Capítulo XVI

DIARIO DEL DOCTOR SEWARD

(continuación)

Acababan de dar las doce menos cuarto cuando entramos en el cementerio, saltando el pequeño muro. La noche era oscura, con ocasionales rayos de luz lunar filtrándose entre los jirones de las espesas nubes que atravesaban velozmente el cielo. Por algún motivo, una vez dentro, todos nos mantuvimos muy juntos, con Van Helsing ligeramente a la cabeza, dado que abría el camino. Cuando llegamos a las proximidades del panteón, observé atentamente a Arthur, pues temía que la cercanía de un lugar tan cargado de tristes recuerdos pudiera afectarle; pero él se mantuvo firme. Supuse que el mismo misterio de nuestros actos tendía en cierto modo a contrarrestar su pena. El profesor abrió la puerta y, tras observar una lógica vacilación por parte de todos nosotros —cada uno tenía sus motivos—, resolvió el dilema entrando el primero. Los demás le seguimos, y él cerró la puerta a nuestras espaldas. A continuación encendió una linterna y señaló en dirección al ataúd. Arthur avanzó indeciso; Van Helsing me dijo:

—Tú estuviste ayer aquí conmigo. ¿Estaba el cuerpo de la señorita Lucy en ese ataúd?

—Lo estaba.

El profesor se volvió a los demás, diciendo:

—Ya lo han oído; y, sin embargo, todavía se resiste a creer.

Extrajo su destornillador y, una vez más, aflojó la tapa del féretro. Arthur le observó, muy pálido, pero en silencio; cuando retiró la tapa del ataúd, se aproximó a él. Evidentemente, no sabía que el féretro tenía un revestimiento de plomo, o en cualquier caso no había pensado en ello. Cuando vio la marca de la sierra sobre el plomo, la sangre asomó a sus mejillas por un instante, pero volvió a descender con la misma rapidez, dejando en su rostro una espantosa palidez. Van Helsing forzó hacia atrás el reborde de plomo. Todos miramos a su interior, y retrocedimos.

¡El ataúd estaba vacío!

Durante varios minutos nadie dijo una sola palabra. Finalmente, Quincey Morris rompió el silencio:

—Profesor, yo he respondido por usted. Su palabra es suficiente para mí. En circunstancias normales, nunca le preguntaría algo semejante… no le deshonraría con mis dudas; pero éste es un misterio que va más allá de cualquier honor o deshonor. ¿Es esto labor suya?

—Le juro por todo lo que considero sagrado que ni me la he llevado ni la he tocado. Esto es lo que ha sucedido: hace dos noches, mi amigo Seward y yo vinimos aquí, con un buen propósito, créanme. Yo abrí el ataúd, que entonces estaba sellado, y lo encontramos vacío, como ahora. Entonces esperamos, y vimos algo blanco moviéndose entre los árboles. Al día siguiente, vinimos aquí durante el día, y la encontramos yaciendo ahí. ¿No es así, amigo John?

—Sí.

—Aquella noche llegamos justo a tiempo. Había desaparecido otro niño pequeño, al que encontramos, gracias a Dios, ileso entre las tumbas. Ayer volví antes de la puesta del sol, pues después de la puesta del sol los no-muertos pueden moverse libremente. Esperé aquí toda la noche, hasta el amanecer, pero no vi nada, debido probablemente a que había colgado de estas manillas varias cabezas de ajos, que los no-muertos no pueden soportar, así como otras cosas que también evitan. Anoche, por lo tanto, no hubo éxodo. Esta noche, antes de la puesta del sol, vine a retirar mis ajos y lo demás. Ésa es la razón de que ahora encontremos este ataúd vacío. Tengan un poco más de paciencia. Hasta ahora han sucedido muchas cosas extrañas. Esperen conmigo afuera, escondidos y sin hacer ruido, y verán cosas mucho más extrañas aún. Así pues… —dijo cerrando la portezuela corrediza de su linterna— volvamos afuera.

Abrió la puerta y salimos en fila; él fue el último y volvió a cerrar la puerta con llave.

