28 de septiembre. —Sólo la determinación y el hábito me permiten grabar una entrada esta noche. Me siento tan miserable, tan desanimado, tan asqueado del mundo y de todo lo que contiene, incluyendo la vida misma, que no me importaría oír en este mismo instante el aleteo del ángel de la muerte. Lo cierto es que últimamente ha estado batiendo sus siniestras alas con cierto propósito bien definido: la madre de Lucy, el padre de Arthur, y ahora… Pero debo continuar mi tarea.
A su debido tiempo, relevé a Van Helsing en la vigilancia de Lucy. Queríamos que Arthur también fuera a descansar, pero al principio se negó. No aceptó irse hasta que le dije que íbamos a necesitarle para que nos ayudara durante el día, y que no debíamos derrumbarnos todos por falta de descanso, no fuera Lucy a pagar las consecuencias. Van Helsing fue muy amable con él.
—Venga, hijo mío —dijo—; venga conmigo. Está usted enfermo y débil, y ha sufrido demasiadas penas y dolor mental, así como esa merma en sus fuerzas que ya conocemos. No debe quedarse a solas; pues la soledad sólo trae miedos y preocupaciones. Venga conmigo al salón, donde arde un gran fuego y hay dos sofás. Usted se tumbará en uno, y yo en el otro, y nuestra mutua simpatía será un consuelo para el otro, aunque no hablemos e incluso si dormimos. Arthur salió con él, dirigiendo una mirada anhelante al rostro de Lucy, que reposaba sobre su almohada casi más blanco que el mismo linón. Seguía tumbada, prácticamente inmóvil, y yo eché un vistazo a la habitación para comprobar que todo estuviera en orden. Pude ver que el profesor había insistido en su propósito de usar ajo en esta habitación, igual que en la otra; los marcos de las ventanas apestaban, y alrededor del cuello de Lucy, sobre el pañuelo de seda que Van Helsing le había vuelto a poner, había una rudimentaria guirnalda hecha de las mismas flores olorosas. La respiración de Lucy era algo estentórea, y su rostro tenía peor aspecto que nunca, pues la boca abierta mostraba las blanquecinas encías. Sus dientes, vistos bajo aquella escasa e incierta luz, parecían más largos y afilados que por la mañana. En particular, debido a algún efecto de la luz, los caninos parecían más largos y afilados que el resto. Me senté a su lado, y al rato se movió inquieta. En ese preciso momento oí una especie de amortiguado aleteo o golpeteo contra la ventana. Me acerqué sigilosamente y observé, levantando la esquina de la cortinilla. Había luna llena, y pude ver que lo que provocaba el ruido era un gran murciélago, volando en círculos —sin duda atraído por la luz, por escasa que fuera—, que golpeaba la ventana una y otra vez con las alas. Cuando regresé a mi asiento, descubrí que Lucy se había movido ligeramente y que se había arrancado las flores de ajo de la garganta. Las recompuse tan bien como pude, y me senté de nuevo a vigilarla.
Al cabo de un rato se despertó y le di algo de comer, tal como Van Helsing había prescrito. Comió muy poco y además lánguidamente. La lucha inconsciente por la vida y la entereza que hasta entonces habían marcado su enfermedad parecían haber desaparecido por completo. Me llamó la atención que, en el mismo momento en el que recuperó la conciencia, apretara las flores de ajo contra su pecho. Ciertamente resultaba extraño que cada vez que caía en el estado letárgico, con su estertórea respiración, alejara las flores de sí, para luego agarrarlas con fuerza al despertarse. No cabía la posibilidad de equivocarse a este respecto, pues en las largas horas que siguieron se durmió y volvió a despertarse en varias ocasiones, repitiendo ambas acciones en todas ellas.
A las seis en punto Van Helsing vino a relevarme. Arthur se había quedado adormilado y el profesor le había dejado seguir durmiendo compasivamente. Cuando vio el rostro de Lucy, oí su sibilante inspiración, y me dijo susurrando entrecortadamente:
—Levanta la persiana. ¡Necesito luz!
Entonces se inclinó sobre Lucy y, casi pegando su rostro contra el de ella, la examinó cuidadosamente. Retiró las flores y desanudó el pañuelo de seda de su garganta. Al hacerlo, retrocedió sobresaltado, y pude oír su exclamación, «¡Mein Gott!», sofocada en su garganta. Yo también me acerqué a mirar, y un extraño escalofrío recorrió mi cuerpo.
Las heridas de la garganta habían desaparecido por completo.
Van Helsing permaneció cinco minutos observándola fijamente, con su expresión más severa. Después se volvió hacia mí, y dijo calmadamente:
—Está muriéndose. Ya no aguantará mucho más. Pero habrá mucha diferencia, escucha bien lo que te digo, entre que muera consciente o lo haga dormida. Despierta a ese pobre muchacho y dile que venga a verla por última vez; confía en nosotros y se lo hemos prometido.
Fui al comedor y le desperté. En un principio se mostró desconcertado, pero cuando vio la luz del sol filtrándose a través de las rendijas de los postigos pensó que era demasiado tarde, y expresó su temor. Le aseguré que Lucy seguía durmiendo, y le dije con la mayor delicadeza de la que fui capaz que tanto Van Helsing como yo temíamos que el final estaba cerca. Se cubrió el rostro con las manos y se dejó caer de rodillas junto al sofá, donde permaneció, quizá un minuto, con la cabeza gacha, rezando, mientras sus hombros temblaban de congoja. Le tomé de la mano y le ayudé a levantarse.
