28 de septiembre. —Es sorprendente lo bien que puede sentarle a uno una buena noche de sueño. Ayer estaba casi dispuesto a aceptar las monstruosas ideas de Van Helsing; pero ahora las veo claramente como lo que son: atentados contra el sentido común. No me cabe duda de que él lo cree todo realmente. Me pregunto si su mente puede haberse desquiciado de algún modo. Seguramente debe de haber alguna explicación racional para estos misterios. ¿Acaso podría haber sido el profesor el responsable de todo esto? Es tan extraordinariamente inteligente que, si perdiera la cabeza, sería capaz de llevar hasta sus últimas consecuencias cualquier obsesión de modo sorprendente. Odio pensarlo y, de hecho, descubrir que Van Helsing está loco resultaría un prodigio casi tan grande como el otro; en cualquier caso debo vigilarle atentamente. Podría arrojar algo de luz sobre el misterio.
29 de septiembre, mañana… Anoche, poco antes de las diez en punto, Arthur y Quincey entraron en la habitación de Van Helsing; él nos contó lo que quería que hiciéramos, pero dirigiéndose especialmente a Arthur, como si nuestras voluntades estuvieran centradas en la suya. Comenzó diciendo que esperaba que todos le acompañáramos.
—Pues hay un grave deber que ha de cumplirse allí —dijo—. ¿Sin duda le sorprendió mi carta? —le preguntó directamente a Lord Godalming.
—Así fue. Y durante un rato me sentí bastante molesto. Últimamente he sufrido tantos reveses que podría pasar perfectamente sin ninguno más. También he sentido curiosidad sobre a qué podría referirse usted. Quincey y yo lo estuvimos hablando; pero cuanto más lo hablábamos más desconcertados nos sentíamos, hasta el punto de que en estos momentos puedo afirmar que, en lo que a mí respecta, no tengo la más mínima idea sobre el significado de todo esto.
—Ni yo —dijo Quincey Morris lacónicamente.
—¡Oh! —dijo el profesor—. Entonces están los dos más cerca del punto de partida que aquí el amigo John, quien tendrá que retroceder un largo trecho antes de llegar siquiera tan lejos como al principio.
Era evidente que se había dado cuenta de que había vuelto a adoptar mi anterior incredulidad, sin que yo dijera una sola palabra. Entonces, volviéndose hacia los otros dos, dijo con intensa seriedad:
—Quiero que me den su permiso para hacer esta noche lo que creo correcto. Es mucho pedir, lo sé; sólo cuando sepan ustedes qué es lo que propongo hacer, y sólo entonces, sabrán realmente cuánto. Por lo tanto, debo pedirles que se comprometan en la más completa ignorancia, de modo que luego, aunque puedan enfadarse conmigo durante un tiempo, y no debo engañarme respecto a la posibilidad de que es muy probable que así sea, no tengan ustedes que sentirse culpables de nada.
—Eso es ser franco —intervino Quincey—. Yo respondo por el profesor. No acabo de comprenderle, pero puedo jurar que es honesto; y eso ya es suficiente para mí.
—Se lo agradezco, caballero —dijo Van Helsing orgullosamente—. Me he hecho a mí mismo el honor de contarle a usted entre mis amigos de confianza, y semejante respaldo me resulta muy grato.
Extendió una mano, que Quincey estrechó.
Entonces habló Arthur:
—Doctor Van Helsing, nunca me ha gustado comprar un «cerdo en un saco», como dicen en Escocia, y si se trata de algo que pudiera comprometer mi honor de caballero, o mi fe de cristiano, no podría hacerle semejante promesa. Si puede usted asegurarme que lo que pretende no viola ni lo uno ni lo otro, entonces le doy mi consentimiento de inmediato, aunque a fe mía que no consigo entender adonde pretende llegar.
—Acepto sus limitaciones —dijo Van Helsing—, y lo único que pido de usted es que, si cree necesario condenar cualquiera de mis actos, antes lo considerará bien y se cerciorará de que no viola sus reservas.
—¡Trato hecho! —dijo Arthur—. Me parece justo. Y ahora que hemos terminado con los pourparlers[188], ¿puedo preguntarle qué es lo que debemos hacer?
—Quiero que me acompañen, en secreto, al cementerio de Kingstead.
El rostro de Arthur cambió de semblante, mientras decía atónito:
—¿Donde está enterrada la pobre Lucy?
El profesor asintió. Arthur continuó:
—¿Y cuando estemos allí?
—¡Entraremos en su panteón!
Arthur se levantó.
—Profesor, ¿habla usted en serio o se trata de una monstruosa broma? Perdóneme, veo que habla en serio.
Se volvió a sentar, pero vi que adoptaba una postura rígida y orgullosa, como la de alguien que intenta proteger su dignidad. Hubo unos momentos de silencio hasta que volvió a preguntar:
—¿Y cuando estemos dentro del panteón?
—¡Abriremos el féretro!
