25 de septiembre. —No puedo evitar sentirme terriblemente nerviosa a medida que se acerca la hora de la visita del doctor Van Helsing, pues por alguna razón tengo la esperanza de que arroje algo de luz sobre la triste experiencia de Jonathan; además, atendió a la pobre Lucy durante su última enfermedad, y podrá contármelo todo al respecto. Pero ésa es la razón de su venida; concierne a Lucy y su sonambulismo, y no a Jonathan. ¡Entonces ahora nunca sabré la auténtica verdad! Qué tonta soy. Ese terrible diario se apodera de mi imaginación y lo tiñe todo con su propio color. Por supuesto que quiere hablar sobre Lucy. La pobrecita retomó su antiguo hábito y aquella horrible noche en el acantilado debió de enfermarla. Casi había olvidado, absorta en mis propios problemas, lo enferma que estuvo luego. Debió de hablarle de su aventura sonámbula en el acantilado, y decirle que yo lo sabía todo sobre ella; ahora él quiere que se lo cuente para que pueda entenderlo. Espero haber obrado bien al no contarle nada de aquello a la señora Westenra; nunca podría perdonarme que alguna acción mía, aunque fuese por omisión, hubiera supuesto algún perjuicio para la pobre y querida Lucy. Espero también que el doctor Van Helsing no me culpe; últimamente he tenido tantas inquietudes y ansiedades que siento que ya no podría soportar más.
Supongo que llorar nos hace bien a todos en ciertas ocasiones; despeja el aire igual que la lluvia. Quizá haber leído ayer el diario es lo que me ha contrariado; luego, Jonathan se ha marchado esta mañana para pasar fuera de casa todo el día y toda la noche. Es la primera vez que nos separamos desde que nos casamos. Espero que mi amado cuide de sí mismo y que no ocurra nada que pueda alterarle. Son las dos en punto, y el doctor llegará pronto. No le diré nada sobre el diario de Jonathan a menos que me pregunte. Estoy muy contenta de haber pasado a máquina mi propio diario. Así, en caso de que pregunte sobre Lucy, podré mostrárselo. Le ahorrará muchas preguntas.
Más tarde. —Ha venido y se ha marchado. Oh, que encuentro tan extraño. ¡Y cómo me da vueltas la cabeza! Me siento como en un sueño. ¿Es posible que sea todo real, o incluso una mínima parte? Si no hubiera leído antes el diario de Jonathan, nunca habría aceptado siquiera la posibilidad. ¡Pobre, pobre Jonathan mío! Cómo debe de haber sufrido. Quiera el buen Dios que todo esto no vuelva a alterarle. Intentaré mantenerle al margen; aunque quizá llegue a ser un consuelo y una ayuda para él tener la certeza —por muy terrible que sea y a pesar de sus espantosas consecuencias— de que ni sus ojos ni oídos ni cerebro le engañaron, y que todo es cierto. A lo mejor es la duda lo que le atenaza; quizá cuando la duda desaparezca, sin importar cuál sea el resultado —vigilia o sueño—, quedará convencido y más capacitado para soportar la impresión. El doctor Van Helsing debe de ser un buen hombre —además de alguien muy inteligente— para ser amigo de Arthur y del doctor Seward y para que ellos le hicieran venir nada menos que desde Holanda para ocuparse de Lucy. Tras haberle visto, siento que es bueno y amable, y de naturaleza noble. Cuando vuelva mañana, le hablaré de Jonathan; y después, quiera Dios que todas estas penas y angustias lleguen a un buen fin. Antes solía pensar que me gustaría hacer entrevistas; el amigo de Jonathan que escribe en el Exeter News le dijo que en ese tipo de trabajo lo esencial es la memoria, y que debe ser uno capaz de anotar con exactitud prácticamente todas las palabras que se digan, incluso aunque luego haga falta pulirlas. La de hoy ha sido una entrevista muy rara; voy a intentar transcribirla verbatim[174].
Eran las dos y media cuando llamaron a la puerta. Me armé de coraje á deux mains[175] y esperé. Un par de minutos después, Mary abrió la puerta y anunció al «doctor Van Helsing».
