Informe de Patrick Hennessey, M. D., M. R.C.S., L. K Q. C. P.I., etc., etc., a John Seward, M. D.[156]

20 de septiembre

Estimado señor:

Siguiendo sus deseos, adjunto un informe sobre la situación de todo lo que ha dejado a mi cargo… Respecto al paciente Renfield, hay más que añadir. Ha sufrido otra crisis que podría haber tenido un fatal desenlace, pero que, afortunadamente, terminó sin consecuencias que lamentar. Esta tarde ha llegado un carro de transportistas conducido por dos hombres a la casa vacía cuyos terrenos lindan con los nuestros —la casa a la que, como recordará usted, huyó el paciente en dos ocasiones—. Los hombres se han detenido frente a nuestra puerta para pedirle al portero que les orientara, pues eran forasteros. Yo estaba asomado a la ventana del estudio, fumando un cigarro tras la comida, y he visto personalmente a uno de ellos acercarse hasta la casa. Al pasar frente a la ventana de la habitación de Renfield, el paciente ha empezado a reñir con él desde el interior, y le ha dirigido todos los insultos que se le han ocurrido. El hombre, que parecía un tipo lo suficientemente decente, se ha contentado con responderle: «Calla, pordiosero malhablado». A continuación, nuestro hombre le ha acusado de robarle y de querer asesinarle, y ha afirmado que se lo impediría aunque luego le colgaran por ello. He abierto la ventana y le he hecho una seña al hombre para que no prestara atención. Tras observar el edificio y darse cuenta de a qué clase de lugar había ido a parar, se ha limitado a añadir:

—Dios le bendiga, caballero, no me preocupa lo que digan de mí en una maldita loquería. Les compadezco a usted y al patrón por tener que vivir en la misma casa que una bestia salvaje como ésa.

Después preguntó la dirección educadamente, y le dije dónde encontraría la puerta de la casa vacía. Entonces se marchó, seguido por las amenazas, maldiciones e injurias de nuestro hombre. Bajé a ver si encontraba algún motivo que justificase su ira, dado que normalmente se trata de un hombre muy bien educado, y con la salvedad de sus ataques violentos nada de este tipo había ocurrido jamás. Sorprendentemente, le encontré muy sereno y con una actitud de lo más cordial. Intenté hacerle hablar sobre el incidente, pero él me preguntó amablemente que a qué me refería, y consiguió hacerme creer que ignoraba el asunto por completo. En cualquier caso, lamento decir que sólo fue otro ejemplo de su astucia, ya que al cabo de media hora volví a tener noticias suyas. Esta vez había saltado por la ventana de su habitación y estaba corriendo avenida abajo. Llamé a los celadores para que me siguieran y corrí tras él, pues temía que tramara alguna maldad. Mi temor se vio justificado cuando vi descendiendo por la carretera el mismo carro que había pasado anteriormente, cargado con unas enormes cajas de madera. Los porteadores se estaban limpiando la frente de sudor y tenían las caras enrojecidas, como si hubieran estado realizando ejercicios violentos. Antes de que pudiéramos detenerle, el paciente se abalanzó sobre ellos y, tirando a uno del carro, comenzó a golpearle la cabeza contra el suelo. Si no lo hubiera agarrado justo en aquel momento, creo que habría matado al hombre entonces y allí mismo. El otro tipo saltó del carro y golpeó a Renfield en la cabeza con el mango de su pesado látigo. Fue un golpe terrible; pero no pareció notarlo, pues le agarró también, y luchó con nosotros tres, zarandeándonos de uno a otro lado como si fuéramos gatitos. Ya sabe que no soy precisamente un peso ligero, y los otros dos eran hombres corpulentos ambos. Al principio peleó en silencio; pero a medida que fuimos dominándole, y mientras los celadores le ponían la chaqueta de fuerza, empezó a gritar:

—¡Se lo impediré! ¡No conseguirán robarme! ¡No conseguirán asesinarme poco a poco! ¡Lucharé por mi Amo y Señor! —y todo tipo de incoherencias y desvaríos similares. Con considerable dificultad consiguieron llevarle de nuevo hasta la casa y meterle en la habitación acolchada. Uno de los celadores, Hardy, se rompió un dedo. En cualquier caso, se lo curé y evoluciona favorablemente.

En un principio los dos transportistas se pusieron a gritar y a amenazar con que iban a exigir daños y perjuicios, y prometieron echar sobre nosotros todo el peso de la ley. En cualquier caso, sus amenazas estaban mezcladas con una especie de disculpa indirecta por haberse dejado derrotar a manos de un débil lunático. Dijeron que de no haber sido por el modo en que su fuerza se había consumido acarreando y alzando las pesadas cajas al carro, no habrían tenido ni para empezar con él. También justificaron su derrota atribuyéndola a la extraordinaria sed que les había producido la polvorienta naturaleza de su ocupación y a la reprensible distancia que separaba el lugar de su trabajo de cualquier establecimiento de esparcimiento público. Comprendí perfectamente su indirecta, y tras invitarles a un vaso de grog[157] bien cargado —o más bien a unos cuantos—, y darle a cada uno un soberano, quitaron hierro al ataque, y juraron que no les importaría encontrarse cualquier día con un loco aún peor sólo por el placer de conocer a un «tipo tan condenadamente majo» como aquí su corresponsal. Apunté sus nombres y direcciones, por si en algún momento fueran necesarios. Son los siguientes: Jack Smollet, de Dudding’s Rents, King Georges' Road, Great Walworth, y Thomas Snelling, Peter Parley’s Row, Guide Court, Bethnal Green. Ambos son empleados de Harrys & Sons, Compañía de Envíos y Mudanzas, Orange Master’s Yard, Soho[158].

Le informaré de cualquier asunto de interés que pueda suceder, y le telegrafiaré de inmediato si ocurre algo de importancia.

Me reitero, estimado señor,

fielmente suyo,

PATRICK HENNESSEY