Capítulo XV

DIARIO DEL DOCTOR SEWARD

(continuación)

Por unos momentos la ira me dominó; sentí lo mismo que si hubiera abofeteado a Lucy mientras aún vivía. Golpeé la mesa con fuerza y me levanté mientras decía:

—¡Doctor Van Helsing! ¿Está usted loco?

Él alzó la cabeza y me miró, y de algún modo la ternura de su rostro me calmó de inmediato.

—¡Ojalá lo estuviera! —dijo—. La locura sería fácil de soportar en comparación con una verdad como ésta. Oh, amigo mío, ¿por qué piensas que he dado un rodeo tan largo? ¿Por qué tardar tanto en contarte una cosa tan sencilla? ¿Ha sido porque te odio y te he odiado toda mi vida? ¿Ha sido porque deseaba afligirte? ¿Ha sido porque quería, tantos años después, vengarme de aquella vez que me salvaste la vida, de una muerte terrible además? ¡Ah, no!

—Perdóneme —dije yo. Él prosiguió:

—Amigo mío, ha sido porque deseaba revelártelo del modo más suave posible, pues sé que amabas a tan encantadora dama. Pero ni siquiera yo espero que me creas. Resulta tan difícil aceptar de inmediato cualquier verdad abstracta que podríamos dudar que tal eventualidad fuera posible cuando siempre hemos creído en su «no»; más difícil aún es aceptar una verdad tan triste y concreta, sobre todo de alguien como la señorita Lucy. Esta noche voy a demostrarlo. ¿Te atreverás a acompañarme?

Esto me dejó anonadado. A ningún hombre le gustaría demostrar una verdad semejante; aunque Byron excluía de esta categoría los celos:

«Y probar la misma verdad que más aborrecía»[185].

Él percibió mis dudas, y dijo:

—La lógica es bien sencilla. Nada de lógica de locos esta vez, saltando de montículo en montículo en mitad de la espesa niebla. Si no fuera cierto, entonces la demostración será un alivio; en el peor de los casos, no nos perjudicará. ¡Y si fuera cierto! ¡Ah, ahí está el temor! Sin embargo, ese mismo temor debería ayudar a mi causa, pues hay en ella cierta necesidad de fe. Mira, te diré lo que propongo: primero, que vayamos ahora a ver a ese niño al hospital. El doctor Vincent, del North Hospital, donde los periódicos dicen que está ingresado el niño, es amigo mío, y creo que también tuyo, ya que fuisteis compañeros de clase en Ámsterdam. Sin duda permitirá que dos científicos estudien su caso. No le diremos nada más que deseamos aprender. Y luego…

—¿Y luego?

Extrajo una llave de su bolsillo y me la mostró.

—Y luego tú y yo pasaremos la noche en el cementerio en el que yace Lucy. Ésta es la llave de la puerta del panteón. Le dije al hombre de las pompas fúnebres que yo me encargaría de dársela a Arthur.

El corazón me dio un vuelco, pues sentí que nos esperaba una terrible prueba. En cualquier caso, no podía hacer nada, de modo que hice de tripas corazón y le dije que sería mejor que nos diéramos prisa, dado que se estaba haciendo tarde…

Encontramos al niño despierto. Había dormido y comido un poco, y en general evolucionaba favorablemente. El doctor Vincent retiró la venda de su garganta y nos mostró las incisiones. No había duda sobre la semejanza con las que habíamos visto en la garganta de Lucy. Éstas eran más pequeñas, y los bordes parecían más frescos; pero ésas eran las únicas diferencias. Le preguntamos a Vincent a qué las atribuía él, y él replicó que debía de tratarse del mordisco de algún animal, quizá una rata; pero, por su parte, estaba más inclinado a pensar que había sido alguno de los numerosos murciélagos que habitan en las colinas del norte de Londres.

