara.

Sobrellevaba su propio dolor con tanta valentía que me ha partido el corazón. He visto el manuscrito en su mano y, sabiendo que cuando lo leyera se daría cuenta de cuánto sabía yo, le he dicho:

—Ojalá pudiera consolar a todos los que sufren del corazón. ¿Me dejará ser su amiga, y vendrá a mí en busca de consuelo si lo necesita? Ya sabrá, más adelante, por qué le hablo de este modo.

Ha visto que estaba preocupada y, encorvándose, ha tomado mi mano y, llevándola hasta sus labios, la ha besado. Me ha parecido tan pobre consuelo para un alma tan generosa y valiente que, impulsivamente, me he inclinado y le he besado. Las lágrimas han asomado a sus ojos y por un momento se le ha hecho un nudo en la garganta. Luego me ha dicho, con mucha tranquilidad:

—¡Pequeña, nunca se arrepentirá de esa sincera amabilidad mientras viva!

Después ha entrado en el estudio a ver cómo estaba su amigo.

«¡Pequeña!», la misma palabra que le dijo a Lucy, y… ¡oh, cómo demostró ser un amigo!