Capítulo XII

DIARIO DEL DOCTOR SEWARD

18 de septiembre. —Salí de inmediato hacia Hillingham y llegué temprano. Tras decirle al cochero que me esperara en la entrada, recorrí la avenida a solas. Llamé suavemente a la puerta y tiré de la campanilla con la mayor discreción posible, ya que no quería molestar a Lucy ni a su madre, y esperaba que fuese un criado quien acudiera a abrir. Al cabo de un rato, al no haber obtenido respuesta, volví a golpear y a tirar de la campanilla; seguía sin haber respuesta. Maldije la pereza de los sirvientes, que seguían en la cama a semejante hora —pues eran las diez en punto—, de modo que volví a llamar y a golpear, esta vez con mayor impaciencia, pero siguió sin responder nadie. Hasta entonces me había limitado a culpar a los criados, pero en aquel momento me asaltó un terrible temor. ¿Era acaso este silencio otro eslabón en la infausta cadena que parecía estar estrechándose a nuestro alrededor? ¿Acaso había llegado demasiado tarde y la muerte se me había adelantado? Sabía que apenas unos minutos —incluso unos segundos— de retraso podrían suponer horas de peligro para Lucy, si es que había sufrido de nuevo una de sus horribles recaídas, por lo que rodeé la casa para ver si por casualidad encontraba una entrada en alguna parte.

No pude encontrar ningún medio de acceso. Todas las puertas y ventanas estaban cerradas y acerrojadas, de modo que regresé frustrado al porche. Mientras me dirigía hacia allí, oí un ruido de cascos de caballo acercándose apresuradamente. Se detuvieron frente a la entrada, y un par de segundos más tarde vi a Van Helsing subiendo la avenida. Al verme, lanzó un grito ahogado:

—¡Entonces eras tú, y recién llegado! ¿Cómo está? ¿Llegamos demasiado tarde? ¿No recibiste mi telegrama?

Respondí, con tanta premura y coherencia como pude, que no había recibido su telegrama hasta primera hora de aquella misma mañana y que no había perdido ni un minuto en venir aquí, sólo que no había conseguido que nadie de la casa respondiera a mis llamadas. Van Helsing guardó un momento de silencio y luego se descubrió mientras decía solemnemente:

—Entonces temo que llegamos demasiado tarde. ¡Que sea lo que Dios quiera!

Con su característica facilidad de recuperación, prosiguió:

—Vamos. Si no hay vía libre para entrar, tenemos que abrir una. Ahora el tiempo lo es todo para nosotros.

Rodeamos la casa hasta llegar a la parte trasera, donde había una ventana de la cocina. El profesor extrajo una pequeña sierra quirúrgica de su maletín y, tras entregármela, señaló los barrotes de hierro que protegían la ventana. Los ataqué de inmediato, y en poco tiempo serré tres. Después, con un cuchillo largo y estrecho, forzamos las sujeciones de los marcos y abrimos la ventana. Ayudé a entrar al profesor y le seguí al interior. No había nadie ni en la cocina ni en los cuartos de la servidumbre, que estaban al lado. Mientras avanzábamos, fuimos comprobando todas las habitaciones que encontramos, hasta que en el comedor, vagamente iluminado por los rayos de luz que se filtraban a través de las persianas, encontramos a cuatro sirvientas tiradas en el suelo. No había posibilidad de creerlas muertas, pues sus estertóreas respiraciones y el acre aroma a láudano que flotaba en la habitación no dejaban lugar a dudas sobre su condición. Van Helsing y yo nos miramos el uno al otro, y él dijo, mientras seguíamos avanzando:

—Podemos atenderlas luego.

Subimos entonces a la habitación de Lucy. Durante unos instantes nos detuvimos junto a la puerta a escuchar, pero no conseguimos oír nada. Pálidos y temblorosos, abrimos cuidadosamente la puerta y entramos en la habitación.

¿Cómo podré describir lo que vimos? Sobre la cama yacían dos mujeres, Lucy y su madre. Esta última, en el extremo más alejado, cubierta con una sábana blanca cuyo extremo había sido levantado por la corriente que se filtraba por la ventana rota, descubriendo su rostro blanco y demacrado, en el que había grabada una expresión de terror. Junto a ella yacía Lucy, mortalmente pálida y más demacrada aún. Encontramos las flores que había llevado en torno a su cuello sobre el pecho de su madre, y su garganta descubierta mostraba las dos pequeñas heridas que ya había percibido anteriormente, sólo que mucho más blancas y horriblemente magulladas. Sin decir una sola palabra, el profesor se inclinó sobre la cama hasta que su cabeza casi tocó el pecho de la pobre Lucy; entonces volvió rápidamente la cabeza, con el mismo gesto de alguien que escucha, y poniéndose en pie de un salto gritó:

—¡Aún no es demasiado tarde! ¡Rápido! ¡Rápido! ¡Trae el coñac!

