(continuación)
Se dispuso que el funeral se celebrara dos días después, de modo que Lucy y su madre pudieran ser enterradas juntas. Yo personalmente me ocupé de todas las espantosas formalidades, y el cortés empresario de pompas fúnebres demostró que también sus empleados estaban en parte aquejados —o dotados— de la misma obsequiosa habilidad que él. Incluso la mujer que se encargó de amortajar a las difuntas me comentó en tono confidencial, como si fuéramos colegas de profesión, al salir de la cámara mortuoria:
—Es un cadáver muy hermoso, caballero. Ha sido un auténtico privilegio atenderla. ¡No exagero al decir que dará prestigio a nuestro establecimiento!
Observé que Van Helsing nunca se alejaba demasiado. El desorden que imperaba en la casa se lo permitía. Como no había familiares presentes, y Arthur tenía que regresar a Ring al día siguiente para atender al funeral de su padre, no pudimos avisar a ningún deudo. Dadas las circunstancias, Van Helsing y yo asumimos la tarea de examinar documentos, etc. El insistió en revisar personalmente los papeles de Lucy. Le pregunté el motivo, pues temía que, siendo extranjero, pudiera no estar al corriente de los requisitos legales ingleses y causar, por desconocimiento, alguna complicación innecesaria.
—Lo sé, lo sé —me respondió—. Olvidas que soy abogado además de médico. Pero no todo en este asunto concierne a la ley. Tú lo sabías y por eso eludiste al juez de instrucción. Yo tengo que eludir a alguien más que al juez. Podría haber más papeles… como éste.
Mientras hablaba extrajo de su cuaderno de notas el memorando que Lucy había guardado en su pecho, y que luego había roto dormida.
—Cuando encuentres la dirección del notario de la señora Westenra, sella todos sus papeles y escríbele esta misma noche. Yo me quedaré aquí toda la noche, vigilando esta habitación y el antiguo dormitorio de la señorita Lucy, y me encargaré de buscar lo que sea que pudiera haber. No estaría bien que sus pensamientos más íntimos cayeran en manos de extraños.
Me dediqué a mi parte del trabajo, y al cabo de media hora ya había encontrado el nombre y la dirección del notario de la señora Westenra y le había escrito. Todos los papeles de la pobre mujer estaban en regla, y contenían instrucciones explícitas respecto al lugar en el que quería ser enterrada. Apenas había sellado la carta cuando, para mi sorpresa, Van Helsing entró en la habitación, diciendo:
—¿Puedo ayudarte, amigo John? Estoy libre, y si necesitas algo, estoy a tu servicio.
—¿Ha encontrado lo que estaba buscando? —pregunté, a lo que él respondió:
—No buscaba nada específico. Sólo esperaba encontrar cualquier cosa que hubiera, y eso es lo que he encontrado, en realidad sólo algunas cartas, un par de memorandos y un diario recién comenzado. Pero aquí los tengo, y de momento no le hablaremos a nadie de ellos. Mañana por la tarde veré a ese pobre muchacho y, con su autorización, usaré algunos.
Una vez finalizadas las tareas pendientes, el profesor me dijo:
—Y ahora, amigo John, creo que deberíamos acostarnos. Necesitamos dormir, tanto tú como yo, y descansar para recuperarnos. Mañana tendremos mucho que hacer, pero esta noche ya nadie nos necesita. ¡Ay!
Antes de retirarnos fuimos a ver a la pobre Lucy. Ciertamente, el empresario de pompas fúnebres había realizado un trabajo extraordinario, pues había convertido la habitación en una pequeña chapelle ardente[160]. Había multitud de hermosas flores blancas, y se había hecho de la muerte algo lo menos repulsivo posible. Su rostro quedaba oculto por un extremo de la mortaja; cuando el profesor se inclinó y la levantó cuidadosamente, ambos nos sobresaltamos ante la belleza que apareció ante nuestros ojos, perfectamente apreciable gracias a la luz que arrojaban los altos cirios. Lucy había recuperado toda su hermosura al morir, y las horas que habían transcurrido no habían hecho sino restaurar la belleza de la vida —en lugar de dejar señales de los «inadvertidos dedos de la descomposición»[161]—, hasta el punto de que realmente fui incapaz de creer que mis ojos estuvieran observando un cadáver.
El profesor parecía muy serio. Él no la había amado como yo, y no tenía por qué haber lágrimas en sus ojos.