Me levanté y le saludé con una inclinación de cabeza, y él se acercó a mí; un hombre de mediana estatura, de constitución robusta, con los hombros bien erguidos sobre un pecho ancho y hundido, y el cuello bien equilibrado sobre el tronco, igual que la cabeza lo está sobre el cuello. El porte de su cabeza sugiere de inmediato pensamiento y energía; es una cabeza noble, de buen tamaño, ancha y de amplia nuca. El rostro, apuradamente afeitado, muestra una mandíbula cuadrada y firme, una boca grande, resuelta, móvil, una nariz de tamaño considerable, bastante recta, aunque de aletas rápidas y sensibles, que parecen ensancharse cada vez que las pobladas cejas se fruncen y la boca se tensa. Tiene una frente ancha y hermosa, que al principio se yergue casi verticalmente, y luego se inclina hacia atrás sobre dos protuberancias o crestas muy separadas; una frente tal, que su pelo rojizo no tiene posibilidad alguna de derramarse sobre ella, sino que cae de modo natural hacia atrás y a los lados. Sus grandes ojos de color azul oscuro están muy separados, y son vivaces y tiernos o severos, según su estado de ánimo.
—La señora Harker, ¿no es así? —me dijo.
Yo incliné la cabeza en señal de asentimiento.
—¿La que fuera la señorita Mina Murray?
De nuevo asentí.
—Es a Mina Murray a quien he venido a ver, a la que fuera amiga de esa pobre niña, la querida Lucy Westenra. Madam Mina, son los muertos los que me traen aquí hoy.
—Señor —dije yo—, no podría presentarse ante mí con mejores credenciales que las de haber brindado su amistad y su ayuda a Lucy Westenra —y le tendí la mano. Él la estrechó, y dijo tiernamente:
—Oh, madam Mina, sabía que la amiga de esa pobre chiquilla tenía que ser, por fuerza, una mujer bondadosa, pero aún me quedaba mucho por aprender.
Finalizó su discurso con una cortés reverencia. Le pregunté cuál era el motivo de su visita, de modo que él lo abordó sin rodeos:
—He leído sus cartas a la señorita Lucy. Deberá perdonarme, pero tenía que empezar a investigar por alguna parte, y no tenía a quién preguntarle. Sé que estuvo usted con ella en Whitby. A veces ella llevaba un diario… No debe sorprenderse usted, madam Mina; lo comenzó, siguiendo su ejemplo, después de que usted se hubiera marchado. En ese diario hace ciertas alusiones a una crisis de sonambulismo de la que, afirma ella, usted la salvó. Es por ello que, con gran perplejidad, vengo a verla, y le pido, abusando de su amabilidad, que me cuente todo lo que recuerde de aquel suceso.
—Creo que puedo contárselo todo al respecto, doctor Van Helsing.
—¡Ah! Entonces tiene usted buena memoria para los hechos y los detalles. No es habitual entre las jóvenes.
—No, doctor, lo que ocurre es que en su momento lo escribí todo. Puedo mostrárselo, si quiere.
—¡Oh, madam Mina, se lo agradecería! Me haría usted un gran favor.
No pude resistir la tentación de desconcertarle un poco —supongo que algo del sabor de la manzana original aún persiste en nuestras bocas—, así que le alargué el diario taquigrafiado. El lo tomó con una cortés reverencia, y dijo:
—¿Puedo leerlo?
—Si así lo desea —respondí, tan recatadamente como pude. Él lo abrió, y por un instante su rostro se oscureció. Entonces se levantó y me dedicó otra reverencia.
—¡Oh, es usted una mujer muy inteligente! —dijo— Hace tiempo que sé que el señor Jonathan es un hombre muy afortunado, pero ahora veo que su esposa tiene todas las virtudes. ¿No me haría el honor de ayudarme, leyéndolo para mí? Por desgracia, no conozco la taquigrafía.
Para entonces mi pequeña broma había terminado y me sentía casi avergonzada de mí misma; de modo que saqué la copia mecanografiada de mi cesta de trabajo y se la entregué.
—Le ruego que me perdone —dije—. No he podido evitarlo. Pero como ya se me había ocurrido que querría preguntarme sobre la querida Lucv, y para que no tuviera usted que esperar, no por mí, sino porque sé que su tiempo debe de ser precioso, lo he mecanografiado para usted.