Corrí escaleras abajo y regresé con él, asegurándome antes de olerlo y probarlo, no fuera a estar también drogado, como el decantador de jerez que había encontrado sobre la mesa. Las doncellas aún respiraban, aunque más inquietas, por lo que imaginé que la acción del narcótico estaba empezando a desaparecer. No me quedé para asegurarme, sino que regresé junto a Van Helsing. Igual que la vez anterior, éste le dio a Lucy unas friegas con el coñac en labios y encías, y en las muñecas y las palmas de las manos. Luego me dijo:

—Esto es todo lo que puede hacerse por el momento. Ve a despertar a esas doncellas. Azótalas en la cara con una toalla húmeda, tan fuerte como sea necesario. Oblígalas a encender un fuego y a preparar un baño caliente. Esta pobre criatura está casi tan fría como la que yace a su lado. Antes de poder hacer nada más tenemos que conseguir calentarla.

Acudí de inmediato, y apenas tuve dificultades para despertar a tres de las mujeres. La cuarta, sin embargo, era muy joven, y evidentemente la droga le había hecho mayor efecto, de modo que la tumbé sobre el sofá y la dejé dormir. Las otras se mostraron desorientadas en un principio, pero luego empezaron a recordar y se pusieron a llorar y a sollozar histéricamente. En cualquier caso, fui severo con ellas y ni siquiera las dejé hablar. Les dije que ya era suficiente con haber perdido una vida y que si seguían perdiendo el tiempo sacrificarían también a la señorita Lucy. De modo que, sollozando y llorando, fueron a desempeñar sus tareas, a medio vestir como estaban, y prepararon fuego y agua. Afortunadamente, los fuegos de la cocina y la caldera no se habían apagado, y no faltó el agua caliente. Preparamos la bañera y llevamos a Lucy, tal como estaba, y la metimos dentro. Mientras frotábamos sus miembros, oí que alguien llamaba a la puerta de entrada. Una de las doncellas corrió a vestirse apresuradamente y abrió, y luego vino a susurrarnos que había llegado un caballero que traía un mensaje del señor Holmwood. Le ordené que sencillamente le dijera que debía esperar, pues en aquel momento no podíamos atender a nadie. Se marchó a entregar el mensaje y, absorto en nuestro trabajo, me olvidé por completo de él.

En toda mi experiencia, jamás había visto al profesor trabajar con tanto denuedo. Sabía —igual que él— que estábamos luchando cara a cara con la muerte, y en una pausa así se lo dije. Él me contestó algo que no comprendí, pero con la mayor seriedad que es capaz de expresar su rostro:

—Si eso fuera todo, me detendría ahora mismo y la dejaría desvanecerse hasta encontrar la paz, pues no veo en su horizonte ninguna luz que pueda alumbrar su vida.

Luego reanudó su trabajo con renovado y aún más frenético vigor, si es que eso fuera posible.

En breve, ambos empezamos a percibir que el calor estaba surtiendo algún efecto. El corazón de Lucy latía un poquito más fuerte en el estetoscopio, y el movimiento de sus pulmones volvió a ser perceptible. El rostro de Van Helsing se iluminó y, mientras la sacábamos del baño y la envolvíamos en una sábana caliente para secarla, me dijo:

—¡El primer triunfo es nuestro! ¡Jaque al rey!

Llevamos a Lucy a otra habitación, que para entonces ya había sido preparada a tal efecto, y la tumbamos en la cama y la obligamos a tragar un par de gotas de coñac. Observé que Van Helsing ataba un suave pañuelo de seda alrededor de su garganta. Ella seguía inconsciente, y se encontraba tan mal como antes, si no peor.

Van Helsing llamó a una de las mujeres, y le ordenó que se quedara con ella y no le quitase los ojos de encima hasta que nosotros hubiéramos regresado; luego me indicó por señas que saliera de la habitación.