—Espera aquí a que regrese —dijo abandonando la estancia. Regresó con un puñado de flores de ajo procedentes de una caja que había en el vestíbulo, que nunca había llegado a abrir, y las repartió entre las otras, alrededor de la cama y también por encima. A continuación se quitó un pequeño crucifijo de oro que llevaba en torno al cuello, bajo la camisa, y lo colocó sobre la boca de Lucy. Luego volvió a colocar la mortaja en su sitio y salimos.
Estaba desvistiéndome en mi habitación cuando, tras dar un golpe de aviso en la puerta, el profesor entró y empezó a hablar de inmediato:
—Quiero que mañana me traigas, antes de que anochezca, un juego completo de instrumental post-mortem.
—¿Es que acaso debemos practicarle una autopsia? —pregunté.
—Sí, y no. Quiero operar, pero no como tú piensas. Voy a contártelo, pero no debes decirle ni una palabra a nadie. Quiero cortarle la cabeza y extraerle el corazón. ¡Ah! ¿Te escandalizas, tú, que eres cirujano? ¡Tú, al que he visto llevar a cabo, con mano firme y corazón imperturbable, operaciones a vida o muerte que harían estremecerse a los demás! Ah, pero no debo olvidar, amigo John, que tú la amabas; y no lo he olvidado, pues seré yo quien opere. Tú sólo me ayudarás. Me gustaría hacerlo esta misma noche, pero no lo haré por Arthur; mañana, tras el funeral de su padre, quedará libre de obligaciones y querrá verla… ver eso. Más tarde, cuando todos duerman y ella esté en su ataúd preparada para el día siguiente, tú y yo vendremos. Desatornillaremos la tapa del ataúd y llevaremos a cabo nuestra operación; luego volveremos a dejarlo todo como estaba, de modo que nadie salvo nosotros pueda saber lo que ha sucedido.
—¿Pero por qué tenemos que hacerlo? La muchacha está muerta. ¿Por qué mutilar su pobre cuerpo inútilmente? Si no existen motivos que justifiquen una autopsia, si no hay nada que ganar con ello, nada que pueda beneficiar a Lucy, a nosotros, a la ciencia o al conocimiento humano… ¿por qué hacerlo? Si no existen motivos, es monstruoso.
A modo de respuesta, Van Helsing puso una mano sobre mi hombro, y dijo con infinita ternura:
—Amigo John, me compadezco de tu pobre corazón dolorido; y te quiero aún más por lo que estás sufriendo. Si pudiera, echaría a mis espaldas la carga que acarreas. Pero hay cosas que aún desconoces y que deberás saber. Y me bendecirás por saberlas, aunque no sean agradables. John, hijo mío, hace muchos años que somos amigos y en todo este tiempo, ¿alguna vez has visto que hiciera algo sin tener una buena causa? Puedo equivocarme, pues sólo soy humano; pero siempre creo en todo lo que hago. ¿No fue por ese mismo motivo por el que llamaste cuando surgió el gran problema? ¡Sí! ¿Acaso no te sorprendió, más aún, te horrorizó que no le permitiera a Arthur besar a su amada, a pesar de que estaba muriendo, y que le apartara de su lado con todas mis fuerzas? ¡Sí! ¿Y acaso no viste cómo ella, sin embargo, me lo agradeció, con sus hermosos ojos agonizantes y su debilitada voz, y cómo besó mi tosca y anciana mano y me bendijo? ¡Sí! ¿Y acaso no me oíste jurarle una solemne promesa y no le viste a ella cerrar los ojos agradecida? Una vez más, ¡sí!
»Créeme, tengo buenas razones para hacer todo lo que quiero hacer. Llevas muchos años confiando en mí; también estas últimas semanas has creído en mí, a pesar de que han sucedido algunas cosas tan extrañas que bien podrías haber dudado. Sigue creyendo en mí un poco más, amigo John. Si no contase con tu confianza, tendría que contarte todo lo que pienso; y eso quizá no convenga. Y si debo actuar sin la confianza de mi amigo, cosa que no dudaré en hacer con confianza o sin ella, será con el corazón apesadumbrado. Y me sentiré… ay, muy solo, precisamente cuando necesito toda la ayuda y el coraje posibles.
Hizo una breve pausa y luego prosiguió solemnemente:
—Amigo John, nos esperan días extraños y terribles. Trabajemos juntos, no como dos, sino como uno solo, para llegar a un buen fin. ¿Tendrás fe en mí?