Lo cogió y sus ojos refulgieron.
—Es usted muy amable —dijo—. ¿Y me permitiría leerlo ahora mismo? Tal vez necesite hacerle algunas preguntas cuando lo haya leído.
—Por supuesto —dije yo—. Léalo mientras yo encargo el almuerzo; y luego podrá usted hacerme preguntas mientras comemos.
Me dedicó una reverencia, se acomodó en una silla de espaldas a la luz y quedó absorto en los papeles. Mientras, yo fui a supervisar la preparación del almuerzo, más que nada para no molestarle. Cuando regresé le encontré recorriendo agitadamente la habitación de un lado a otro, con el rostro ardiente de emoción. Al verme, se abalanzó sobre mí y me tomó de ambas manos.
—Oh, madam Mina —dijo—. ¿Cómo podría expresarle lo que le debo? Este diario es un rayo de sol. Me ha abierto una puerta. Tanta luz me aturde y me deslumbra; y, sin embargo, continuamente surgen nubes para taparla. Pero eso usted no lo entiende, no puede comprenderlo. ¡Oh, pero cómo se lo agradezco! ¡Qué mujer tan brillante! Señora —esto lo dijo con mucha solemnidad—, si alguna vez Abraham Van Helsing puede hacer cualquier cosa por usted o los suyos, confío en que me lo hará saber. Será un placer y una satisfacción servirla como amigo. Y como tal amigo, pongo a su disposición, y a la disposición de aquellos a los que ama, todo mi conocimiento y toda mi habilidad. En la vida hay sombras, y luego hay luces; usted es una de las luces. Tendrá usted una vida feliz y plena, y será la bendición de su marido.
—Pero, doctor, me alaba demasiado, y… y no me conoce usted.
—¡Que no la conozco! ¡Yo, que soy viejo, y he pasado una vida estudiando a los hombres y a las mujeres! ¡Yo, que me he especializado en el estudio del cerebro, de todo lo que le incumbe y todo lo que se deriva de él! Yo, que he leído el diario que tan generosamente ha escrito para mí, y que rezuma verdad en cada frase. ¡Dice que yo, que he leído la cariñosa carta que le escribió a la pobre Lucy, hablándole de su boda y su confianza, no la conozco! Oh, madam Mina, las mujeres buenas cuentan siempre, cada día, cada hora y cada minuto de sus vidas, tales cosas que hasta los ángeles las pueden leer; y nosotros, los hombres que anhelamos saber, tenemos algo parecido a los ojos de ángel. Su esposo es de carácter noble, y usted también lo es, pues confía, y la confianza no tiene lugar en las naturalezas malvadas. Por cierto, su marido… hábleme de él. ¿Se ha recuperado ya? ¿Desapareció su fiebre, vuelve a estar fuerte y sano?
Tenía aquí una oportunidad de preguntarle por Jonathan, de modo que dije:
—Ya estaba casi recuperado, pero la muerte del señor Hawkins le ha alterado mucho.
El profesor interrumpió:
—Oh sí, lo sé, lo sé. He leído sus dos últimas cartas.
Yo proseguí:
—Supongo que ha debido afectarle, pues cuando estuvimos en Londres el pasado jueves sufrió una especie de impresión.
—¡Una impresión, tan poco tiempo después de una fiebre cerebral! Eso no es bueno. ¿Qué clase de impresión fue?
—Creyó ver a alguien que le recordaba algo terrible; algo que le provocó la fiebre cerebral.
