22 de septiembre. —Todo ha terminado. Arthur ha regresado a Ring, y se ha llevado a Quincey Morris consigo. ¡Qué tipo tan estupendo es Quincey! Creo en lo más profundo de mi corazón que ha sufrido tanto por la muerte de Lucy como cualquiera de nosotros, pero lo ha soportado todo con la moral de un vikingo. Si América es capaz de continuar engendrando hombres como él, realmente acabará siendo una verdadera potencia mundial. Van Helsing se ha acostado, pues tiene que descansar antes de su viaje. Sale para Ámsterdam esta misma noche, aunque me ha dicho que volverá mañana por la noche; que sólo necesita ultimar unos preparativos de los que tiene que encargarse personalmente. Después, si puede, pasará una temporada conmigo; dice que tiene que emprender cierta tarea en Londres que podría llevarle algún tiempo. ¡Pobre viejo! Temo que las tensiones de esta última semana han quebrantado incluso su férrea voluntad. Durante el entierro pude ver los terribles esfuerzos que hacía por contenerse. Después, cuando todo terminó, estábamos escuchando a Arthur, mientras el pobre tipo hablaba de su participación en la operación que había transferido su sangre a las venas de Lucy, y observé que el rostro de Van Helsing tan pronto palidecía como se ruborizaba. Arthur estaba diciendo que sentía como si desde entonces ambos hubiesen estado realmente casados, y que, a ojos de Dios, ella era su esposa. Ninguno de nosotros dijo una sola palabra sobre las otras operaciones, y ninguno lo hará jamás. Arthur y Quincey se marcharon juntos a la estación, y Van Helsing y yo vinimos aquí. En el momento en que estuvimos a solas en el carruaje, se dejó llevar por un ataque de histeria en toda regla. Él me ha negado después que fuese histeria, y ha insistido en que se trataba únicamente de su sentido del humor sobreponiéndose a unas circunstancias terribles. Se echó a reír hasta que se le saltaron las lágrimas, y tuve que bajar las cortinillas, no fuera a vernos alguien y a hacerse una idea equivocada; después se echó a llorar hasta que volvió a romper a reír; y luego rió y lloró a la vez, tal y como hacen las mujeres. Intenté mostrarme severo con él, tal y como haría uno con una mujer en las mismas circunstancias; pero sin ningún resultado. ¡Qué diferentes son los hombres y las mujeres a la hora de manifestar su fuerza o su debilidad nerviosa! Entonces, cuando su semblante volvió a recuperar su acostumbrada seriedad, le pregunté a qué venía tanta hilaridad, precisamente en semejante momento. Su respuesta fue, en cierto modo, característica suya, pues fue lógica y contundente a la vez que misteriosa:
—Ah, no lo entiendes, amigo John. No creas que no estoy triste, aunque ría. ¿Ves? He llorado incluso cuando la risa me estaba ahogando. Pero tampoco vayas a pensar que estoy triste cuando lloro, pues la risa se abre paso igualmente. Ten siempre en cuenta que la risa que llama a tu puerta y pregunta: «¿Puedo entrar?», no es la auténtica risa. ¡No! La risa es como un rey, que llega cuando y como quiere. No le pregunta a nadie; no elige el momento adecuado. Se limita a decir: «Aquí estoy». Observa mi ejemplo: siento muchísima pena por esa dulce joven; he dado mi sangre por ella, a pesar de ser un viejo agotado; le he dedicado mi tiempo, mi habilidad, mis desvelos; he abandonado a otros pacientes que me necesitaban para entregarme en exclusiva a ella. Y, sin embargo, he podido reír en su mismísimo funeral… reír cuando sobre su ataúd caía la tierra de la pala del sacristán, diciéndole a mi corazón: «¡Bum! ¡Bum!», hasta que ha reclamado la sangre de mis mejillas. Mi corazón sufre por ese pobre muchacho… Ese querido muchacho que tiene la misma edad que habría tenido mi hijo si Dios le hubiera permitido vivir, y su mismo pelo, y sus mismos ojos. Bueno, ahora ya sabes por qué le aprecio tanto. Y a pesar de todo, cuando dice cosas que tocan lo más hondo de mi corazón de marido, y que hacen que mi corazón de padre suspire por él como por ningún otro hombre —ni siquiera por ti, amigo John, pues nosotros estamos más parejos en experiencias que padre e hijo—, incluso en tales momentos, el Rey Risa acude a mí y grita y brama en mi oído: «¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí!», hasta que la sangre regresa danzando y trae a mis mejillas algo de la luz que acarrea consigo. Ay, amigo John, vivimos en un mundo extraño, un mundo triste, un mundo lleno de miserias y desgracias y penurias; y aun así, cada vez que llega el Rey Risa, los hace bailar a todos al son de su canción. Los corazones sangrantes, los huesos resecos del cementerio, las lágrimas que queman al caer… todos bailan juntos al son de la música que toca con su boca carente de sonrisa. Y créeme, amigo John, es bueno y generoso al venir. ¡Ay! Nosotros, los hombres y las mujeres, somos como cuerdas sometidas a una tensión que tira de nosotros hacia extremos opuestos. Entonces llegan las lágrimas; y, al igual que hace la lluvia con las sogas, nos templan, hasta que quizá la tensión es demasiado grande, y nos rompemos. Pero el Rey Risa llega como la luz del sol, y vuelve a rebajar la tensión; y entonces podemos soportar seguir con nuestra labor, sea la que sea.