—Debemos deliberar sobre lo que vamos a hacer —dijo mientras descendíamos las escaleras. Al llegar al recibidor, abrió la puerta del comedor. Cuando entramos, volvió a cerrar cuidadosamente. Los postigos estaban abiertos, pero las persianas habían sido bajadas, con esa obediencia al protocolo de la muerte que las mujeres británicas de las clases bajas siempre observan rígidamente. La habitación, por lo tanto, se hallaba sumida en penumbras. En todo caso, había luz suficiente para nuestro propósito. La expresión de preocupación de Van Helsing se vio en cierto modo aligerada por otra de perplejidad. Evidentemente, algo estaba torturando su mente, de modo que esperé unos instantes, y finalmente dijo:

—¿Qué vamos a hacer ahora? ¿A quién vamos a recurrir en busca de ayuda? Necesitamos hacer otra transfusión de sangre cuanto antes. Esa pobre muchacha no va a aguantar mucho más de una hora. Tú estás agotado; yo también lo estoy. No me atrevo a confiar en esas mujeres, suponiendo que alguna tuviera el valor de presentarse voluntaria. ¿Cómo encontraremos a alguien que abra sus venas por ella?

—¿Es que hay algún problema conmigo?

La voz surgió de un sofá situado al otro lado de la habitación, y nada más oírla mi corazón dio un vuelco de alivio y alegría, pues era la de Quincey Morris. Van Helsing se sobresaltó, enfadado, al oír el primer sonido, pero su rostro se suavizó y una expresión de alegría asomó a sus ojos al gritar yo:

—¡Quincey Morris! —mientras corría hacia él con los brazos extendidos—. ¿Qué te trae por aquí? —le pregunté mientras nos estrechábamos las manos.

—Supongo que Art es el motivo.

Me tendió un telegrama:

«Tres días sin saber de Seward. Terriblemente preocupado. No puedo marchar. Padre sigue enfermo. Dime cómo está Lucy. No te demores. - HOLMWOOD».

—Creo que llego justo a tiempo. Sabes que sólo tienes que decirme qué debo hacer.

Van Helsing se adelantó y le estrechó la mano, mirándole directamente a los ojos, mientras decía:

—Cuando una mujer está en apuros, no hay nada mejor en este mundo que la sangre de un hombre valiente. Usted es un hombre, de eso no hay duda. ¡Puede que el diablo esté haciendo todo cuanto está en su poder en nuestra contra, pero Dios nos envía hombres cuando los necesitamos!

Una vez más llevamos a cabo aquella espantosa operación. No tengo ánimos para describirla en detalle. Lucy había sufrido una terrible conmoción que le había afectado más que otras veces, pues aunque en sus venas entró sangre suficiente, su cuerpo no respondió al tratamiento tan bien como en ocasiones anteriores. Su lucha por regresar a la vida fue un espantoso espectáculo. En cualquier caso, mejoró el funcionamiento tanto del corazón como de los pulmones, y Van Helsing le administró, al igual que la vez anterior, una inyección subcutánea de morfina que surtió buen efecto. Su desvanecimiento se convirtió en un sueño profundo. El profesor se quedó vigilando mientras yo iba abajo con Quincey Morris y enviaba a una de las doncellas a que pagara a uno de los taxistas que seguían esperando. Dejé a Quincey tumbado, después de haberse tomado un vaso de vino, y le dije a la cocinera que preparara un buen desayuno. En ese momento me asaltó una idea y volví a la habitación en la que ahora reposaba Lucy. Entré con cuidado, y encontré a Van Helsing sentado, con una o dos hojas de papel entre las manos. Evidentemente las había leído, y estaba reflexionando sobre ellas mientras apoyaba una mano contra su frente. En su rostro había una expresión de siniestra satisfacción, como la de alguien al que le han resuelto una duda. Me tendió el papel, diciendo únicamente:

—Cayó del pecho de Lucy cuando la llevamos al baño.

Cuando lo leí me quedé en silencio observando al profesor, hasta que al cabo de un rato le pregunté:

—En nombre de Dios, ¿qué significa todo esto? ¿Acaso estaba, o está, loca? Y si no lo está, ¿qué clase de horrible peligro es este al que nos enfrentamos?

Me sentía tan desconcertado que no supe qué más decir. Van Helsing extendió la mano para recuperar el papel, diciendo:

—No te preocupes por eso ahora. Olvídalo por el momento. A su tiempo lo sabrás y lo entenderás todo; pero eso será más tarde. Y ahora, ¿qué es lo que venías a decirme?

Esto me devolvió a la realidad, y volví a ser yo mismo.

—He venido a hablarle del certificado de defunción. Si no actuamos adecuadamente y con prudencia, podría haber una investigación judicial en la que nos veríamos obligados a mostrar ese papel. Tengo la esperanza de que una investigación no será necesaria, ya que a buen seguro acabaría con la pobre Lucy, si antes no lo hace otra cosa. Tanto yo, como usted, como el médico que la atendía, sabemos que la señora Westenra padecía del corazón, y podemos certificar que ésa ha sido la causa de su defunción. Podemos rellenar el certificado de inmediato, y yo mismo se lo llevaré al secretario del registro civil e iré a buscar al enterrador.