—Entre tantos inofensivos —dijo—, es posible que haya algún espécimen salvaje del sur, perteneciente a una especie más dañina. Algún marinero podría haberse traído uno a Inglaterra, y quizá se le haya escapado; incluso es posible que algún ejemplar joven haya huido del Jardín Zoológico, quizá un vampiro criado allí. Estas cosas ocurren, ¿saben? Hace sólo diez días escapó un lobo y según creo le siguieron el rastro hasta aquí. Durante la semana siguiente los niños no jugaron en el Heath y en las callejuelas del lugar a otra cosa que no fuera Caperucita Roja, hasta que llegó para asustarles la «hermosa dama», que desde entonces se ha convertido en la atracción favorita de todos ellos. Incluso este pobre chavalín, cuando se ha despertado esta mañana, le ha preguntado a la enfermera si podía irse. Y cuando ella le ha preguntado por qué quería irse, ha dicho que porque quería ir a jugar con la «hermosa dama».

—Espero —dijo Van Helsing— que cuando envíe al niño de vuelta a casa avise a sus padres para que le vigilen estrechamente. Esa afición a extraviarse es muy peligrosa; y si el niño pasara otra noche fuera de casa, el desenlace probablemente sería fatal. En cualquier caso, supongo que no le dejará marchar hasta dentro de un par de días.

—Por supuesto que no, seguirá aquí una semana al menos; más tiempo si no se le cura la herida.

La visita al hospital nos llevó más tiempo del que habíamos previsto, y el sol ya se había ocultado antes de que saliéramos. Cuando Van Helsing vio lo oscuro que estaba, dijo:

—No hay prisa. Es más tarde de lo que pensaba. Ven, vamos a buscar algún sitio en el que comer algo, y luego seguiremos nuestro camino.

Cenamos en Jack Straw’s Castle[186] junto a un pequeño grupo de ciclistas y otras personas alegremente ruidosas. A eso de las diez en punto salimos de la posada. Para entonces la oscuridad había aumentado, y las farolas desperdigadas hacían más densa la oscuridad en cuanto salíamos del radio de iluminación de cada una de ellas. Evidentemente, el profesor había memorizado el camino que debíamos seguir, pues avanzaba sin la menor vacilación; yo, en cambio, estaba bastante desorientado. A medida que fuimos avanzando, nos encontramos cada vez con menos gente, hasta que finalmente nos sorprendió en cierto modo cruzarnos incluso con la patrulla de policía a caballo, que hacía su habitual ronda suburbana. Por fin alcanzamos el muro del cementerio y lo escalamos. Con cierta dificultad —pues estaba muy oscuro, y el lugar nos resultaba muy ajeno— encontramos el panteón de los Westenra. El profesor sacó la llave, abrió la chirriante puerta y, echándose atrás, en un gesto inconsciente de buena educación, me hizo señas para que le precediera. Hubo una deliciosa ironía en el ofrecimiento, en aquella cortesía suya de darme preferencia en tan macabra ocasión. Mi acompañante me siguió con presteza y cerró la puerta con cautela, tras asegurarse cuidadosamente de que la cerradura era de pestillo y no de resorte. En este último caso, nos habríamos encontrado en un buen apuro. A continuación hurgó en su maletín y, extrayendo una caja de cerillas y un cabo de vela, encendió una luz. A la luz del día y repleta de flores frescas, la tumba ya había parecido lo suficientemente siniestra y espantosa. Pero ahora, que habían pasado varios días, que las flores colgaban mustias y marchitas, que sus blancos pétalos habían adquirido un color ocre, y sus verdes hojas se habían tornado marrones; ahora que la araña y el escarabajo habían recuperado su acostumbrado dominio; que la piedra descolorida por el tiempo, y el mortero incrustado de polvo, y el hierro húmedo y oxidado, y el latón deslustrado, y la plata empañada, devolvían el débil resplandor de una vela, el efecto era más deprimente y sórdido de lo que uno hubiera podido imaginarse. Transmitía irremediablemente la idea de que la vida —la vida animal— no era lo único que podía desaparecer.