Le estreché la mano y se lo prometí. Mantuve la puerta abierta mientras él se alejaba, y le observé ir hasta su habitación y entrar en ella. Mientras estaba allí, vi a una de las doncellas recorrer silenciosamente el pasillo —estaba de espaldas a mí, de modo que no me vio— y entrar en la habitación en la que yacía Lucy. La imagen me conmovió. La lealtad es tan escasa que siempre se lo agradecemos mucho a aquellos que se la muestran por iniciativa propia a los que amamos. Allí estaba aquella pobre muchacha, sobreponiéndose a los terrores que naturalmente sentía ante la muerte, para ir a velar a solas junto a las andas de su querida señorita, de modo que el pobre barro no estuviera a solas hasta recibir el descanso eterno…
Debo de haber dormido mucho y muy profundamente, pues ya era pleno día cuando Van Helsing me despertó al entrar en mi habitación. Se acercó a mi cama y me dijo:
—No te preocupes por el instrumental, no vamos a hacerlo.
—¿Por qué no? —pregunté, pues su solemnidad de la noche anterior me había impresionado sobremanera.
—Porque —dijo severamente— es demasiado tarde… o demasiado temprano. ¡Mira!
Me mostró el pequeño crucifijo de oro.
—Fue robado durante la noche.
—¿Cómo puede haber sido robado —pregunté asombrado—, si lo tiene usted?
—Porque lo recuperé de manos de la despreciable granuja que lo robó, de la mujer que robó a los muertos y a los vivos. vSu castigo llegará, a buen seguro, pero no seré yo quien se lo imponga; no sabía realmente lo que estaba haciendo y, en su ignorancia, únicamente ha robado. Ahora debemos esperar.
Se fue sin decir nada más, dejándome con un nuevo misterio que ponderar» un nuevo acertijo al que enfrentarme.
La mañana transcurrió tristemente, pero al mediodía vino el notario: el señor Marquand, de Wholeman, Hijos, Marquand & Lidderda— le. Fue muy cordial y se mostró muy agradecido por lo que habíamos hecho, librándonos de toda preocupación por los detalles. Durante el almuerzo nos contó que, desde hacía algún tiempo, la señora Westenra esperaba morir de un momento a otro debido a un ataque al corazón y que había dejado todos sus asuntos en orden; nos informó de que, con la excepción de cierta propiedad vinculante del padre de Lucy —que ahora, dado que no existía descendencia directa, iría a parar a una rama distante de la familia—, todas sus pertenencias, inmobiliarias y personales, habían sido legadas a Arthur Holmwood. Después de habernos dicho esto, añadió:
—Francamente, hicimos todo lo posible por prevenir tal disposición testamentaria, y le indicamos ciertas contingencias que bien podrían dejar a su hija sin un penique, o bien la privarían de tanta libertad como debería disponer para actuar en lo referente a una alianza matrimonial. De hecho, le presionamos tanto con este asunto que casi tuvimos un conflicto, pues la señora Westenra nos preguntó si éramos capaces o no de llevar a cabo sus deseos. Por supuesto, no nos quedó entonces otra alternativa que aceptar sus condiciones. En principio nos asistía la razón, y en un noventa y nueve por cien de los casos la lógica de los acontecimientos habría acabado demostrando la certeza de nuestro juicio. De todos modos, debo admitir francamente que, en este caso, cualquier otra disposición hubiera hecho imposible que se llevaran a cabo sus deseos. Pues, al fallecer ella antes que su hija, esta última habría entrado en posesión de todos sus bienes, e incluso aunque sólo hubiera sobrevivido a su madre por cinco minutos, su herencia, en caso de no existir testamento —algo prácticamente imposible en este caso—, habría sido tratada como si hubiera fallecido sin testar. En cuyo caso, Lord Godalming, a pesar de ser un amigo tan querido, no habría tenido derecho a la más mínima reclamación; y los herederos, por muy lejanos que sean, no se verían inclinados a renunciar a sus justos derechos por razones sentimentales en favor de un completo desconocido. Les aseguro, caballeros, que me siento muy satisfecho con el resultado. Muy satisfecho, sí.
Era buena persona, pero su regocijo ante una mínima parte —aquella en la que estaba oficialmente interesado— de tamaña tragedia, fue un buen ejemplo sobre las limitaciones de la comprensión humana.