Llegado a este punto, me sentí rápidamente abrumada. La preocupación por Jonathan, el horror que había experimentado, el terrible misterio de su diario, y el miedo que se había apoderado de mí desde que lo leí… todo ello se precipitó tumultuosamente sobre mí. Supongo que me puse histérica, pues me arrojé de rodillas al suelo y levanté los brazos hacia él, implorándole que curase a mi marido. Él me tomó de las manos y me levantó, me hizo sentarme en el sofá, y se sentó a mi lado; sostuvo mi mano en la suya, y me dijo con infinita dulzura:
—Llevo una vida árida y solitaria, tan dedicada al trabajo que nunca he tenido demasiado tiempo para la amistad; pero desde que vine aquí, llamado por mi amigo John Seward, he conocido a tanta gente buena y he presenciado tanta generosidad, que siento más que nunca la soledad de mi vida, mayor cuanto más me adentro en la madurez. Créame, pues, cuando le digo que vengo aquí lleno de respeto hacia usted, y que me ha dado esperanza… Esperanza no en lo que estoy buscando, sino en que aún quedan mujeres buenas que pueden hacer de la vida algo feliz… Mujeres buenas, cuyas vidas y cuya sinceridad podrán servir de ejemplo para los niños que están por venir. Me alegraría, me alegraría mucho, poder ser de alguna utilidad para usted; pues si su marido sufre, sufre dentro del campo de mi estudio y mi experiencia. Le prometo que con sumo placer haré todo lo que pueda por él; todo lo que pueda para devolverle su fuerza y su hombría, para que usted vuelva a ser feliz. Ahora debe comer. Está sobreexcitada, y quizá demasiado preocupada. A su marido Jonathan no le gustaría verla tan pálida; y lo que a él no le gusta en aquella a la que ama, no le hace bien. Por lo tanto, por su salud, debe usted comer y sonreír. Ya me lo ha contado todo sobre Lucy, de modo que no hablaremos más de ello, no vaya a afligirla. Esta noche me quedaré en Exeter, pues quiero reflexionar sobre lo que me ha contado; y cuando lo haya hecho le haré algunas preguntas, si usted me lo permite. Después, usted me describirá el problema de su marido Jonathan como buenamente pueda. Pero todavía no. Ahora debe comer; después me lo contará todo.
Después del almuerzo, cuando regresamos al salón, me dijo:
—Y ahora, cuéntemelo todo sobre él.
Cuando por fin llegó el momento de hablar con este gran hombre, tan ilustrado, empecé a temer que me tomara por una pobre idiota, y a Jonathan por loco —su diario es tan extraño—, así que vacilé en seguir adelante. Pero él fue muy amable y muy dulce, y había prometido ayudarme, y confiaba en él, de modo que dije:
—Doctor Van Helsing, lo que tengo que contarle es tan extraño que espero que no vaya a reírse de mí o de mi marido. Llevo desde ayer consumida por una duda febril; debe de ser usted amable conmigo, y no creerme insensata por haber llegado a medio creer ciertas cosas muy extrañas.
Su actitud y sus palabras me tranquilizaron, cuando dijo:
—Oh, querida mía, si tuviera idea de lo extraño que es el asunto que me ha traído hasta aquí, sería usted la que se reiría. He aprendido a no menospreciar las creencias de nadie, no importa lo extrañas que sean. He intentado mantener una mente abierta; y no son los acontecimientos ordinarios de la vida los que podrían haberla cerrado, sino las cosas extrañas, las cosas extraordinarias, las cosas que hacen que uno dude si está loco o cuerdo.
—¡Gracias, mil gracias! Me ha quitado usted un peso de encima. Si me lo permite, voy a entregarle un escrito para que lo lea. Es largo, pero lo he mecanografiado. En él encontrará explicados mis problemas y los de Jonathan. Es la copia del diario que escribió durante su viaje por el extranjero, y lo que allí sucedió. No me atrevo a comentarle nada; prefiero que lo lea y juzgue por sí mismo. Luego, cuando volvamos a vernos, quizá será tan amable como para decirme qué piensa.
—Se lo prometo —dijo él cuando le entregué los papeles—. Mañana por la mañana, tan pronto como me sea posible, vendré a verles a usted y a su marido, si me lo permiten.
—Jonathan estará aquí a las once y media. Venga a comer con nosotros y podrá verle; puede tomar el tren rápido de las 3:34, que le dejará en Paddington[176] antes de las 8:00.
Le sorprendió que conociera con tanta exactitud el horario de los trenes, pero es que él no sabe que he memorizado todos los trenes con salida y llegada en Exeter, para serle útil a Jonathan en caso de que le surja una urgencia.
De modo que se ha marchado y se ha llevado el diario, y yo me he quedado aquí sentada, pensando… pensando no sé en qué.