Van Helsing se aplicó a su tarea sistemáticamente. Levantando la vela de modo que pudiera leer las placas de los ataúdes, y agarrándola de tal modo que el esperma goteaba en regueros blancos que se congelaban al tocar el metal, localizó el ataúd de Lucy. Después volvió a hurgar en su maletín y extrajo un destornillador.

—¿Qué va a hacer? —pregunté.

—Voy a abrir el féretro. Pronto te convencerás.

Sin perder tiempo comenzó a retirar los tornillos, y finalmente levantó la tapa, dejando al descubierto el revestimiento de plomo que había debajo. Aquella visión fue casi más de lo que podía soportar. Parecía una afrenta tan grande para la muerta como lo habría sido el despojarla de sus ropas en su sueño mientras aún vivía; agarré al profesor de la mano con intención de detenerle. Él se limitó a decir:

—Ahora verás —y hurgando de nuevo en su maletín extrajo una pequeña sierra de calar. Asestando con el destornillador un rápido golpe que me hizo dar un respingo, produjo un pequeño agujero en el plomo, lo suficientemente grande, en cualquier caso, como para introducir la punta de la sierra. Yo esperaba que se produjera una emanación de gases del cadáver, que llevaba allí toda una semana —nosotros, los médicos, que hemos tenido que estudiar los riesgos de nuestra profesión, hemos acabado por acostumbrarnos a semejantes cosas—, por lo que retrocedí hacia la puerta. El profesor, sin embargo, no titubeó ni un solo instante; serró un par de pies descendiendo por uno de los costados del féretro de plomo, luego en sentido transversal, y finalmente ascendiendo por el otro costado. Luego agarró el reborde, lo forzó hacia atrás, hacia la base del ataúd, y acercando la vela a la apertura me indicó que mirara.

Me acerqué y miré. El ataúd estaba vacío.

Esto supuso para mí, qué duda cabe, una sorpresa que me produjo una gran impresión, pero Van Helsing se mantuvo impertérrito. Estaba ahora más convencido que nunca de que su teoría era cierta, y se sintió plenamente justificado para proseguir en su empresa.

—¿Te convences ahora, amigo John? —preguntó.

Sentí que en mi interior se despertaba mi tenaz propensión natural a la disensión, mientras le respondía:

—Estoy convencido de que el cuerpo de Lucy no está en ese ataúd. Pero eso sólo demuestra una cosa.

—¿Y qué cosa es ésa, amigo John?

—Que no está ahí.

—Es una buena lógica —dijo él—, hasta donde alcanza. ¿Pero cómo explicas… cómo puedes explicar que no esté ahí?

—Quizá haya sido un ladrón de cadáveres —sugerí—. Alguien de la funeraria podría haberlo robado.

Sentí que acababa de decir una insensatez y, sin embargo, era la única explicación real que podía sugerir. El profesor suspiró.

—¡En fin! —dijo—. Tendremos que obtener más pruebas. Ven conmigo.

Volvió a poner la tapa del ataúd, recogió todas sus cosas y las metió en su maletín, apagó la vela y también la guardó en el maletín, abrió la puerta y salimos. Van Helsing volvió a cerrar la puerta y echó la llave. Después me la ofreció, diciendo:

—¿Quieres guardarla? Más vale que te asegures.

Me eché a reír —aunque no fue una risa muy alegre, debo reconocerlo— mientras le indicaba que la guardara.

—Una llave no significa nada —dije—; podría haber duplicados; y en cualquier caso, no sería difícil forzar una cerradura de ese tipo.

Él no dijo nada, pero se guardó la llave en el bolsillo. Entonces me dijo que vigilara un extremo del cementerio, mientras él vigilaba el otro. Me aposté detrás de un tejo, y pude ver su oscura silueta alejándose hasta que las lápidas y los árboles que había entre medias le ocultaron de mi vista.

Fue una vigilia solitaria. Justo después de haber ocupado mi puesto, oí un reloj lejano dar las doce y, a su debido tiempo, la una y las dos. Estaba helado y desconcertado, y molesto con el profesor por haberme llevado a semejante misión y conmigo mismo por haber ido. Tenía demasiado frío y demasiado sueño para ser un observador atento, aunque no tanto sueño como para traicionar la confianza depositada en mí; de modo que, en general, pasé unos momentos terribles y desgraciados.