¡Oh! ¡Qué fresca y pura parecía la brisa nocturna después del terror de aquella cripta! ¡Qué delicia ver las nubes deslizándose a toda velocidad, y los breves destellos de luz lunar que las atravesaban, mientras cruzaban el cielo… como las alegrías y las penas de la vida de un hombre! ¡Qué alivio volver a respirar aire fresco, sin la ponzoña de la muerte y la descomposición! ¡Qué sensación de humanidad, ver el destello rojo del cielo por detrás de las colinas, y oír a lo lejos el amortiguado rumor que marca la vida de una gran ciudad! Todos, cada uno a su manera, nos sentíamos sobrecogidos y abrumados. Arthur guardaba silencio, y estaba —pude verlo— luchando por vislumbrar el propósito y el significado oculto del misterio. Yo, por mi parte, aguardaba pacientemente, y me sentía de nuevo medio tentado de dejar de lado mis dudas y aceptar las conclusiones de Van Helsing. Quincey Morris permanecía flemático, a la manera del hombre que lo acepta todo y lo acepta con coraje y sangre fría, arriesgando todo cuanto tiene. Ya que no podía fumar, cortó un trozo de tabaco de buen tamaño y empezó a mascarlo. En cuanto a Van Helsing, andaba ocupado en una tarea muy concreta. Primero extrajo de su maletín lo que parecía una delgada oblea, como de barquillo, cuidadosamente enrollada en una servilleta blanca; después, tomó un puñado doble de cierta sustancia blanca, como pasta o masilla. Machacó bien el barquillo y lo mezcló con la masa entre sus manos. Después, hizo finas tiras de la pasta resultante, y empezó a cubrir con ellas las grietas que se abrían entre la puerta del panteón y su marco. Esto me desconcertó un poco, de modo que, ya que me encontraba cerca de él, le pregunté qué era lo que estaba haciendo. Arthur y Quincey se acercaron, pues también sentían curiosidad. Él respondió:

—Estoy sellando la tumba, para que el no-muerto no pueda entrar.

—¿Y esa cosa que ha puesto ahí se lo va a impedir? —preguntó Morris—. ¡Gran Scott! ¿Acaso estamos jugando?

—Lo hará.

—¿Qué es lo que está utilizando? —esta vez fue Arthur quien preguntó. Van Helsing se quitó el sombrero reverencialmente mientras respondía:

—La Sagrada Forma. La he traído de Ámsterdam. Me han concedido una indulgencia[189].

Fue una respuesta que horrorizó incluso al más escéptico; y todos nosotros sentimos individualmente que ante un propósito tan grave como el del profesor, un propósito que le había llevado a utilizar lo que para él era lo más sagrado, era imposible desconfiar. Sumidos en un respetuoso silencio, regresamos cada uno al lugar que nos había asignado alrededor del panteón, ocultos a la vista de cualquiera que se aproximase. Compadecí a los otros, especialmente a Arthur. Yo ya estaba acostumbrado, a raíz de mis anteriores visitas, a tan horrenda vigilancia; y, sin embargo, a pesar de que hasta hacía una hora había repudiado las pruebas, sentí que se me encogía el corazón. Nunca las tumbas habían parecido tan espantosamente blancas; nunca habían parecido el ciprés, el tejo y el enebro, encarnar de tal modo la fúnebre melancolía; nunca habían ondulado los árboles y la hierba con tanta ominosidad; nunca las ramas habían crujido con tanto misterio; y nunca habían enviado los aullidos de los lejanos perros tal presagio cargado de desdicha a través de la noche.

