26 de septiembre. —Jamás pensé que algún día volvería a escribir en este diario, pero ha llegado el momento de hacerlo. Cuando llegué a casa anoche, Mina ya tenía la cena lista, y mientras cenamos me habló de la visita de Van Helsing, y de cómo le había entregado copias de nuestros dos diarios, y de lo preocupada que había estado por mí. Me mostró una carta del doctor en la que afirmaba que todo lo que yo había escrito era cierto. Es como si hubiera hecho de mí un hombre nuevo. Eran precisamente las dudas sobre la veracidad de todo el asunto las causantes de mi derrumbamiento. Me sentía impotente, sumido en la oscuridad, receloso. Pero ahora que sé ya no tengo miedo, ni siquiera del Conde. Después de todo, ha triunfado en su propósito de llegar a Londres, y fue a él a quien vi. Ha rejuvenecido, pero ¿cómo? Si Van Helsing se parece en lo más mínimo a la descripción que de él me ha hecho Mina, no hay duda de que es el hombre adecuado para desenmascararle y darle caza. Anoche estuvimos sentados hasta tarde, hablando del asunto. Mina se está vistiendo, y dentro de un par de minutos yo me voy a acercar al hotel para traerle hasta aquí…
Creo que se ha sorprendido al verme. Nada más entrar en la habitación y presentarme, me ha cogido del hombro y me ha colocado de cara hacia la luz y, tras un atento escrutinio, me ha dicho:
—Pero madam Mina me dijo que estaba usted enfermo, que había sufrido una conmoción…
Me resultó tan gracioso oír a este amable anciano de rostro enérgico llamar a mi esposa «madam Mina», que sonreí y dije:
—Estaba enfermo, y sufrí una conmoción: pero usted ya me ha curado.
—¿Y cómo?
—Con su carta de anoche a Mina. Me hallaba sumido en un mar de dudas, que hizo que toda mi vida tomara un matiz de irrealidad; no sabía en qué confiar, ni siquiera en lo que me decían mis propios sentidos. Al no saber en qué confiar, no sabía qué hacer; de modo que sólo pude recurrir a seguir trabajando en lo que hasta entonces había sido la rutina de mi vida. Pero la rutina dejó de serme beneficiosa y empecé a desconfiar de mí mismo. Doctor, no sabe usted lo duro que es llegar a dudar de todo, incluido uno mismo. No, no puede; ¿cómo podría, con unas cejas como las suyas?
Él pareció complacido y se echó a reír mientras decía:
—¡Vaya, o sea que además es fisonomista! Desde que estoy aquí, aprendo más a cada hora que pasa. Va a ser un placer desayunar con ustedes; y, oh, caballero, espero que disculpe usted los halagos de un anciano, pero su esposa es una auténtica bendición.
Podría estar oyéndole alabar a Mina durante todo un día, de modo que sencillamente asentí y guardé silencio.
—Es una de esas mujeres creadas por Dios con Su propia mano para mostrarnos a nosotros, los hombres, y también a otras mujeres, que hay un cielo en el que podemos entrar y que su luz puede estar aquí en la tierra. Tan sincera, tan dulce, tan noble, tan generosa… y eso, permítame que se lo diga, es mucho en esta época, tan escéptica y tan egoísta. En cuanto a usted, caballero, he leído todas las cartas de su esposa a la pobre señorita Lucy, y algunas hablan de usted, de modo que hace ya algunos días que le conozco a través del conocimiento de otros; pero anoche vi su auténtico yo. ¿Verdad que me estrechará usted la mano, sí? Y seamos amigos el resto de nuestra vidas.
Nos estrechamos las manos, y él fue tan sincero y tan amable que me sentí bastante ahogado por la emoción.
—Y ahora —dijo—, ¿puedo pedirle otro favor? Me espera una gran tarea, y en el conocimiento está el saber. Usted puede ayudarme en eso. ¿Puede contarme qué más sucedió antes de que se marchara usted a Transilvania? Más adelante podría solicitarle más ayuda, y de otro tipo; pero por ahora con esto bastará.
—Mire usted, caballero —dije—, la tarea que debe llevar a cabo, ¿está relacionada con el Conde?
—Así es —afirmó él con solemnidad.
—Entonces cuente conmigo de todo corazón. Dado que parte usted en el tren de las 10:30, no tendrá tiempo de leerlos; pero voy a entregarle un fajo de papeles[178]. Puede llevárselos consigo y leerlos en el tren.
Tras el desayuno le acompañé a la estación. Cuando nos estábamos despidiendo, dijo:
—Quizá pueda usted venir a Londres si envío a buscarle. Traiga también a madam Mina.
—Ambos iremos cuando usted lo pida —respondí yo.
Le había conseguido los periódicos matutinos, así como los periódicos de Londres de la noche anterior, y los estaba hojeando mientras hablábamos a través de la ventana del vagón, esperando a que el tren se pusiera en marcha. De repente, su ojo pareció captar algo en uno de ellos, la Westminster Gazette —lo reconocí por el color—, y su rostro palideció.
—¡Mein Gott! ¡Mein Gott! ¡Tan pronto! ¡Tan pronto!
No creo que en ese momento se acordase ni de mi presencia. Justo entonces sonó el silbato y el tren empezó a moverse. Esto le devolvió a la realidad, y se asomó por la ventanilla, para despedirse con la mano mientras gritaba:
—Transmítale mi amor a madam Mina; escribiré tan pronto como pueda.