—¡Muy bien, amigo John! ¡Bien pensado! Ciertamente, por muy afligida que esté la señorita Lucy por culpa de los enemigos que la acosan, al menos puede estar feliz por los amigos que la aman. Uno, dos, tres… todos se abren las venas por ella. Incluso un viejo. Ah, sí, lo sé, amigo John; ¡no soy ciego! ¡Y te aprecio aún más por ello! Ahora, ve.

En el vestíbulo me encontré con Quincey Morris, que iba a enviarle un telegrama a Arthur comunicándole que la señora Westenra había muerto, y que Lucy también había estado mal, pero que ahora estaba mejorando y que Van Helsing y yo estábamos con ella. Cuando le dije adonde iba yo, me instó a que me apresurase, pero mientas me iba dijo:

—Cuando vuelvas, Jack, ¿podemos tener un par de palabras a solas?

Asentí a modo de respuesta y me marché. No tuve ninguna dificultad en el registro, y quedé de acuerdo con el empresario de pompas fúnebres local para que viniera aquella misma tarde a tomar medidas para el ataúd y a encargarse de los preparativos.

Cuando regresé, Quincey estaba esperándome. Le dije que le vería tan pronto como comprobara en qué estado se encontraba Lucy, y subí a su habitación. Seguía durmiendo, y aparentemente el profesor ni siquiera se había movido de la silla a su lado. Al verle llevarse el índice frente a los labios, comprendí que esperaba que despertase de un momento a otro y quería que lo hiciera de modo natural. Así que bajé al encuentro de Quincey y le llevé a la sala de estar, donde no habían bajado las persianas, y era por tanto un poco más alegre —o en cualquier caso menos lóbrega— que las demás habitaciones. Cuando estuvimos a solas, me dijo:

—Jack Seward, no quiero meterme donde no me llaman, pero éste no es un caso ordinario. Sabes que amaba a esa chica y que quería casarme con ella; aunque todo eso ya sea agua pasada, no puedo evitar seguir preocupándome por ella. ¿Puedes decirme qué es lo que le pasa? Cuando entrasteis en el comedor, el holandés… un viejo estupendo, estoy seguro de ello, ha dicho que necesitabais otra transfusión de sangre, y que ambos estabais agotados. Sé perfectamente que vosotros los médicos habláis in camera[154], y que un hombre no puede pretender saber sobre qué consultan en privado. Pero éste no es un asunto corriente y, sea lo que sea, yo he hecho mi parte, ¿no es así?

—Así es —dije, y él continuó:

—Asumo que tanto tú como Van Helsing ya habéis pasado por lo mismo que he pasado yo hoy. ¿No es así?

—Así es.

—Y supongo que Art también. Estaba muy raro cuando le vi hace cuatro días en su casa. No había visto a nadie consumirse tan rápido desde que estuve en la Pampa y perdí una yegua a la que le tenía mucho cariño en una sola noche. Uno de esos grandes murciélagos que allá llaman vampiros la atacó durante la noche, y entre lo que le chupó y lo que salió por la vena que dejó abierta, no le quedó suficiente sangre dentro ni para ponerse en pie, por lo que tuve que meterle un balazo allí mismo donde había caído. Jack, si puedes decírmelo sin traicionar su confianza, hazlo; Arthur fue el primero, ¿no es así?

El pobre hombre parecía terriblemente preocupado mientras pronunciaba estas palabras. Le atormentaba la incertidumbre en torno a la mujer que amaba, y su absoluta ignorancia del terrible misterio que parecía rodearla intensificaba su dolor. Su propio corazón estaba sufriendo, y fue necesaria toda su hombría —que no era poca— para impedir que se derrumbara. Permanecí un momento en silencio antes de responder, pues pensaba que no debía traicionar nada que el profesor deseara mantener en secreto; pero ya sabía tanto, y había adivinado tanto, que no había razón que justificara no responderle, de modo que volví a utilizar la misma frase:

—Así es.

—¿Y cuánto tiempo hace que sucede esto?

—Unos diez días.

—¡Diez días! Me estás diciendo, Jack Seward, que en ese tiempo la pobre y hermosa criatura a la que todos amamos ha recibido en sus venas la sangre de cuatro hombres robustos. ¡Hombre de Dios, eso no hay cuerpo que lo aguante! —entonces, acercándose a mí, me dijo con un feroz susurro—: ¿Qué es lo que se la ha quitado?

Negué con la cabeza.