Transcurrió un largo rato de silencio, un vacío profundo y cargado de pesar. Entonces, el profesor siseó y señaló a lo lejos. Avanzando por la avenida de tejos, vimos una blanca figura que sostenía algo oscuro contra su pecho. La figura se detuvo. Y en ese instante un rayo de luna asomó entre las masas de nubes pasajeras y reveló con sobrecogedora claridad a una mujer de cabellos oscuros[190], vestida con ropas fúnebres. No pudimos verle el rostro, pues lo tenía inclinado sobre lo que descubrimos que era un niño rubio. Se produjo una pausa, y luego oímos un gritito agudo, como el que daría un niño dormido, o un perro que sueña frente al fuego. Estábamos dispuestos a salirle al encuentro, pero un gesto de advertencia del profesor, desde su escondite detrás de un tejo, nos detuvo; a continuación, la blanca figura volvió a avanzar. Ahora estaba lo suficientemente cerca como para que la viéramos claramente, y la luz de la luna seguía rielando. Mi propio corazón se tornó frío como el hielo, y pude oír el grito ahogado de Arthur al reconocer los rasgos de Lucy Westenra. Lucy Westenra, sí, pero tan cambiada… Su dulzura se había transformado en adamantina y despiadada crueldad, y su pureza en voluptuosa lascivia. Van Helsing salió a su encuentro y, obedeciendo su señal, los demás también avanzamos. Nos colocamos los cuatro formando una barrera frente a la puerta del panteón. Van Helsing elevó su linterna y descorrió la pucrtezuela. La luz concentrada que cayó sobre el rostro de Lucy nos permitió ver unos labios carmesíes de sangre fresca, y un reguero que corría hasta gotear por encima de la barbilla, manchando la pureza de su sudario de blanco linón.

Todos nos estremecimos de horror. Pude ver, por el modo en el que temblaba la linterna, que incluso los nervios de acero de Van Helsing habían flaqueado. Arthur estaba a mi lado, y si no le hubiera agarrado del brazo para sostenerle, habría caído.

Cuando Lucy nos vio —llamo Lucy al ser que teníamos frente a nosotros porque tenía su apariencia[191]—, retrocedió con un gruñido de furia, como el de un gato al que han cogido por sorpresa; después sus ojos cayeron sobre nosotros, uno tras otro. Eran los ojos de Lucy en forma y color; pero unos ojos de Lucy impuros y rebosantes de fuego infernal, despojados de la pureza y amabilidad que habíamos conocido. En aquel momento, todo lo que quedaba de mi amor se convirtió en odio y desprecio; si hubiera sido necesario asesinarla entonces, podría haberlo hecho con salvaje placer. Mientras nos miraba, sus ojos refulgieron con una luz impía, y su rostro se engalanó con una sonrisa voluptuosa. ¡Oh, Dios, cómo me estremeció sólo verla! Con un movimiento descuidado, arrojó al suelo, imperturbable como un demonio, al niño que hasta entonces había apretado enérgicamente contra su pecho, gruñendo por encima de él como un perro gruñe por un hueso. El niño profirió un grito agudo, y permaneció allí sollozando. Hubo tal indiferencia en su acción que arrancó un gemido de la garganta de Arthur. Cuando Lucy avanzó hacia él con los brazos abiertos y una sonrisa lasciva, él retrocedió y ocultó el rostro entre las manos.

En cualquier caso, ella siguió avanzando, y con una elegancia lánguida y voluptuosa, dijo:

—Ven a mí, Arthur. Deja a esos otros y ven a mí. Mis brazos están hambrientos de ti. Ven, y podremos descansar juntos. ¡Ven, esposo mío, ven!

Había algo diabólicamente dulce en su tono —algo parecido al tintineo del cristal al ser golpeado— que resonó en los cerebros de todos nosotros, a pesar de que las palabras estuviesen destinadas a otro. En cuanto a Arthur, pareció como hechizado; tras retirar las manos de su rostro, abrió los brazos de par en par. Lucy se precipitó hacia él, pero Van Helsing se interpuso entre ellos de un salto, alzando su pequeño crucifijo de oro. Ella retrocedió ante él y, con el rostro repentinamente desencajado, repleto de furia, le esquivó por un lateral, con la intención de entrar en el mausoleo.

Sin embargo, cuando llegó a un pie o dos de la puerta, se paró como detenida por una fuerza irresistible. Entonces se volvió hacia nosotros, mostrándonos su rostro iluminado por el claro de luna, y por la luz de la linterna, que ahora ya no temblaba, sostenida por los nervios de acero de Van Helsing. Jamás en la vida había visto semejante maldad frustrada en un rostro; y confío en que ningunos ojos mortales vuelvan a verla jamás. La rosada tez se tornó lívida, los ojos parecieron arrojar chispas de fuego infernal, las cejas se fruncieron como si los pliegues de carne fueran los rizos de las serpientes de Medusa, y la encantadora boca manchada de sangre se abrió hasta formar un cuadrado, como las máscaras de pasión de los griegos y japoneses. Si alguna vez un rostro significó muerte —si las miradas pudieran matar—, lo vimos en aquel momento.