No quería herirle fingiendo no entenderle; pero, como aún desconocía el motivo de sus carcajadas, se lo pregunté. El rostro de Van Helsing se tornó severo, y me respondió con un tono muy diferente:
—Oh, fue la tétrica ironía de todo ello… la encantadora dama engalanada con flores, tan hermosa como si aún estuviera viva, hasta que, uno a uno, todos nos preguntamos si realmente estaba muerta; yaciendo en aquel espléndido mausoleo de mármol, en ese solitario cementerio, en el que descansan tantos miembros de su familia, yaciendo junto a la madre que tanto la quiso, y a la que ella tanto quiso; y aquella sagrada campana sonando, «¡dong! ¡dong! ¡dong!», triste y lentamente; y aquellos santos varones, tocados con las blancas indumentarias de los ángeles, fingiendo leer libros, a pesar de que no han dirigido su vista a las páginas ni una sola vez; y todos nosotros agachando la cabeza. Y todo, ¿para qué? Ella está muerta. ¡Así es! ¿No?
—A fe mía, profesor —dije—, que no veo nada risible en todo eso. ¡Vaya, su explicación hace el enigma más difícil todavía! Pero incluso aunque la ceremonia fúnebre hubiese sido cómica, ¿qué pasa con el pobre Art y con su pena? Tiene el corazón sencillamente destrozado.
—Justamente. ¿Acaso no ha dicho que la transfusión de su sangre a las venas de ella la había convertido realmente en su esposa?
—Sí, es una idea que a él le resulta grata y reconfortante.
—Así es. Pero hay una dificultad, amigo John. De ser así, ¿qué pasa con los demás? ¡Jo, jo! En ese caso, esta dulce doncella es poliándrica; y yo, con mi pobre esposa muerta en lo que a mí respecta, pero viva por la ley de la Iglesia, aunque carezca por completo de actividad cerebral… yo, que sigo siendo fiel a la que ahora no es sino una no-esposa, soy bígamo.
—¡Tampoco veo en eso ningún motivo para bromear! —exclamé, pues no me gustaba nada que dijera semejantes cosas. Él puso una mano sobre mi brazo, y dijo:
—Amigo John, perdona si te he molestado. No he mostrado mis sentimientos ante los demás cuando habría podido herirles, sino únicamente ante ti, viejo amigo, en quien sé que puedo confiar. Si hubieras podido ver en mi corazón entonces, cuando quise reír; si hubieras podido hacerlo cuando llegaron las carcajadas; si pudieras hacerlo ahora, que el Rey Risa ya ha empaquetado su corona y ha hecho las maletas, pues se marcha lejos, muy lejos de mí, y por mucho, mucho tiempo, quizá entonces me compadecerías más que a nadie.
Me conmovió la ternura de su tono, y le pregunté por qué.
—¡Porque yo sé!
Y ahora todos nos hemos separado; y durante muchos y largos días la soledad posará sus alas siniestras sobre nuestros tejados. Lucy yace en el panteón de su familia, un mausoleo señorial situado en un cementerio solitario, lejos de la bulliciosa Londres; donde el aire es fresco, el sol se eleva sobre Hampstead Hill, y las flores silvestres crecen a su libre albedrío.
Ahora puedo dar por terminado este diario; y sólo Dios sabe si alguna vez volveré a empezar otro. Si lo hago, o si reabro éste de nuevo, será para ocuparme de otras personas y de otros asuntos; y ahora, tras haber contado el final de la historia del amor de mi vida, vuelvo a retomar el hilo del trabajo de mi vida y digo tristemente y sin esperanza:
«FINIS»