De repente, al darme la vuelta, me pareció ver una especie de estela blanca moviéndose entre dos oscuros tejos en el extremo del cementerio más alejado del panteón; al mismo tiempo, una masa oscura surgió desde el extremo ocupado por el profesor y se dirigió apresuradamente hacia ella. Entonces también yo me encaminé en la misma dirección, rodeando varias lápidas y tumbas cercadas y tropezando con algunas losas. El cielo estaba encapotado, y desde algún lugar lejano llegó el canto de un gallo madrugador. No muy lejos, por detrás de la hilera de desperdigados juníperos que marcaban el sendero que conducía hasta la iglesia, una silueta blanca e indefinida aleteó en dirección al panteón. Varios árboles me ocultaban el panteón propiamente dicho, por lo que no pude ver por dónde desapareció la silueta. Oí un crujido de pasos que provenía del primer lugar en el que había visto la blanca estela, y al dirigirme hacía allí me encontré al profesor, que llevaba en brazos a un niño pequeño. Al verme, lo extendió hacia mí y dijo:

—¿Estás convencido ahora?

—No —dije, en un tono que me pareció agresivo.

—¿Es que no ves a este niño?

—Sí, es un niño, pero ¿quién lo ha traído aquí? ¿Está herido? —pregunté.

—Ahora lo veremos —dijo el profesor, y ambos nos dirigimos sin dilación hacia la salida del cementerio, él llevando al niño dormido.

Cuando nos encontramos a una distancia prudencial, nos metimos entre un grupo de árboles, encendimos una cerilla y observamos el cuello del niño. No tenía ni un solo arañazo ni cicatriz de ninguna clase.

—¿Ve como yo tenía razón? —pregunté triunfalmente.

—Hemos llegado justo a tiempo —dijo el profesor agradecido.

Ahora teníamos que decidir qué hacer con el niño, de modo que deliberamos al respecto. En caso de llevarlo a una comisaría de policía, nos veríamos obligados a dar algún informe sobre nuestros movimientos durante la noche; como mínimo, deberíamos dar alguna explicación razonable sobre cómo lo habíamos encontrado. De modo que finalmente decidimos que lo llevaríamos al Heath y, cuando oyéramos acercarse a un policía, lo dejaríamos donde no le quedara más remedio que encontrarlo y a continuación buscaríamos un modo de regresar a casa lo más rápido posible. Todo salió bien. En el mismo límite de Hampstead Heath, oímos las enérgicas pisadas de un policía y, tras dejar al niño en el sendero, esperamos hasta que lo vio mientras movía su linterna de un lado a otro. Oímos su exclamación de asombro, y luego nos marchamos silenciosamente. Tuvimos la suerte de encontrar un coche cerca de Los Españoles[187] y regresamos a la ciudad.

Como no puedo dormir, he grabado esta entrada. Pero tengo que dormir un par de horas, ya que Van Helsing vendrá a buscarme a mediodía. Insiste en que debo acompañarle en otra expedición.