Y así, durante medio minuto que pareció una eternidad, ella permaneció inmóvil entre el crucifijo alzado y el sello sagrado que le impedía entrar. Van Helsing rompió el silencio preguntándole a Arthur:

—¡Respóndame, oh, amigo mío! ¿Debo continuar con mi trabajo?

Arthur se dejó caer de rodillas y escondió el rostro entre las manos al responder:

—Haga lo que quiera, amigo; haga lo que quiera. ¡No podemos consentir que exista un horror como éste! —y gimió violentamente. Quincey y yo nos acercamos a él simultáneamente y le tomamos de los brazos. Pudimos oír el chasquido de la linterna al cerrarse, mientras Van Helsing la bajaba. A continuación se acercó al panteón y empezó a retirar de las grietas el sagrado emblema que había colocado allí. Todos miramos con horrorizada sorpresa al ver cómo, en el preciso momento en el que él retrocedió, la mujer, que hasta entonces había tenido una presencia corpórea tan real como la nuestra, pasó a través de un intersticio por el que apenas habría entrado el filo de una navaja. Todos sentimos una sensación de alivio y satisfacción cuando vimos al profesor colocar de nuevo con calma las tiras de pasta en los rebordes de la puerta.

Cuando terminó levantó al niño del suelo y dijo:

—Vengan, amigos míos, no podemos hacer nada más hasta mañana. Hay un funeral a mediodía, de modo que vendremos todos no mucho más tarde. Hacia las dos los amigos del difunto se habrán marchado, y cuando el sacristán cierre la puerta nos quedaremos dentro. Entonces tendremos otra tarea que hacer; pero no será como la de esta noche. En cuanto a este pequeño, no está malherido, y mañana por la noche debería estar bien. Le dejaremos en un lugar en el que pueda encontrarle la policía, como la otra noche. Y luego, a casa.

Acercándose a Arthur, dijo:

—Amigo Arthur, ha sufrido una prueba muy dolorosa; pero más adelante, cuando vuelva la vista atrás, comprenderá lo necesaria que era. Ahora está usted vadeando las aguas amargas, hijo mío. Mañana a esta misma hora, si Dios quiere, las habrá dejado atrás, y habrá bebido de las aguas dulces; de modo que no se aflija excesivamente. Hasta entonces no le pediré que me perdone.

Arthur y Quincey vinieron a casa conmigo, y durante el trayecto intentamos levantarnos el ánimo los unos a los otros. Habíamos dejado al niño sano y salvo, y estábamos cansados; de modo que todos acabamos por quedarnos más o menos dormidos.

29 de septiembre, noche. —Poco antes de las doce en punto, nosotros tres —Arthur, Quincey Morris, y yo mismo— fuimos a buscar al profesor. Fue curioso darse cuenta de que todos nos habíamos vestido con ropas negras como de común acuerdo. Por supuesto, Arthur iba de negro porque estaba de luto riguroso, pero los demás nos lo habíamos puesto instintivamente. Llegamos al cementerio a la una y media, y paseamos por allí intentando no ser vistos, de modo que cuando los enterradores completaron su tarea, y el sacristán, creyendo que todo el mundo se había marchado, cerró la puerta, tuvimos el lugar para nosotros solos. Van Helsing, en vez de su pequeño maletín negro, había traído consigo un gran bolso de cuero, parecido a una bolsa de cricket; se notaba que pesaba bastante.