—Ése es precisamente el quid —dije—. Van Helsing está sencillamente desesperado, y a mí se me ha agotado el ingenio. Ni siquiera soy capaz de especular. Se han producido una serie de circunstancias que han echado por tierra todos nuestros preparativos para que Lucy estuviera debidamente vigilada. Pero eso no va a volver a ocurrir. Ya no vamos a movernos de aquí hasta que todo acabe bien… o mal.

Quincey me tendió su mano.

—Cuenta conmigo —dijo—. Tú y el holandés me diréis qué debo hacer, y yo lo haré.

Cuando Lucy se despertó, ya avanzada la tarde, el primer movimiento que hizo fue palparse el pecho y, para sorpresa mía, extraer el papel que Van Helsing me había entregado para que leyera. El cuidadoso profesor lo había devuelto al lugar del que había caído, con la intención de evitar que ella se sintiera alarmada al no encontrarlo al despertarse. Sus ojos cayeron sobre Van Helsing, y luego sobre mí, y mostraron alegría. Después miró a su alrededor, y al ver en qué habitación se encontraba, un escalofrío le sacudió el cuerpo. Profirió un desgarrador alarido, y se tapó el pálido rostro con sus pobres y delgadas manos. Ambos entendimos qué significaba aquello: acababa de ser completamente consciente del fallecimiento de su madre; de modo que hicimos lo que pudimos por consolarla. Sin duda la simpatía la alivió un poco, pero estaba muy triste y desanimada, y lloró larga y débilmente. Le dijimos que, a partir de ahora, uno de los dos, o ambos a la vez, permaneceríamos en todo momento con ella, y eso pareció reconfortarla. Poco antes de la puesta del sol, cayó en una especie de sopor. Entonces sucedió algo muy extraño. Mientras aún seguía dormida, Lucy extrajo el papel de su pecho y lo partió por la mitad. Van Helsing corrió a su lado y le arrebató los trozos. En cualquier caso, ella siguió haciendo el gesto de romperlo, como si aún tuviera el papel; finalmente, alzó las manos y las abrió como si dispersara los fragmentos. Van Helsing pareció sorprendido y frunció el ceño pensativamente hasta que sus cejas se tocaron entre sí, pero no dijo nada.

19 de septiembre[155]. —Durante la noche pasada durmió a ratos, siempre con miedo al sueño, y sintiéndose más débil cada vez que despertaba. El profesor y yo hicimos turnos para velarla, y en ningún momento la dejamos desatendida. Quincey Morris no nos hizo partícipes de sus intenciones, pero sé que pasó toda la noche patrullando alrededor de la casa.

La penetrante luz del amanecer mostró los estragos que habían sufrido las fuerzas de la pobre Lucy. Apenas era capaz de girar la cabeza, y el escaso alimento que pudo tomar no pareció hacerle ningún bien. A veces se quedaba dormida, y tanto Van Helsing como yo percibimos el cambio experimentado por su cuerpo entre el sueño y la vigilia. Mientras dormía parecía más fuerte, aunque más demacrada, y su respiración era más tranquila; su boca entreabierta mostraba las descoloridas encías retiradas de los dientes, que de este modo parecían realmente más largos y afilados de lo habitual; al despertar, la dulzura de sus ojos cambiaba evidentemente su expresión, pues volvía a tener el aspecto de siempre, aunque moribunda. Por la tarde pidió ver a Arthur, y le telegrafiamos para que viniera. Quincey fue a buscarle a la estación.

Eran cerca de las seis en punto cuando llegó, y el sol se estaba poniendo en todo su esplendor, y la luz roja que se derramaba a través de la ventana dio algo de color a las pálidas mejillas. Cuando vio a Lucy, Arthur se sintió sencillamente ahogado por la emoción, y ninguno de nosotros fue capaz de decir nada. En las horas transcurridas, los episodios de somnolencia —o la condición comatosa que pasaba por sueño— se habían vuelto más frecuentes, de modo que los intervalos en los que era posible conversar con ella eran cada vez más cortos. La presencia de Arthur, en cualquier caso, pareció actuar como un estimulante. Lucy recobró un poco el ánimo y habló con él con más alegría de la que había mostrado desde nuestra llegada. También él consiguió recobrar la compostura y se mostró tan alegre como pudo, para que todo fuera lo más plácido posible.

Ahora son cerca de la una en punto y estoy grabando esto en el fonógrafo de Lucy. Arthur y Van Helsing están con ella. Debo relevarles dentro de un cuarto de hora para que intenten descansar hasta las seis. Temo que el día de mañana pondrá fin a nuestra vigilancia, pues la impresión ha sido demasiado grande; la pobre niña no va a poder recuperarse. Que Dios nos ayude a todos.