26 de septiembre. —Verdaderamente, nada tiene carácter definitivo. No ha pasado ni una semana desde que dije «Finis» y, sin embargo, aquí estoy, empezando de nuevo, o más bien continuando la misma grabación. Hasta esta tarde no había tenido motivo para volver a pensar en el pasado. Renfield está prácticamente tan cuerdo como en sus mejores momentos. Ha hecho grandes progresos con las moscas y acaba de empezar también con las arañas; de modo que no me ha dado ningún problema. He recibido una carta de Arthur, escrita el domingo, e intuyo a raíz de su lectura que lo está sobrellevando todo con gran compostura. Quincey Morris le acompaña y ésa es una gran ayuda, pues es como un pozo rebosante de buen humor. Quincey también me ha escrito un par de líneas, y gracias a él sé que Arthur ha empezado a recobrar parte de su antiguo optimismo; así que tampoco he tenido que preocuparme por ellos. En cuanto a mí, ya empezaba a abordar mi trabajo con el mismo entusiasmo que antiguamente solía sentir por él, de modo que podría haber dicho con propiedad que la herida que me infligió la pobre Lucy estaba empezando a cicatrizar. En cualquier caso, todo ha vuelto a quedar abierto de nuevo; y sólo Dios sabe cómo acabará esto. Sospecho que Van Helsing también cree saberlo, pero sólo revela un poco cada vez, lo suficiente para estimular la curiosidad. Ayer se fue a Exeter, y pasó allí toda la noche. Hoy ha regresado, prácticamente irrumpiendo en mi habitación a eso de las cinco y media, y me ha arrojado encima la Westminster Gazzette.
—¿Qué te parece eso? —ha preguntado mientras retrocedía y se cruzaba de brazos.
He mirado por encima el periódico, pues realmente no sabía a qué se refería; pero él me lo ha quitado de entre las manos y me ha señalado un artículo sobre niños raptados mediante engaños en Hampstead. No me ha sugerido nada, hasta que he llegado a un pasaje en el que se describían unas pequeñas heridas como pinchazos en las gargantas. Se me ha ocurrido una idea y he levantado la vista.
—¿Y bien? —ha dicho él.
—Es igual que en el caso de la pobre Lucy.
—¿Y qué explicación le das?
—Sencillamente que hay alguna causa en común. Lo que fuera que la dañó a ella, ha dañado también a esos niños.
No entendí del todo su respuesta:
—Eso es cierto indirectamente, pero no directamente.
—¿A qué se refiere, profesor? —pregunté. Me sentía inclinado a tomarme a la ligera su seriedad —pues, después de todo, cuatro días de descanso, libre de apremiantes y angustiosas ansiedades, habían ayudado a renovar mis ánimos—, pero al ver su rostro me he puesto serio. Nunca, ni siquiera en lo peor de nuestra desesperación por la pobre Lucy, había parecido más severo.
—¡Dígamelo! —dije—. No puedo aventurar ninguna opinión. No sé qué pensar, y no tengo datos a partir de los que formar una conjetura.
—¿Pretendes decirme, amigo John, que no tienes la más mínima sospecha de por qué murió la pobre Lucy; ni siquiera después de todas las pistas que te han dado no sólo los hechos, sino también yo?
—De una postración nerviosa causada por una gran pérdida o desgaste de sangre.
—¿Y cómo se perdió o desgastó la sangre?
Negué con la cabeza. Él se acercó para sentarse junto a mí, y prosiguió:
—Eres un hombre inteligente, amigo John; razonas bien, y tu ingenio es atrevido; pero tienes demasiados prejuicios. No dejas que tus ojos vean, ni dejas que tus oídos oigan, y aquello que está fuera de tu vida diaria no merece consideración para ti. ¿Es que acaso no crees que hay cosas que no puedes entender, y que sin embargo existen; que hay personas que ven cosas que otros no pueden? Pero existen cosas, viejas y nuevas, que los ojos de los hombres no pueden ver; pues saben, o creen saber, algunas cosas que otros hombres les han contado. ¡Ah, la culpa la tiene nuestra ciencia, que todo lo quiere explicar! Y si no lo explica, entonces afirma que no hay nada que explicar. Aun así, cada día vemos a nuestro alrededor el surgimiento de nuevas creencias, que se creen a sí mismas nuevas y que no son sino las viejas creencias, pretendiendo ser nuevas… como las mujeres en la ópera. Supongo, pues, que no crees en la transferencia corpórea[179], ¿no? ¿Ni en las materializaciones[180]? ¿Ni en los cuerpos astrales? ¿Ni en la lectura del pensamiento? ¿No? Ni en el hipnotismo…
—Sí —dije—. Charcot[181] lo ha demostrado sobradamente.