No se quedó mucho rato, pero dijo que volvería más avanzado el día para ver a Lord Godalming. Su visita, en cualquier caso, nos había proporcionado cierto consuelo, ya que nos aseguró que no debíamos temer críticas hostiles a ninguna de nuestras acciones. Esperábamos que Arthur llegara a las cinco en punto, de modo que, poco antes de esa hora, visitamos la cámara mortuoria. Y eso era precisamente en lo que se había convertido la estancia, pues ahora tanto la madre como la hija yacían en ella. El empresario de pompas fúnebres, fiel a su oficio, había realizado una verdadera exhibición de sus mercancías, y había en el lugar un aire mortuorio que mermó nuestros ánimos de inmediato. Van Helsing ordenó que volviera a arreglarlo todo tal y como estaba antes, explicando que, como Lord Godalming estaba a punto de llegar, resultaría menos angustioso para sus sentimientos ver los restos mortales de su fianceecompletamente a solas. El empresario de pompas fúnebres pareció perplejo ante su propia estupidez, y se afanó para dejarlo rodo en las mismas condiciones que la noche anterior, de modo que cuando Arthur llegara pudiéramos evitar herir sus sentimientos en la medida de lo posible.
¡Pobre tipo! Parecía desesperadamente triste y roto; incluso su robusta hombría parecía haber mermado en cierto modo ante la tensión de sus emociones tan duramente puestas a prueba. Yo sabía que había estado genuina y devotamente unido a su padre; y perderle, en semejante momento además, había supuesto un amargo mazazo para él. Conmigo se mostró tan cálido como siempre, y con Van Helsing fue dulcemente cortés; pero no pude evitar ver que, de algún modo, se sentía cohibido ante él. El profesor también lo percibió, y me hizo señas para que le condujera arriba. Así lo hice, y le dejé frente a la puerta de la habitación, pues pensé que querría estar a solas con ella; pero él me tomó del brazo y me condujo al interior, diciendo roncamente:
—Tú también la amabas, viejo amigo; me lo contó todo al respecto, y ningún otro amigo estuvo más cerca de su corazón que tú. No sé cómo agradecerte todo lo que has hecho por ella. Aún no puedo hacerme a la idea…
Llegado este momento, se le hizo imposible continuar, y arrojó sus brazos alrededor de mis hombros y apoyó la cabeza en mi pecho, sollozando:
—¡Oh, Jack, Jack! ¿Qué voy a hacer? Es como si toda la vida me hubiera abandonado de repente y ya no me quedara nada en el mundo por lo que vivir.
Le reconforté lo mejor que pude. En tales ocasiones, los hombres no necesitan palabras. Un apretón con la mano, un brazo estrechándose sobre el hombro, un sollozo al unísono… son expresiones de simpatía apreciadas por el corazón del hombre. Permanecí inmóvil y en silencio hasta que murieron sus sollozos, y entonces le dije suavemente:
—Ven a verla.
Nos acercamos juntos a la cama, y yo retiré la mortaja de su rostro. ¡Dios! Qué hermosa estaba. Su belleza parecía aumentar con cada hora. Me asustó y me sorprendió; en cuanto a Arthur, se estremeció y finalmente empezó a temblar presa de la duda, como si padeciera fiebres. Al cabo de una larga pausa, me dijo con un débil susurro:
—Jack, ¿de verdad está muerta?
Le aseguré tristemente que así era y, a continuación, sugerí —pues sentí que debía evitar de inmediato que siguiera albergando tan horrible duda— que a menudo ocurría que, tras el fallecimiento, los rasgos solían suavizarse e incluso recuperaban su antigua belleza; y que esto sucedía especialmente en los casos en los que la muerte había sido precedida de algún sufrimiento intenso o prolongado. Esto pareció disipar sus dudas y, tras arrodillarse junto a la cama, mirándola amorosamente durante largo rato, se echó a un lado. Le dije que tenía que despedirse, pues tenían que preparar el ataúd; de modo que volvió a acercarse y tomó su mano muerta entre las suyas y la besó; y se inclinó sobre ella y la besó en la frente. Salió de la habitación, mirando cariñosamente hacia atrás por encima del hombro mientras avanzaba.
Le dejé en el salón y le dije a Van Helsing que ya se había despedido; de modo que éste fue a la cocina para decirle a los hombres de la empresa de pompas fúnebres que ya podían proceder con los preparativos y que atornillaran el ataúd. Cuando regresó, le comenté la pregunta de Arthur, y él respondió:
—No me sorprende. ¡Justo ahora, yo mismo he dudado por un momento!
