22 de septiembre. —Escribo en el tren de camino a Exeter. Jonathan duerme.
Parece que fue ayer cuando hice la última anotación y, sin embargo, cuántas cosas han sucedido desde entonces, cuando estaba en Whitby, con todo el mundo ante mí, mientras Jonathan se encontraba lejos y no tenía noticias de él; y ahora, casada con Jonathan, Jonathan notario, socio de su empresa, rico, dueño de su negocio, el señor Hawkins muerto y enterrado, y Jonathan sufriendo otro ataque que podría perjudicarle. Puede que algún día me pregunte al respecto. Lo anotaré todo. He perdido práctica con la taquigrafía —véase lo que la prosperidad inesperada hace por nosotros—, de modo que no me vendrá mal un poco de ejercicio para refrescarla…
La ceremonia fue muy sencilla y muy solemne. Sólo estuvimos nosotros y los sirvientes, uno o dos viejos amigos de Exeter del señor Hawkins, su agente en Londres y un caballero que vino en representación de Sir John Paxton, el Presidente de la Incorporated Law Society[162]. Jonathan y yo estuvimos todo el rato cogidos de la mano, y sentimos que nuestro mejor y más querido amigo nos había dejado…
Regresamos a la ciudad en silencio, tomando un autobús a Hyde Park Córner[163]. Jonathan pensó que me gustaría ir un rato al Row[164]”, de modo que nos sentamos allí; pero había muy poca gente, y resultaba deprimente y desolador ver tantas sillas vacías. Nos hizo pensar en la silla vacía que nos esperaba en casa; de modo que nos levantamos y paseamos hacia Piccadilly. Jonathan me llevaba del brazo, tal y como lo solía hacer en los viejos tiempos, antes de que yo me fuera al colegio. Me parecía incorrecto, pues no se puede estar enseñando etiqueta y decoro a otras chicas varios años sin que se te pegue un poco de pedantería; pero se trataba de Jonathan, mi marido, y no conocíamos a nadie que pudiera vernos —y no nos importaba si lo hacían—, de modo que seguimos paseando así. Yo estaba mirando a una muchacha muy hermosa, que llevaba una enorme pamela, sentada en una victoria[165] frente a Giulianos [166], cuando noté que Jonathan apretaba mi brazo con tanta fuerza que me hizo daño, mientras decía casi sin aliento:
—¡Dios mío!
Me preocupo continuamente por Jonathan, pues siempre temo que pueda sufrir un nuevo ataque nervioso que vuelva a alterarle; así que me volví rápidamente hacia él y le pregunté qué era lo que le había perturbado.
Estaba muy pálido, y sus ojos parecieron salírsele de las órbitas mientras observaba, con una expresión medio de terror medio de asombro, a un hombre alto y delgado, de nariz ganchuda, mostacho negro y barba puntiaguda, que también estaba mirando a la hermosa muchacha. La observaba con tanta atención que no se percató de nuestra presencia, así que pude estudiarle a mi antojo. Su rostro no era agradable; era duro, y cruel, y sensual, y sus grandes dientes blancos —que parecían más blancos aún debido a lo rojo de sus labios— eran puntiagudos como los de un animal. Jonathan continuó observándole de tal modo que pensé que se daría cuenta, y temí que se lo tomara a mal —parecía tan fiero y desagradable—. Le pregunté a Jonathan por qué estaba tan alterado, y él respondió, creyendo sin duda que yo sabía tanto como él sobre el asunto:
—¿No ves quién es?
—No, querido —respondí yo—; no le conozco, ¿quién es?
Su respuesta me impresionó y me provocó un estremecimiento, ya que lo dijo como si no fuera consciente de que era conmigo, Mina, con quien estaba hablando:
—¡Es él en persona!
El pobre estaba evidentemente aterrorizado por algún motivo… terriblemente aterrorizado; creo que si no me hubiera tenido a su lado, y no hubiera podido recurrir a mí para apoyarse, se hubiera venido abajo. Continuó mirando fijamente. Un hombre salió de la tienda con un pequeño paquete y se lo entregó a la muchacha, quien a continuación se marchó en su coche. El hombre moreno mantuvo sus ojos fijos en ella, y al ver que el carruaje ascendía por Piccadilly siguió la misma dirección, llamando a un cabriolé[167]. Jonathan lo siguió con la vista, y dijo como para sus adentros:
—Creo que es el Conde, pero tan rejuvenecido… ¡Dios mío, si así fuera! ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ¡Si tuviera la certeza! ¡Si tuviera la certeza!
Se estaba alterando tanto que temí que siguiera obsesionándose con el tema si le preguntaba al respecto, así que no dije nada. Le alejé de allí en silencio, y él, agarrado a mi brazo, se dejó llevar. Paseamos un poco más, y entonces entramos a sentarnos un rato en Green Park. Era un día caluroso para ser otoño, y encontramos un banco cómodo a la sombra. Al cabo de un par de minutos mirando a la nada, los ojos de Jonathan se cerraron, y se quedó dormido en silencio, con la cabeza apoyada en mi hombro. Pensé que era lo mejor para él, así que no le molesté. Unos veinte minutos después se despertó y me dijo con bastante alegría:
—Vaya, Mina, ¿he estado durmiendo? Oh, perdona que haya sido tan grosero. Ven, vamos a tomar una taza de té en algún sitio.
Evidentemente lo había olvidado todo sobre el hombre desconocido, igual que en el transcurso de su enfermedad había olvidado todo lo que este episodio le había hecho recordar. No me gustan estos lapsos de memoria; podrían crear —o prolongar— algún daño en el cerebro. No debo preguntarle, pues temo hacer más mal que bien; pero de alguna manera debo saber todo lo acontecido durante su viaje al extranjero. Temo que ha llegado el momento de abrir aquel paquete y leer lo que sea que haya escrito en su diario. Oh, Jonathan, sé que me perdonarás si me equivoco, pero es por tu propio bien.
Más tarde. —El regreso a casa ha sido triste en todos los sentidos: falta la presencia del querido amigo que tan bueno fue con nosotros; Jonathan está pálido y mareado, afectado por una ligera recaída de su enfermedad; y ahora, un telegrama de un tal Van Helsing, sea quien sea:
«Le apenará saber que la señora Westenra falleció hace cinco días, y que Lucy falleció anteayer. Ambas fueron enterradas hoy».
¡Oh, cuánta desgracia en tan pocas palabras! ¡Pobre señora Westenra! ¡Pobre Lucy! ¡Se han ido, se han ido para no volver jamás! ¡Y pobre, pobre Arthur, cuya vida se ha visto privada de tanta dulzura! Que Dios nos ayude a todos a soportar nuestras penas.