EL LOBO HUIDO
PELIGROSA AVENTURA DE NUESTRO ENTREVISTADOR
Entrevista con el guarda del Jardín Zoológico
Tras muchas preguntas y casi el mismo número de negativas, y utilizando continuamente las palabras «Pall Malí Magazine» como una especie de talismán, conseguí encontrar al guarda del sector del Jardín Zoológico en el que está incluido el departamento de los lobos. Thomas Bilder vive en una de las rústicas casitas del recinto, detrás del edificio de los elefantes, y cuando por fin le encontré estaba sentándose para tomar el té. Thomas y su esposa son gente hospitalaria, ya mayor y sin hijos, y si la muestra de hospitalidad que pude disfrutar es la habitual en ellos, deben de llevar unas vidas bastante acomodadas.
El guarda no quiso empezar a hablar de lo que él llamaba «negocios» hasta que terminamos de cenar, y todos quedamos satisfechos. Entonces, cuando la mesa estuvo despejada, y encendió su pipa, dijo:
—Ahora, señor, puede preguntarme todo lo que quiera. Sabrá usted perdonar que me niegue a hablar de temas profesionales antes de las comidas. Yo siempre les doy de cenar a los lobos y a los chacales y a las hienas de nuestro departamento antes de empezar a hacerles preguntas.
—¿A qué se refiere con eso de hacerles preguntas? —pregunté, deseando ponerle de humor charlatán.
—Un modo es atizándoles con un palo en la cabeza. Otro es rascarles las orejas, como cuando los caballeros con posibles quieren presumir delante de sus chicas. Si todavía no les he echado la cena, no me importa darles con la fusta; pero siempre espero hasta que se hayan terminado el jerez y el café, por así decirlo, antes de acercarme a rascarles las orejas. Tenga en cuenta —añadió filosóficamente— que nuestra naturaleza tiene mucho en común con la de esos animales. Usted, por ejemplo, ha venido aquí a meter la nariz en mis asuntos y yo le he respondido malhumorado que por sólo media cochina libra antes le ponía un ojo morado que responderle. Ni siquiera cuando me ha dicho sarcásticamente si me gustaría que fuera usted a pedirle permiso al superintendente para hacerme algunas preguntas. Sin ánimo de ofender, pero ¿le dije que se fuera al infierno?
—Lo hizo.
—Pues cuando dijo usted que me denunciaría por usar un lenguaje soez, eso fue como darme con el palo en la cabeza; pero la media libra lo arregló. No iba a pelear, de modo que he esperado a la hora de la comida, y he aullado igual que los lobos, y los leones, y los tigres. Pero, alabado sea Dios, ahora que la vieja me ha endiñado un pedazo de pastel y me ha enjuagado con su vieja tetera, y ya he encendido mi pipa, puede rascarme las orejas cuanto le venga en gana, que no sacará ni un solo gruñidito de mí. Venga esas preguntas. Sé por qué ha venido, por el asunto del lobo huido.
—Exacto. Quiero que me dé su punto de vista. Únicamente cuénteme cómo sucedió; y cuando conozca los hechos, le preguntaré sobre cuál considera que fue la causa, y cómo piensa que acabará todo este asunto.
—De acuerdo, patrón. Ésta es toda la historia. Ese lobo, al que llamábamos Bersicker[149] fue uno de los tres lobos grises que le enviaron de Noruega a Jamrach[150], a quien se lo compramos hace cuatro años. Era un lobo bueno y bien educado, que nunca dio ningún problema digno de mención. Me sorprende mucho que haya querido escaparse, más que si lo hubiera intentado cualquier otro de los animales del zoo. Pero ya ve, no puede uno fiarse de los lobos más que de las mujeres.
—¡No le haga caso, caballero! —interrumpió la señora Bilder, riendo alegremente—. ¡Lleva tanto tiempo cuidando de los animales que bendito si no ha acabado siendo también él un viejo lobo! Pero no es de los peligrosos.