—¡Esto es demasiado! —dijo Arthur, volviendo a levantarse enfurecido—. Estoy dispuesto a ser paciente en todo aquello que sea razonable. ¡Pero esto…! ¡Esta profanación de la tumba de aquella a la que…!
La indignación ahogó sus palabras. El profesor le miró compasivamente.
—Si pudiera ahorrarle un solo sufrimiento, mi pobre amigo —dijo—, Dios sabe que lo haría. Pero esta noche nuestros pies deberán caminar por senderos espinosos; o de lo contrario, más tarde y durante toda la eternidad, ¡los pies de aquella a la que usted ama caminarán por senderos de fuego!
Arthur alzó la mirada con el rostro blanco, impenetrable, y dijo:
—¡Tenga cuidado, señor, tenga cuidado!
—¿No sería mejor que oyeran lo que tengo que decir? —dijo Van Helsing—. Así sabrán, al menos, hasta dónde llegan mis intenciones. ¿Puedo seguir?
—Me parece justo —terció Morris.
Tras una pausa, Van Helsing continuó, con esfuerzo evidente:
—La señorita Lucy está muerta, ¿no es así? ¡Sí! Entonces no podemos causarle ningún mal. Pero si no estuviera muerta…
Arthur se levantó de un salto.
—¡Buen Dios! —gritó—. ¿Qué quiere decir? ¿Es que ha habido algún error, ha sido enterrada viva?
Gimió con una angustia que ni siquiera la esperanza podría suavizar.
—No he dicho que estuviera viva, hijo mío; no lo creo. No voy más allá de decir que podría estar no-muerta.
—¡No-muerta! ¡Pero tampoco viva! ¿Qué quiere decir? ¿Es todo esto una pesadilla, o de qué se trata?
—Existen misterios que los hombres sólo pueden intuir, y que siglo tras siglo únicamente han podido resolverse en parte. Créame, nos encontramos al borde de uno. Pero aún no he terminado. ¿Podría cortarle la cabeza a la difunta señorita Lucy?
—¡Por todos los santos, no! —gritó Arthur en una tormenta de pasión—. Por nada en el mundo consentiré que se mutile su difunto cuerpo. Doctor Van Helsing, me pone usted muy duramente a prueba. ¿Qué le he hecho para que me torture de este modo? ¿Qué le hizo mi pobre y dulce muchacha para que quiera deshonrar de tal modo su tumba? ¿Está usted loco para decir semejantes cosas, o lo estoy yo por escucharlas? No se atreva a seguir pensando en semejante profanación; no voy a darle mi consentimiento para nada. Tengo el deber de proteger su tumba del ultraje; ¡y por Dios que lo haré!
Van Helsing se levantó del asiento en el que había permanecido escuchando todo el rato, y dijo severamente y con gran seriedad:
—Milord Godalming, también yo tengo un deber que cumplir, un deber para con otros, un deber para con usted, un deber para con los muertos. ¡Y por Dios que lo cumpliré! Lo único que le pido ahora es que venga conmigo, que vea y escuche; y si, cuando más adelante le haga la misma petición, no está usted incluso más deseoso que yo de llevarla a cabo, entonces… entonces cumpliré con mi deber, sea este el que yo considere correcto. Y entonces, siguiendo los deseos de Su Señoría, me pondré completamente a su disposición para rendirle cuentas, cuando y donde lo desee.
Llegado este momento se le quebró un poco la voz, y continuó en un tono repleto de compasión:
—Pero, se lo suplico, no siga enfadado conmigo. En una larga vida de actos que a menudo no fueron placenteros para mí, y que en ocasiones me partieron el corazón, nunca me había enfrentado a una tarea tan dura como ésta de ahora. Créame cuando le digo que, si llega el momento de que usted cambie de opinión respecto a mí, bastará una mirada suya para borrar por completo esta hora tan triste, pues yo haría todo lo que fuera humanamente posible por ahorrarle dolor. Únicamente piense: ¿por qué razón iba yo a procurarme tanto trabajo y pesar? Vine aquí desde mi propia tierra para ayudar cuanto estuvo en mi mano; al principio para complacer a mi amigo John, y después para ayudar a una dulce muchacha, a la que, también yo, acabé amando. Por ella… me avergüenza revelarlo, pero se lo digo con cariño; por ella di lo mismo que usted: la sangre de mis venas. Sí, yo, que no era, como usted, su amante, sino sólo su médico y amigo. Le dediqué mis noches y días… antes de la muerte, y después de la muerte. Y si todavía ahora, que es una muerta no-muerta, mi muerte pudiera hacerle algún bien, podrá contar con ella.
Dijo esto con un orgullo muy grave y dulce, y Arthur se vio muy conmovido por ello. Estrechó la mano del anciano y dijo con la voz quebrada:
—Oh, es muy difícil pensar en todo esto, y no puedo entenderlo; pero al menos iré con usted, y esperaré.