—Vamos, viejo amigo —dije—, reúne todo tu coraje; será lo mejor, y más fácil para ella.
Cuando entramos en la habitación de Lucy, pude ver que Van Helsing, con su habitual previsión, lo había ordenado todo de modo que pareciera tan agradable como fuera posible. Incluso había peinado los cabellos de Lucy, que ahora yacían sobre la almohada con sus brillantes rizos de siempre. Cuando entramos en la habitación, ella abrió los ojos, y al verle, susurró suavemente:
—¡Arthur! ¡Oh, amor mío, qué contenta estoy de que hayas venido!
Estaba agachándose para besarla, cuando Van Helsing le hizo retroceder.
—No —susurró—. ¡Aún no! Agárrela de la mano: la reconfortará más.
De modo que Arthur cogió su mano y se arrodilló junto a ella; y Lucy tuvo su mejor aspecto, y sus delicados rasgos rivalizaban con la belleza angelical de los ojos. Después, gradualmente, sus ojos se cerraron; y se quedó dormida. Durante un rato su pecho continuó palpitando suavemente, y su respiración iba y venía, como la de una niña agotada.
Entonces, imperceptiblemente, se produjo el extraño cambio que yo había podido percibir durante la noche. Su respiración se volvió estertórea, abrió la boca, y las pálidas encías, contraídas, hicieron que los dientes parecieran más largos y afilados que nunca. Abrió los ojos vaga e inconscientemente, como sonámbula, con una expresión apagada y dura a la vez, y dijo con una suave voluptuosidad que yo nunca había oído de sus labios:
—¡Arthur! ¡Oh, amor mío, qué contenta estoy de que hayas venido! ¡Bésame!
Arthur se inclinó con avidez para besarla, pero en ese preciso instante Van Helsing, que como yo se había visto sobresaltado por la voz de ella, se arrojó sobre él y, agarrándole del cuello con ambas manos, lo arrastró hacia atrás con una fuerza y una furia que nunca pensé que hubiera podido poseer; tanta, de hecho, que le arrojó casi al otro extremo de la habitación.
—¡No, por su vida! —dijo— ¡Por su alma eterna y por la de ella!— y se interpuso entre ambos como un león acorralado.
Arthur se quedó tan estupefacto que, por un momento, no supo qué hacer o decir; y antes de que algún impulso violento pudiera apoderarse de él, fue consciente del lugar y la ocasión, por lo que permaneció en silencio, esperando.
Yo mantuve la vista fija en Lucy, igual que Van Helsing, y vimos un espasmo de rabia cruzar velozmente su rostro como una sombra; los afilados dientes chocaron entre sí. Entonces cerró los ojos, y respiró pesadamente.
Muy poco después, abrió los ojos con toda su dulzura, y extendiendo su pobre mano, pálida y delgada, tomó la enorme mano morena de Van Helsing, la acercó a sus labios y la besó.
—MÍ verdadero amigo —dijo, con escasa voz, pero indescriptible patetismo—. ¡Mi verdadero amigo, y también de él! ¡Oh, cuide de él, y otorgúeme paz!
—¡Lo juro! —respondió él solemnemente, arrodillándose a su lado v tomándola de la mano, como alguien prestando juramento. Entonces se volvió hacia Arthur, y le dijo:
—Acérquese, hijo mío, tómela de la mano, y bésala en la frente, una sola vez.
Sus ojos se encontraron en vez de sus labios; y así se despidieron.
Los ojos de Lucy se cerraron; y Van Helsing, que había estado observando atentamente, tomó a Arthur del brazo y le alejó de la cama.
Entonces la respiración de Lucy se tornó estentórea de nuevo, y cesó por completo.
—Todo ha terminado —dijo Van Helsing—. ¡Ha muerto!
Tomé a Arthur del brazo y le conduje hasta el salón, donde se sentó y cubrió su rostro con las manos, sollozando de un modo que casi me hizo derrumbarme al verlo.
Regresé a la habitación y encontré a Van Helsing observando a la pobre Lucy con una expresión más sombría que nunca. El cuerpo de la muchacha había experimentado algún cambio. La muerte le había devuelto parte de su belleza, pues tanto el ceño como las mejillas habían recuperado en parte sus contornos; incluso los labios habían perdido aquella mortal palidez. Fue como si su sangre, ahora que ya no era necesaria para hacer latir el corazón, hubiera ido a suavizar los estragos de la muerte.
«Pensamos que estaba muerta mientras dormía,
y durmiendo cuando murió»[159].
Permanecí junto a Van Helsing, y dije:
—Bueno, la pobre muchacha al fin descansa en paz. ¡Es el fin!
Van Helsing se volvió hacia mí, y dijo con grave solemnidad:
—¡No es así! ¡Ay, no es así! ¡Esto es sólo el comienzo!
Cuando le pregunté qué quería decir, se limitó a negar con la cabeza y respondió:
—Por el momento no podemos hacer nada. Sólo esperar y ver.