—Verá usted, patrón, ayer, dos horas después de haberles dado la comida, empecé a oír jaleo. Yo estaba preparando un catre en el edificio de los monos para un cachorro de puma que está enfermo; pero cuando oí los gañidos y los aullidos acudí de inmediato. Allí estaba Bersicker, mordiendo los barrotes como loco, como si quisiera salir. Ayer no vino mucha gente, y cerca sólo había un hombre, un tipo alto y delgado, con la nariz ganchuda y una barba puntiaguda y entrecana. Tenía la mirada fría y severa, y sus ojos eran rojos. Le tomé antipatía de inmediato, pues parecía ser él el motivo de que estuvieran irritados. Llevaba puestos unos guantes blancos de chivo, y va y me dice, señalando a los animales: «Guarda, estos lobos parecen alterados por algo». «Quizá sea por usted», le digo yo, pues no me gustaron los aires que se daba. Sin embargo, él no se enfadó, como yo esperaba que hiciese, sino que me dedicó una sonrisa insolente, mostrando una boca llena de dientes blancos y afilados. «Oh, no, yo no les gustaría», dice él. «OH, sí, sí que les gustaría», le digo yo imitando su acento. «Siempre les apetece limpiarse los dientes con uno o dos huesos después de haber comido, y usted tiene muchos». Lo raro fue que cuando los animales nos vieron hablando se tranquilizaron. Me acerqué a Bersicker y me puse a rascarle las orejas, como siempre. Entonces el hombre aquel se acercó y… ¡bendito si no metió también la mano y le acarició las orejas al lobo! «Tenga cuidado», le digo. «Bersicker es rápido». «No se preocupe», dice él, «¡estoy acostumbrado a ellos!» «¿También se dedica al negocio?», le pregunto quitándome la gorra, pues un hombre que comercia con lobos y demás animales es un buen amigo de los vigilantes. «No», dice él, «no me dedico exactamente al negocio, pero he amaestrado a varios». Dicho esto, se sacó el sombrero tan educadamente como un Lord, y se marchó. El viejo Bersicker le siguió con la mirada hasta que se perdió de vista, y luego fue a tumbarse en un rincón, del que ya no quiso volver a moverse. El caso es que anoche, tan pronto como salió la luna, los lobos empezaron a aullar. Y no había ninguna razón para que aullaran. No había nadie cerca, excepto alguien que evidentemente estaba llamando a su perro en alguna parte por detrás de los jardines, en el camino del parque. Una o dos veces salí a comprobar que todo siguiera bien, y así era. Entonces, cesaron los aullidos. Justo antes de las doce en punto hice una última ronda antes de recogerme, y que me aspen si cuando llegué a la jaula del viejo Bersicker no estaban los barrotes rotos y retorcidos y la jaula vacía. Y eso es todo lo que sé con certeza.
—¿Alguien vio algo?
—Uno de nuestros jardineros, que a esas horas volvía a casa de un espectáculo musical, vio a un gran perro gris saltar por encima de los setos del jardín. Al menos eso dice; pero yo personalmente no le doy mucho crédito, pues no le mencionó ni una sola palabra sobre eso a su mujer cuando llegó a casa, y no fue hasta que se enteró de que se había escapado el lobo, y ya habíamos pasado toda la noche rastreando el parque buscando a Bersicker, cuando recordó haber visto algo. Mi opinión es que se le subió la música a la cabeza.
—Y dígame, señor Bilder, ¿puede explicar de algún modo la huida del lobo?
—Bueno, patrón —dijo con una sospechosa especie de modestia—, creo que sí que puedo; aunque no sé si le convencerá a usted la teoría.
—A buen seguro que sí. Si un hombre como usted, que tiene experiencia con los animales y los conoce bien, no puede elaborar una buena hipótesis, ¿quien podría intentarlo?
—Pues verá, patrón, me lo explico de la siguiente manera: me parece a mí que ese lobo escapó… sencillamente porque quería salir.
