MEMORÁNDUM DEJADO POR LUCY WESTENRA

17 de septiembre. Noche. —Escribo esto para que sea leído, de modo que nadie pueda, bajo ningún concepto, verse en dificultades por mi culpa. Éste es un informe detallado de lo que ha ocurrido aquí esta noche. Siento que me estoy muriendo de pura debilidad, y apenas tengo fuerzas para escribir; pero debo hacerlo, aunque muera en el intento.

Me fui a la cama como de costumbre, asegurándome de que las flores estuvieran colocadas tal como el doctor Van Helsing ha ordenado y pronto me quedé dormida.

Me desperté al oír en la ventana el aleteo que había comenzado tras mi episodio de sonambulismo en el acantilado de Whitby, cuando Mina me salvó, y que ahora conozco tan bien. No tenía miedo, pero deseé que el doctor Seward hubiera estado en la habitación contigua, como el doctor Van Helsing había dicho que estaría, para poder llamarle. Intenté dormirme, pero no lo conseguí. Entonces volví a sentir el viejo temor a quedarme dormida, y me decidí a permanecer despierta. Perversamente, el sueño intentaba vencerme ahora que no lo deseaba; de modo que, como me daba miedo estar sola, abrí la puerta de mi habitación y llamé en voz alta: «¿Hay alguien ahí?» No obtuve respuesta. Tenía miedo de despertar a mamá, así que cerré la puerta de nuevo. Entonces, afuera, entre los arbustos, oí una especie de aullido como el de un perro, pero más fiero y profundo. Me acerqué a la ventana y me asomé al exterior, pero no pude ver nada, a excepción de un gran murciélago que, evidentemente, había estado golpeando la ventana con las alas. De modo que regresé a la cama decidida a no dormirme. Al cabo de un rato se abrió la puerta, y mamá miró al interior; viendo por mis movimientos que no estaba dormida, entró y se sentó a mi lado. En un tono más suave y dulce incluso que el habitual, me dijo: «Estaba inquieta por ti, cariño, y he venido a ver si te encontrabas bien». Temí que Riera a coger frío allí sentada, y le pedí que se acostara conmigo, de modo que se metió en la cama y se tumbó a mi lado; no se quitó la bata, pues dijo que sólo estaría un rato y luego regresaría a su propia cama. Mientras yacía allí en mis brazos, y yo en los suyos, el aleteo y los golpes volvieron a sonar contra la ventana. Ella se sobresaltó y gritó algo asustada: «¿Qué es eso?» Intenté tranquilizarla, y finalmente lo conseguí y volvió a yacer tranquila; aunque todavía pude oír su pobre y querido corazón latiendo terriblemente. Al cabo de un rato se alzó de nuevo el grave aullido afuera, entre los arbustos, y poco después algo golpeó contra la ventana, y un montón de cristales rotos cayeron al suelo. La cortinilla de la ventana voló hacia atrás empujada por el viento que se abalanzó al interior, y entre los vidrios rotos asomó la cabeza de un enorme y escuálido lobo gris. Mamá chilló de terror e intentó sentarse esforzadamente, agarrando frenéticamente todo aquello que pudiera ayudarla. Entre otras cosas, agarró la guirnalda de flores que el doctor Van Helsing insiste que lleve puesta alrededor del cuello, y me la arrancó. Durante un segundo o dos permaneció sentada, señalando al lobo, mientras un extraño y horrible gorgoteo brotaba de su garganta; después, se derrumbó como si la hubiera golpeado un rayo, y su cabeza me golpeó en la frente, dejándome aturdida unos momentos. La habitación y todo lo que me rodeaba parecía dar vueltas. Mantuve los ojos fijos en la ventana rota, pero el lobo retrocedió y una miríada de pequeñas motas parecieron entrar revoloteando a través de ella, arremolinándose y girando como los pilares de arena que describen los viajeros cuando el simún sopla en el desierto. Intenté moverme, pero estaba como hechizada, y el cuerpo de mi querida madre, que ya había empezado a enfriarse —pues su querido corazón había dejado de latir— me tenía inmovilizada; y ya no recuerdo nada más hasta transcurrido un rato.

No pareció pasar mucho tiempo hasta que recobré de nuevo la conciencia, pero cada momento fue terrible. Desde algún lugar cercano, una campana tocaba a muerto; aullaban los perros de todo el vecindario; y entre nuestros arbustos, aparentemente justo frente a la ventana, cantaba un ruiseñor. El dolor, el terror y la debilidad me habían aturdido y atontado, pero el canto del ruiseñor me sonó como la voz de mi difunta madre, que hubiera regresado a consolarme. Los ruidos debieron de despertar también a las doncellas, pues pude oír sus pies descalzos correteando frente a mi puerta. Las llamé y entraron, y cuando vieron lo que había sucedido, y qué era lo que yacía sobre mí en la cama, se pusieron a gritar. Una ráfaga de viento entró por la ventana rota y la puerta se cerró de un portazo. Alzaron el cuerpo de mi querida madre y, cuando me levanté, volvieron a extenderla sobre la cama, cubriéndola con una sábana. Estaban todas tan asustadas y nerviosas que les ordené ir al comedor a servirse una copa de vino cada una. La puerta se abrió un instante y volvió a cerrarse violentamente. Las doncellas chillaron, y después corrieron en manada hasta el comedor; yo deposité todas las flores que tenía sobre el pecho de mi querida madre. Una vez allí, recordé lo que me había dicho el doctor Van Helsing, pero no quería retirarlas. Además, ahora le pediría a alguno de los sirvientes que se sentara conmigo. Me sorprendió que las doncellas no hubieran vuelto. Las llamé, pero no obtuve respuesta, de modo que fui al comedor a buscarlas.

Mi corazón dio un vuelco al ver lo que había sucedido. Las cuatro yacían indefensas en el suelo, respirando pesadamente. El decantador de jerez estaba sobre la mesa, medio lleno, pero en el aire flotaba un extraño olor acre. Me acerqué a examinar el decantador. Olía a láudano, y mirando en el aparador descubrí que la botella que el médico de mi madre usa con ella (¡ay, usaba!) estaba vacía. ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer? He vuelto a la habitación con mi madre. No puedo abandonarla, y estoy completamente sola, salvo por las dormidas doncellas, a las que alguien ha drogado. ¡Sola con la muerte! No me atrevo a salir, pues puedo oír el grave aullido del lobo a través de la ventana rota.

El aire parece repleto de motas, flotando y girando en la corriente que entra por la ventana, y las luces arden con un azul mortecino, mientras se van apagando. ¿Qué voy a hacer? ¡Que Dios me proteja de todo daño esta noche! Esconderé este papel en mi pecho, donde alguien lo encontrará cuando vengan a sacarme de aquí. ¡Mi querida madre se ha ido! Es hora de que también yo me vaya. Si no sobreviviera a esta noche, adiós, querido Arthur. ¡Que Dios te proteja, querido, y que Dios me ayude!