Cenamos todos juntos, y pude ver que el pobre Art se esforzaba por poner buena cara. Van Helsing permaneció en silencio durante toda la cena, pero tan pronto como encendimos nuestros puros, dijo:
—Lord… —pero Arthur le interrumpió:
—¡No, no! ¡Eso no, por el amor de Dios! Al menos, no todavía. Discúlpeme, caballero, no pretendía ofenderle; pero mi pérdida es tan reciente…
El profesor respondió muy dulcemente:
—Sólo he utilizado ese título porque tenía dudas. No me veo capaz de llamarle «señor», y he llegado a apreciarle… sí, mi querido muchacho, a apreciarle como Arthur.
Arthur alargó la mano, y estrechó calurosamente la del anciano.
—Llámeme como quiera —dijo—. Espero poder ostentar siempre el título de amigo. Y permítame decirle que no tengo palabras para agradecerle su bondad para con mi pobre amada —aquí hizo una pausa momentánea, y luego prosiguió—. Sé que ella entendió su bondad incluso mejor que yo; y si fui grosero, o le falté de algún modo en aquella ocasión en la que usted… bueno, ya recuerda —el profesor asintió—, debe perdonarme.
Van Helsing respondió con seria amabilidad:
—Sé que fue difícil para usted confiar en mí entonces, pues para confiar en semejante violencia es preciso entender; y asumo que ahora no confía en mí, no puede confiar en mí, pues aún no entiende. Y habrá, es posible, más ocasiones en las que necesitaré que confíe usted en mí, aunque no pueda, ni deba, entender todavía. Pero llegará un momento en el que su confianza en mí será total; un momento en el que lo entenderá todo con tanta claridad como si la mismísima luz del sol le hubiera iluminado. Entonces me bendecirá usted de principio a fin por haber procurado su bien, el de otros, y el de aquella a la que juré proteger.
—Desde luego, caballero, desde luego —dijo Arthur calurosamente—. Confiaré en usted en todos los sentidos. Sé que tiene usted un corazón noble, no me cabe duda de ello. Además, es usted amigo de Jack y lo fue de ella. Puede hacer lo que quiera.
El profesor se aclaró la garganta un par de veces, como si fuera a hablar, y finalmente dijo:
—¿Podría preguntarle algo ahora?
—Claro.
—¿Sabe que la señora Westenra le legó todas sus propiedades?
—No, pobrecilla; ni se me habría ocurrido.
—Y como ahora todo es suyo, tiene derecho a disponer de ello según le plazca. Necesito que me dé permiso para leer todos los papeles y cartas de la señorita Lucy. Créame, no es curiosidad vana. Tengo un motivo que ella habría aprobado, puede estar seguro. Están todos aquí. Los cogí antes de saber que eran suyos, para evitar que ninguna mano extraña pudiera tocarlos… para que ningún ojo extraño pudiera penetrar en su alma a través de sus palabras. Si me lo permite, quisiera guardarlos; ni siquiera usted podrá verlos aún, pero yo los guardaré en sitio seguro. No se perderá ni una sola palabra. Y cuando llegue el momento, se los devolveré a usted. Sé que lo que le pido es difícil, pero usted accederá por el bien de Lucy, ¿verdad que sí?
Arthur habló cordialmente, volviendo a ser el de siempre:
—Doctor Van Helsing, puede hacer lo que desee. Tengo la impresión de que al decir esto estoy cumpliendo los deseos de mi amada. No le molestaré con preguntas hasta que llegue el momento adecuado.
El viejo profesor se levantó mientras decía solemnemente:
—Y hace bien. Nos esperan momentos de dolor; pero no todo será dolor, ni tampoco este dolor será definitivo. Tanto nosotros como usted, sobre todo usted, querido muchacho, vamos a tener que cruzar aguas amargas antes de alcanzar las dulces. Pero debemos ser valientes y generosos y cumplir con nuestro deber, ¡y entonces todo irá bien!
Aquella noche dormí en un sofá en la habitación de Arthur. Van Helsing no se acostó en ningún momento. Anduvo de aquí para allá, como si estuviera patrullando la casa, sin perder en ningún momento de vista la habitación en la que Lucy yacía en su ataúd, cubierta con las flores de ajo silvestre que llenaban la noche, destacando entre el aroma de lirio y rosas, de un olor pesado y sofocante.