Él asintió mientras continuaba:
—Entonces estás lo suficientemente convencido de su existencia. ¿Sí? Y por supuesto entenderás cómo funciona, y podrías acompañar a la mente del gran Charcot (¡lástima que ya no siga entre nosotros![182]) hasta el interior de la mismísima alma del paciente bajo su influencia. ¿No? Entonces, amigo John, ¿debo entender que sencillamente aceptas el hecho, y te contentas con dejar un espacio en blanco entre la premisa y la conclusión? ¿No? Entonces dime, pues soy estudioso del cerebro, cómo es que aceptas el hipnotismo y rechazas la lectura de mentes. Permite que te diga, amigo mío, que hoy se llevan a cabo experimentos en ciencia eléctrica que habrían sido calificados de impíos por los mismos hombres que descubrieron la electricidad, quienes a su vez habrían sido quemados por brujos no mucho antes. Siempre hay misterios en la vida. ¿Por qué vivió Matusalén novecientos años y ciento sesenta y nueve el viejo Parr[183], cuando la pobre Lucy, con la sangre de cuatro hombres corriendo por sus pobres venas, no pudo sobrevivir ni un día más? Y si hubiera vivido un día más, la podríamos haber salvado. ¿Acaso conoces todos los misterios de la vida y la muerte? ¿Conoces al completo la anatomía comparativa, y puedes afirmar, por tanto, por qué algunos hombres tienen cualidades animales, y otros no? ¿Puedes decirme por qué, cuando otras arañas mueren pequeñas, aquella enorme araña vivió durante siglos en la torre de la vieja iglesia española y creció y creció hasta que, al descender, pudo beberse el aceite de todas las lámparas de la iglesia? ¿Puedes decirme por qué en la Pampa, ¡ay, y en otras partes!, hay murciélagos que salen de noche y abren la yugular al ganado y a los caballos hasta dejarles las venas secas; por qué en algunas islas de los mares occidentales hay murciélagos que cuelgan de los árboles durante el día, descritos por aquellos que los han visto como cocos o vainas gigantes, que caen sobre los marineros que duermen en cubierta porque hace calor, y entonces… y entonces alguien los encuentra a la mañana siguiente, muertos y tan blancos como lo estuvo la señorita Lucy?
—¡Dios del cielo, profesor! —dije, levantándome—. ¿Pretende decirme que Lucy fue mordida por uno de esos murciélagos; y que semejante animal vive aquí, en Londres, en pleno siglo XIX?
Él movió la mano pidiendo silencio, y continuó:
—¿Puedes decirme por qué la tortuga vive más tiempo que generaciones de hombres; por qué el elefante ve pasar dinastías frente a él; y por qué el loro nunca muere, a no ser que le muerda un gato, un perro, o sufra algún otro contratiempo? ¿Puedes decirme por qué los hombres de todas las eras y lugares han creído que hay algunos pocos que viven para siempre si se les permite hacerlo; que hay hombres y mujeres que no pueden morir? Todos sabemos, pues la ciencia lo ha demostrado, que ha habido sapos que han pasado miles de años atrapados en rocas, encerrados en un agujero tan pequeño que sólo ellos caben en él desde que el mundo era joven. ¿Puedes decirme cómo es capaz el faquir indio de provocar su propia muerte, y ser enterrado, y su tumba sellada, y maíz sembrado encima, y el maíz recolectado y segado y sembrado y recolectado y segado de nuevo, y entonces llegan hombres que abren el sello intacto, y allí yace el faquir indio, no muerto, sino vivo para levantarse y andar entre ellos como antes?
Llegado este punto le interrumpí. Me estaba quedando perplejo; había poblado mi mente con semejante lista de excentricidades de la naturaleza e imposibilidades posibles que mi imaginación empezaba a desbordarse. Tuve la vaga idea de que me estaba enseñando alguna lección, como hace mucho solía hacerlo en su estudio de Ámsterdam; pero entonces solía aclararme de qué se trataba, de modo que tuviera todo el tiempo en mente el objeto de reflexión. En esta ocasión no contaba con su ayuda; sin embargo, quería seguirle, así que dije:
—Profesor, déjeme ser su estudiante predilecto de nuevo. Explíqueme la tesis, de modo que pueda aplicar su conocimiento a medida que usted vaya avanzando. Por el momento vago perdido en mi mente, de un lugar a otro, siguiendo una idea tal y como lo haría un hombre loco y no uno cuerdo. Me siento como un novicio avanzando a tientas a través de un pantano en mitad de la niebla, saltando de una mata de hierba a otra en un inútil y ciego intento de moverme sin saber adónde voy.
—Es una buena imagen —dijo—. Bueno, te lo diré. Mi tesis es ésta: quiero que creas.
—¿Que crea qué?
—Que creas en cosas en las que no puedes creer. Deja que te lo ilustre. Una vez oí hablar de un americano que definía así la fe: «Es aquello que nos permite creer en cosas que sabemos que no son ciertas» [184]. En lo que a mí respecta, yo sigo a ese hombre. Quería decir que debemos ser abiertos de mente, y no dejar que un poco de verdad haga descarrilar una gran verdad, igual que una pequeña roca hace con un vagón de ferrocarril. En primer lugar tenemos la verdad pequeña. ¡Muy bien! La mantenemos, y la valoramos; pero al mismo tiempo no debemos pensar que contiene todas las verdades del universo.
—Entonces lo que quiere es que no deje que ninguna convicción previa dañe la receptividad de mi mente respecto a algún extraño asunto. ¿Entiendo bien su lección?
—Ah, sigues siendo mi alumno favorito. Merece la pena enseñarte. Ahora que estás dispuesto a entender, has dado el primer paso para poder entender. ¿Crees entonces que esas pequeñas punzadas en las gargantas de los niños fueron hechas por lo mismo que hizo las punzadas en la de la señorita Lucy?
—Eso supongo.
Van Helsing se levantó y dijo solemnemente:
—Entonces estás equivocado. ¡Oh, ojalá fuera así! ¡Pero, ay, no! Es peor, mucho, mucho peor.
—En el nombre de Dios, profesor Van Helsing, ¿a qué se refiere? —grité.
El profesor se dejó caer con un gesto de desesperación sobre una silla y apoyó los codos en la mesa, cubriéndose el rostro con las manos mientras decía:
—¡Fueron hechos por la propia señorita Lucy!