27 de septiembre. —Eran las dos de la tarde cuando por fin se nos presentó una oportunidad para llevar a cabo nuestro propósito. El funeral celebrado a mediodía ya había terminado, y los últimos rezagados se habían marchado perezosamente, cuando, observando precavidamente desde detrás de un grupo de alisos, vimos al sacerdote salir y cerrar la puerta. Sabíamos que estaríamos seguros hasta la mañana siguiente, en caso de desearlo; pero el profesor me dijo que como mucho necesitaríamos una hora. Una vez más sentí aquella espantosa sensación de la realidad de las cosas, en la que cualquier esfuerzo de la imaginación parecía fuera de lugar; y fui plenamente consciente de los peligros en los que estábamos incurriendo a ojos de la ley con nuestra impía tarea. Además, me pareció todo tan fútil… Por monstruoso que hubiera sido forzar un ataúd de plomo para comprobar si una mujer que llevaba muerta cerca de una semana lo estaba realmente, ahora parecía el colmo de la locura volver a irrumpir en el panteón cuando sabíamos, pues lo habíamos visto con nuestros propios ojos, que el ataúd estaba vacío. Me encogí de hombros, en cualquier caso, y guardé silencio, pues cuando Van Helsing está decidido a salirse con la suya, no importa quién le reconvenga. Sacó la llave, abrió la puerta del panteón y de nuevo me indicó cortésmente que le precediera. El lugar no parecía tan espantoso como la noche anterior, pero… ¡ay, qué aspecto tan indescriptiblemente desolador ofrecía ahora que estaba iluminado por el sol! Van Helsing encaminó sus pasos directamente hacia el féretro de Lucy, y yo le seguí. Volvió a inclinarse sobre él, y tiró de nuevo hacia atrás del reborde de plomo. Y entonces, un escalofrío de sorpresa y consternación recorrió todo mi cuerpo.

Allí, aparentemente tal y como la habíamos visto la noche antes de su funeral, yacía Lucy. Estaba, si es que aquello era posible, más radiantemente hermosa que nunca; y me resultó imposible creer que estuviera muerta. Tenía los labios tan rojos… no, mucho más rojos que antes; y las mejillas mostraban un delicado rubor.

—¿Se trata de un truco? —le dije.

—¿Estás convencido ahora? —preguntó el profesor a modo de respuesta. Mientras hablaba extendió la mano y, de un modo que me hizo temblar, echó hacia atrás los labios exánimes y dejó al descubierto los blancos dientes.

—Mira —continuó—. Mira, están incluso más afilados que antes. Con éste y con éste —dijo mientras tocaba uno de los colmillos y su correspondiente de abajo— puede morder a los niños. ¿Crees ahora, amigo John?

Una vez más, se despertó en mi interior el afán hostil de disentir. No podía aceptar una idea tan abrumadora como la que estaba sugiriendo; de modo que, en un intento desesperado por contradecirle, del que me avergoncé incluso en aquel mismo momento, dije:

—Puede que la hayan vuelto a colocar ahí dentro durante la noche.

—¿Ah, sí? Digamos que sí. ¿Quién lo ha hecho?

—No lo sé. Pero alguien tiene que haberlo hecho.

—Y, sin embargo, lleva muerta una semana. La mayoría de la gente no tendría tal aspecto transcurrido ese tiempo.

No tenía respuesta para eso, de modo que no dije nada. Van Helsing no pareció percibir mi silencio; en cualquier caso, no mostró ni desazón ni triunfo. Se limitaba a observar atentamente el rostro de la mujer muerta, levantándole los párpados para mirarle los ojos y volviendo a separarle los labios para examinar los dientes. Entonces se volvió hacia mí y dijo:

—Tenemos aquí un caso diferente a todos los registrados: nos encontramos ante una vida dual que se sale de lo común. El vampiro la mordió mientras se encontraba en trance, sonámbula —veo que te sobresaltas; no sabías eso, amigo John, pero más adelante lo sabrás todo—, y en trance fue cuando mejor pudo volver a ella para extraerle más sangre. En trance murió, y en trance sigue no-muerta. Y en eso es en lo que difiere de los demás. Normalmente, cuando el no-muerto duerme en su hogar —mientras decía esto hizo un gesto con el brazo, aclarando qué era el «hogar» para un vampiro—, su rostro muestra lo que realmente es, pero ésta, tan encantadora cuando no era no-muerta, únicamente vuelve a la nada del muerto corriente. Su malevolencia no es apreciable a simple vista, y eso va a hacer más difícil el tener que matarla mientras duerme.

Oír esto hizo que se me helara la sangre, y me di cuenta de que estaba empezando a aceptar las teorías de Van Helsing. Y si ella estaba realmente muerta, ¿qué podía haber de terrible en la idea de matarla? Él me miró, y evidentemente percibió el cambio en mi rostro, pues dijo casi con júbilo:

—¡Ah! ¿Crees ahora?