Cuando estuvimos solos y oímos las últimas pisadas alejarse por la carretera, seguimos en silencio al profesor hasta el panteón, como siguiendo una consigna. Él abrió la puerta y entramos, cerrándola tras nosotros. A continuación extrajo de su bolsa la linterna, que encendió, y también dos velas de cera, que, una vez encendidas, pegó, fundiendo sus propios extremos, sobre otros ataúdes, de modo que dieran suficiente luz para trabajar. Cuando de nuevo levantó la tapa del féretro de Lucy, todos nos acercamos a mirar —Arthur temblando como una hoja—, y vimos que el cuerpo yacía allí otra vez, con toda su belleza muerta. Pero no quedaba amor en mi corazón; no quedaba nada, salvo aborrecimiento por la repugnante Cosa que había tomado la forma de Lucy sin poseer su alma. Pude ver incluso el rostro de Arthur endureciéndose mientras miraba. Al cabo de un rato, le preguntó a Van Helsing:

—¿Es realmente el cuerpo de Lucy, o sólo un demonio con su forma?

—Es su cuerpo y, sin embargo, no lo es. Pero espere un rato y podrá verla tal como era y es.

Aquel ser parecía una versión pesadillesca de Lucy; los dientes puntiagudos, la boca voluptuosa, manchada de sangre —ante cuya visión cualquiera se estremecería—, su aspecto carnal y carente de espíritu, como una burla demoníaca de la dulce pureza de Lucy. Van Helsing extrajo metódicamente los diversos objetos que llevaba en su bolsa y los ordenó para su uso. En primer lugar sacó un hierro de soldador y un poco de soldadura de fontanero, y luego una pequeña lámpara de aceite, que produjo, una vez encendida en un rincón de la tumba, un gas que ardía Fieramente con llama azul; después, sus bisturís de operar, que dejó a mano; y por último una redonda estaca de madera, de dos o tres pulgadas de circunferencia y unos tres pies de largo[192]. Un extremo de la misma había sido endurecido al fuego y afilado hasta conseguir una punta considerable. Junto a esta estaca extrajo un pesado martillo, semejante al que hay en las carboneras de las casas para romper los carbones. Para mí, los preparativos realizados por un médico antes de cualquier tipo de operación resultan estimulantes y reconfortantes, sin embargo, el efecto de estos objetos tanto en Arthur como en Quincey fue el de causarles una especie de consternación. En cualquier caso, ambos mantuvieron la sangre fría y permanecieron en silencio sin decir nada.

Cuando todo estuvo listo, Van Helsing dijo:

—Antes de que comencemos, déjenme que les diga lo siguiente: todo nuestro conocimiento deriva del saber popular, de la experiencia de los antiguos y de todos aquellos que han estudiado los poderes del no-muerto. Cuando alguien se convierte en tal, el cambio llega acompañado de la maldición de la inmortalidad; no pueden morir, sino que deben seguir, era tras era, cobrándose nuevas víctimas y multiplicando los males del mundo; pues todos aquellos que mueren presas del no-muerto se convierten igualmente en no-muertos para luego depredar sobre la humanidad. Y así, el círculo continúa expandiéndose siempre, como las ondas provocadas por una piedra arrojada al agua[193] Amigo Arthur, si hubiera recibido el beso que usted ya sabe antes de que la pobre Lucy muriera; o si, de nuevo, le hubiera besado anoche, cuando abrió usted los brazos para recibirla, a su debido tiempo, a su muerte, se habría convertido usted en un nosferatu, como los llaman en Europa Oriental, y con el tiempo habría acabado creando más de estos no-muertos que tanto horror nos han causado. La carrera de nuestra desdichada y querida dama no acaba sino de empezar. Por ahora, esos niños cuya sangre chupó no están tan mal; pero si ella siguiera viviendo no-muerta, ellos seguirían perdiendo cada vez más sangre. Y por el poder que ella tiene ahora sobre ellos, regresarían una y otra vez a su lado; y de ese modo ella les extraería la sangre con su perversa boca. Pero si ella muere de verdad, entonces todo cesará; las heridas de sus gargantas desaparecerán, y los pequeños volverán a sus juegos ignorantes de lo que ha sucedido. Pero la mayor bendición de todas es que cuando esta que ahora es no-muerta descanse como una auténtica muerta, entonces el alma de la desdichada dama a la que nosotros amamos volverá a ser libre. En vez de cometer perversidades durante la noche y corromperse cada vez más en su asimilación de las mismas durante el día, podrá ocupar su puesto junto a los demás Ángeles. De modo que, amigo mío, para ella será una mano bendita la que aseste el golpe que la libere. Yo estoy dispuesto a hacerlo, pero ¿acaso no hay entre nosotros ninguno con mayor derecho? ¿No será un consuelo pensar más adelante, en el silencio de la noche, cuando el sueño no quiera venir: «Fue mi mano la que la envió a las estrellas; fue la mano de aquel que más la amó; la mano que, de entre todas, ella misma habría elegido, si hubiera podido hacerlo»? Díganme si acaso no hay alguien así entre nosotros.