Viendo las ganas con las que tanto Thomas como su esposa se rieron con la broma, entendí que no era la primera vez que la ponían en práctica, y que toda su explicación era sencillamente un elaborado embuste. No podía competir en chanzas con el digno Thomas, pero se me ocurrió que tenía un modo más seguro de ganarme su aprecio, de modo que le dije:
—Bueno, señor Bilder, consideremos que mi medio soberano ya ha dado todo lo que tenía que dar de sí, y que este hermano suyo está esperando a reunirse con él tan pronto como me haya dicho qué cree usted que va a suceder.
—Tiene razón, patrón —dijo animadamente—. Sé que me perdonará que me haya choteado de usted, pero es que aquí la vieja me ha guiñado el ojo, que es prácticamente lo mismo que decirme que lo hiciera.
—¡No es cierto! —dijo la anciana.
—Mi opinión es la siguiente: que ese lobo se ha escondido en alguna parte. Nuestro desmemoriado jardinero ha dicho que lo vio galopando hacia el norte más rápido que un caballo; pero yo no le creo, pues verá, patrón, los lobos no galopan, como tampoco lo hacen los perros; no están creados para eso. Los lobos imponen mucho en los libros de cuentos, y me atrevería a decir que cuando persiguen algo en manadas pueden llegar a hacer un ruido infernal y a despedazarlo, sea lo que sea. Pero, alabado sea Dios, en la vida real un lobo es sólo una criatura vil, ni la mitad de lista que un buen perro; y ni la mitad de un cuarto de luchadora. Éste no está acostumbrado a pelear, ni siquiera a buscarse el sustento, y lo más probable es que siga en los alrededores del parque, escondido y tembloroso, preguntándose dónde va a conseguir su desayuno, si es que es capaz de pensar; o quizá haya llegado a otra zona y se haya metido en una carbonera. ¡Menudo susto se va a llevar alguna cocinera cuando vea sus ojos verdes resplandeciendo en la oscuridad! Si no consigue comida, acabará por salir a buscarla, y quizá tenga la suerte de llegar a una carnicería a tiempo. Si no lo hace, y alguna niñera sale a dar un paseo con un soldado, dejando al niño en el cochecito… en fin, no me sorprendería que en el censo les faltara un niño. Eso es todo.
Le estaba dando su medio soberano, cuando algo se asomó repetidas veces a la ventana, y el rostro del señor Bilder dobló su longitud con la sorpresa.
—¡Dios bendito! —exclamó—. ¡Pero si es el viejo Bersicker, que ha vuelto por sí solo!
El señor Bilder se levantó y abrió la puerta; un proceder completamente innecesario, en opinión del que esto suscribe. Siempre he pensado que el mejor modo de ver a un animal salvaje es desde el otro lado de una barrera lo suficientemente resistente; la experiencia personal ha potenciado esta idea antes que menguarla.
En todo caso, no hay nada como la costumbre, ya que ni Bilder ni su esposa prestaron más atención al lobo de la que le habría prestado yo a un perro. De hecho, el animal era tan pacífico y se portó tan educadamente como el padre de todos los lobos ilustrados, el viejo amigo de Caperucita Roja, intentando ganarse su confianza con un disfraz.
La escena fue una inenarrable mezcla de comedia y patetismo. El malvado lobo que durante medio día había paralizado Londres, haciendo temblar dentro de sus zapatos a todos los niños de la ciudad, había regresado con ánimo de penitente, para verse colmado de caricias, como si de una especie de hijo pródigo vulpino[151] se tratase. El viejo Bilder le examinó todo el cuerpo con la más tierna solicitud, y cuando terminó con su penitente, dijo:
—Mire, ya sabía yo que el pobre viejo se metería en algún lío; ¿no se lo he estado diciendo todo el rato? Mírele la cabeza, llena de cortes y cristales rotos. Ha debido de saltar por encima de algún muro. Es una vergüenza que la gente tenga permitido cubrir sus muros con botellas rotas. Esto es lo que pasa luego. Anda, ven, Bersicker.
Se llevó al lobo y lo encerró en una jaula, con un trozo de carne que cumplió, en cantidad al menos, las condiciones elementales del becerro bien cebado[152], y se marchó a dar parte.
También yo me marché a redactar la única información exclusiva ofrecida hoy en relación con esta extraña huida en el Zoo.