—No me presione con todo a la vez —respondí—. Por ahora estoy dispuesto a aceptar la posibilidad. ¿Cómo piensa llevar a cabo su sangriento propósito?

—Voy a cortarle la cabeza y a llenarle la boca de ajo. Después le atravesaré el cuerpo con una estaca.

Sólo pensar en mutilar de aquel modo el cuerpo de la mujer a la que había amado me provocó un estremecimiento. Y, sin embargo, la sensación no fue tan fuerte como había esperado. De hecho estaba empezando a temblar en presencia de aquel ser; aquel no-muerto, como lo llamaba Van Helsing. Y estaba empezando a detestarlo. ¿Es posible que el amor sea completamente subjetivo, o completamente objetivo?

Durante un largo rato esperé a que Van Helsing comenzara, pero permaneció inmóvil, como perdido en sus pensamientos. Al cabo de un rato cerró su maletín con un golpe seco, y dijo:

—He estado reflexionando, y ya he decidido qué es lo mejor. Si siguiese sencillamente mi inclinación, haría lo que ha de hacerse ahora, en este preciso momento; pero a ésta le van a seguir otras tareas, tareas que son mil veces más difíciles en tanto que las desconocemos.

Esto es sencillo. Ella aún no ha tomado ninguna vida, aunque sólo sea cuestión de tiempo; y actuar ahora sería acabar para siempre con el peligro. Pero después podríamos necesitar a Arthur, ¿y cómo vamos a contarle esto? Si tú, que viste las heridas en la garganta de Lucy, y viste las heridas tan similares en el cuello del niño del hospital; si tú, que viste el ataúd vacío anoche, y lo has visto hoy ocupado por una mujer que una semana después de su muerte sólo ha cambiado para ser más rubicunda y hermosa… si tú, que sabes todo esto, y sabes de la silueta blanca de anoche que trajo al niño hasta el cementerio, a pesar de tus propios sentidos, no creíste, ¿cómo puedo esperar entonces que Arthur, que no sabe ninguna de estas cosas, crea? Ya dudó de mí cuando le impedí besarla cuando estaba muriendo. Sé que me ha perdonado, porque piensa que si le impedí despedirse como debía fue por culpa de alguna idea equivocada; pero ahora podría pensar que por culpa de otra idea más equivocada aún, esta mujer fue enterrada en vida; y que, cometiendo el peor error de todos, nosotros la hemos matado. Discutirá entonces, arguyendo que fuimos nosotros, en nuestra equivocación, los que la matamos con nuestras ideas; y se sentirá muy desgraciado el resto de su vida. Sin embargo, lo peor de todo es que nunca podrá estar seguro. En ocasiones pensará que aquella a la que amó fue enterrada viva, y su convencimiento poblará sus sueños con los horrores de lo que ella debió de sufrir; y otras veces pensará que quizá teníamos razón, y que su amada era, después de todo, una no-muerta. ¡No! Ya se lo dije una vez, y desde entonces he aprendido mucho. Ahora que sé que todo es verdad, estoy cien mil veces más convencido de que Arthur debe atravesar aguas amargas para alcanzar las dulces. El pobre muchacho debe pasar una hora que hará que la misma faz del cielo se torne negra para él; y después podremos actuar por el bien de todos y otorgarle paz. Estoy decidido. Marchémonos. Tú vuelve a tu manicomio a pasar la noche, y comprueba que todo esté en orden. En cuanto a mí, pasaré la noche aquí, en este cementerio. Ven a buscarme mañana por la noche al Hotel Berkeley, a las diez en punto. Yo haré llamar a Arthur, y también a ese estupendo joven de América que donó su sangre. Más tarde, todos tendremos trabajo que hacer. Ahora te acompañaré hasta Piccadilly, donde comeré algo, pues debo volver aquí antes de que caiga el sol.

De modo que cerramos el panteón y nos marchamos, saltamos el muro del cementerio, lo que no fue demasiado difícil, y regresamos en coche a Piccadilly.