Todos miramos a Arthur. Él vio, también, lo mismo que vimos nosotros: la infinita generosidad que sugería que suya debería ser la mano que hiciera de nuevo de Lucy un recuerdo sagrado para nosotros, y no uno impío. De modo que dio un paso adelante y dijo valerosamente, aunque su mano temblaba, y su rostro estaba tan pálido como la nieve:

—Mi verdadero amigo, desde lo más hondo de mi roto corazón le doy las gracias. ¡Dígame qué debo hacer, y no flaquearé!

Van Helsing le puso una mano sobre el hombro y dijo:

—¡Valiente muchacho! Un momento de coraje, y habrá terminado. Debe atravesar su cuerpo con esta estaca. Será una horrible ordalía, no se engañe, pero durará poco, y después se alegrará usted de que su dolor haya sido tan grande y emergerá de esta siniestra tumba como si caminara sobre el aire. Pero una vez haya comenzado no debe flaquear. Piense únicamente que nosotros, sus auténticos amigos, estamos a su alrededor, y que rezamos por usted todo el tiempo.

—Continúe —dijo Arthur roncamente—. Dígame qué debo hacer.

—Tome esta estaca con la mano izquierda, dispuesta de modo que pueda colocar la punta sobre el corazón, y el martillo con la derecha. Después, cuando comencemos nuestra oración de difuntos —yo la leeré; tengo aquí el libro, y los otros me seguirán—, golpee en el nombre de Dios, para restituir la paz a la muerta que amamos, y para que el no-muerto desaparezca.

Arthur tomó la estaca y el martillo, y una vez su mente se dispuso a la acción, sus manos no temblaron ni titubearon. Van Helsing abrió su misal y empezó a leer, y Quincey y yo le seguimos como pudimos. Arthur colocó la punta de la estaca sobre el corazón, y al mirar pude ver su marca sobre la blanca carne. Entonces golpeó con todas sus fuerzas.

La Cosa en el ataúd se retorció y de sus abiertos labios rojos brotó un espantoso alarido que helaba la sangre. El cuerpo se agitó y se estremeció y se retorció con salvajes contorsiones; los afilados dientes blancos mordieron el vacío y desgarraron los labios, llenando la boca de una espuma escarlata. Pero Arthur no flaqueó. Parecía una representación de Thor, elevando y descargando su poderoso brazo, hundiendo más y más aquella estaca cargada de piedad, mientras la sangre del corazón atravesado manaba y salpicaba a su alrededor. vSu rostro mostraba resolución, y un brillo celestial pareció emanar de él; su visión nos dio coraje, y nuestras voces retumbaron en la pequeña cripta.

Entonces el cuerpo dejó de agitarse y retorcerse, y los dientes cesaron de morder, y la cara de estremecerse. Finalmente, yació inmóvil. La terrible tarea había terminado.

El martillo cayó de la mano de Arthur. Él se tambaleó y habría caído al suelo si no le hubiéramos sostenido. Grandes gotas de sudor perlaban su frente y su respiración era agónicamente entrecortada. La tensión había sido realmente horrenda; y de no haberse visto obligado a desempeñar semejante tarea por consideraciones sobrehumanas, jamás hubiera podido completarla. Durante un par de minutos estuvimos tan preocupados por él que no prestamos atención al féretro. Cuando volvimos a mirar, un murmullo de estremecida sorpresa corrió del primero al último de nosotros. Estábamos observando tan absortos que Arthur se levantó, pues se había sentado en el suelo, y se acercó a mirar también; entonces, una extraña luz de satisfacción alumbró su cara y disipó por completo la oscuridad de horror que la había cubierto.

Allí, en el ataúd, no yacía ya la Cosa inmunda que tanto habíamos temido y llegado a odiar —hasta tal punto que el acto de su destrucción había sido cedido como un privilegio a aquel con más derecho a ejercerlo—, sino Lucy tal y como la habíamos visto en vida, con su rostro de incomparable dulzura y pureza. Y tal y como también las habíamos visto en vida, habían vuelto a aparecer las secuelas de la preocupación y el dolor y la enfermedad; pero a todos nos resultaban queridas, pues ponían de manifiesto su verdad respecto a lo que sabíamos. Todos y cada uno de nosotros sentimos que la sagrada paz que cubría su rostro y su malogrado cuerpo como un rayo de sol era únicamente una muestra terrenal y simbólica de la paz que iba a reinar para siempre.

Van Helsing se acercó a Arthur, le puso una mano sobre el hombro, y le dijo:

—Y ahora, Arthur, amigo mío, querido muchacho, ¿me ha perdonado?

Reaccionando tras aquella terrible tensión, Arthur estrechó la mano del anciano, y después, alzándola hasta sus labios, la besó diciendo:

—¡Perdonado! Que Dios le bendiga por haberle devuelto a mi amada su alma, y a mí la paz.

Puso las manos sobre los hombros del profesor y, enterrando la cara en su pecho, lloró un rato en silencio, mientras nosotros permanecíamos inmóviles. Cuando volvió a alzar la cabeza, Van Helsing le dijo:

—Y ahora, hijo mío, puede usted besarla. Bese sus labios muertos, si lo desea, tal y como ella querría que lo hiciera si le fuera dado escoger. Pues ya no es un demonio sonriente… ni tampoco un ser inmundo para toda la eternidad. Ya no es la no-muerta del diablo. ¡Es una auténtica muerta de Dios, cuya alma está con Él!

Arthur se inclinó y la besó, y después le enviamos junto con Quincey al exterior de la tumba; el profesor y yo serramos el extremo superior de la estaca, dejando la punta en el interior del cuerpo. A continuación, cortamos la cabeza y llenamos la boca con ajo. Soldamos el ataúd de plomo, atornillamos la tapa y, reuniendo nuestras pertenencias, salimos. Cuando el profesor cerró la puerta, le entregó la llave a Arthur.

Afuera la brisa era agradable, el sol brillaba y los pájaros cantaban, y pareció como si toda la naturaleza estuviera afinada con una tonalidad diferente. Por todas partes había felicidad y alegría y paz, pues también nosotros habíamos encontrado paz, y estábamos contentos, aunque Riera con una alegría atemperada.

Antes de marcharnos, Van Helsing dijo:

—Ahora, amigos míos, hemos terminado la primera parte de nuestro trabajo, la más espeluznante para nosotros. Pero aún queda una tarea mayor: encontrar al causante de nuestras penurias y aniquilarle. Tengo varias pistas a seguir; pero aun así será una tarea larga y difícil, repleta de peligros y dolor. ¿No me ayudarán ustedes? Todos nosotros hemos aprendido a creer, ¿no es así? Y siendo así, ¿acaso no vemos cuál es nuestro deber? ¡Sí! ¿Y acaso no prometemos cumplirlo hasta el amargo final?

Cada uno por turnos estrechamos su mano y se lo prometimos. Entonces, mientras nos marchábamos, el profesor dijo:

—Dentro de dos noches deberán reunirse conmigo a las siete en punto para cenar todos juntos en casa del amigo John. Yo invitaré a dos personas más, dos personas que ustedes aún no conocen; y estaré preparado para explicarles lo que debemos hacer y detallarles mis planes. Amigo John, tú ven conmigo a casa, pues tengo que deliberar sobre muchas cosas, y tú puedes ayudarme. Esta noche partiré hacia Ámsterdam, pero regresaré mañana por la noche. Será entonces cuando empiece nuestra gran búsqueda. Pero antes tengo muchas cosas que decirles, para que sepan ustedes qué debemos hacer y qué debemos temer. Entonces renovaremos nuestra promesa; pues nos espera una tarea terrible y, una vez hayamos puesto nuestros pies en el arado, no podremos retroceder[194].